Cuando la detuvieron, tres días después del asesinato que hacía cometido, Sada Abe no lloró ni gritó. Tampoco proclamó su inocencia. Ni culpó a nadie o inventó una coartada. Saludó con cordialidad a los policías y sonrió mientras era trasladada a una celda.
Para ella, matar había sido un acto de amor. O de fe.
La última imagen que tenía de la víctima, su amante Kichizo Ishida, era su mirada. Una extraña mezcla de placer y horror. Lo estranguló mientras él dormía, después de una maratón sexual en la que valía todo.
La pareja acostumbraba a practicar la asfixiofilia, que consiste en ahorcar con las manos o anudar una soga al cuello para que el orgasmo dure más tiempo.
Lo de Sada Abe no fue un accidente. Lo había planificado. Su felicidad, tras cometer el crimen, era inexplicable, pero ella confesó: “Lo maté porque ahora será sólo mío”. En su cartera tenía una parte del cuerpo de la víctima que por ahora no se develará.
El homicidio ocurrió el 18 de mayo de 1936 en una habitación de hotel en Japón y es uno de los casos más emblemáticos de ese país. Ella tenía 29 años.
Según recordó una vez, su madre la sobreprotegía. La niña se destaca en el la danza, en el canto y sabía tocar el shamisen, un instrumento de cuerda.
Pero no era una familia perfecto. Su hermano mayor, Shintaro, que estaba con tres mujeres al mismo tiempo, después de casarse con una de ellas robó los ahorros de la familia y escapó con rumbo desconocido.
Su hermana mayor, Teruko, tenía cinco amantes, lo que era imperdonable en esa época. Como castigo, su padre la mandó a trabajar de prostituta en un burdel de mala muerte. “Si te gustan los hombres, al menos ahí te pagarán y te llamarán por lo que sos: una prostituta”, le dijo el hombre.
A Sada le gustaba juntarse con gente de la calle. Sus padres la dejaban salir a pasear porque decían que adentro se aburría y se volvía insoportable. A los 14 años vivió el peor momento de su vida: uno de las personas con las que se reunía la violó.
El trauma la convirtió en otra joven. Cada tanto tenía ataques de ira o de pánico. Sus padres no podían calmarla. Pero encontraron la salida cuando ella tenía 17 años: la vendieron a una casa de geishas. Ella le había contado a Nakubura, una de sus amigas, que su sueño era ser geisha. Pero tiempo más tarde contó que su padre la mandó ahí porque era promiscua.
“La violación la dejó al borde de la locura”, dijo la misma amiga.
Durante esta época, las geishas se dedicaban a entretener a las familias más acomodadas, aunque tenían prohibido acostarse con hombres. Porque estas mujeres no ejercían la prostitución.
Las otras gheisas la maltrataban. La consideraban una prostituta “barata”, y no con la destreza que, se supone, tenían ellas, que se habían formado más jóvenes. Después de cuatro años, Sada se contagió de sífilis, que por ese entonces era una enfermedad incurable.
Sada decidió abandonar el mundo de las gheisas y se alistó en un prostíbulo del distrito Tobita. Allí se volvió conflictiva. Les robaba a los clientes y a veces escapaba, pero terminaba volviendo a ese lugar sórdido. Como ni ella ni sus compañeras tenían licencia para prostituirse fueron detenidas en una redada policial.
A los pocos días, el dueño del burdel, Kinnosuje Kasahara -según refiere la escritora Sheila Mesa- logró la liberación de las mujeres. Era un hombre con conexiones. Estaba obsesionado con Sada, a quien convirtió en su amante. “Era una ninfómana, me obligaba a tener relaciones tres veces por día. Es una guarra y una prostituta. Y si lo que ha hecho no lo deja suficientemente claro, es una mujer a la que los hombres deberían temer. Yo la trataba como basura, pero ella me suplicaba de rodillas que no la abandonara. Quizá me podría haber matado a mí”, declaró tiempo después Kasahara a la Policía.
La versión de Sada fue diferente. Dice que le pidió que dejara a su mujer para casarse con ella. Él dijo que no. Entonces ella dijo que iría por otro amante, a lo que él también se negó. Fue así como en 1935 Sada huyó a Nagoya para escapar de él.
Allí comenzó a trabajar de camarera. No quería volver a prostituirse. Tuvo un romance con Goro Omiya, cliente del restaurante, quien la llevó a Tokio. Lo mantuvieron en secreto porque el hombre tenía ambiciones políticas.
Su amante le pagó la estancia en unas termas para tratar la sífilis durante cuatro meses y le aconsejó que empezase de aprendiz en un restaurante para aprender el oficio y al final poner uno ella. Así cayó en el local de Kichizo Ishida, un hombre de 42 años, millonario y mujeriego. Su esposa manejaba el restaurante.
El dueño, Kichizo Ishida, quedó hechizado cuando vio a Sada. La fascinación fue mutua. Se volvieron amantes. Se encontraban en hoteles, a escondidas, donde solían pasar varios días en los que lo único que hacían era comer, beber y tener sexo.
Estuvieron juntos desde el 23 de abril hasta el 8 de mayo de 1936, cuando Ishida volvió al restaurante.
Sada se volvió alcohólica. Sentía tristeza al comprobar que Ishida no iba a dejar a su mujer. Era la primera vez que se enamoraba.
El 9 de mayo, Sada vio una escena en una obra de teatro que la dejó perpleja: una geisha mataba a su amante con un cuchillo. Como si ese acto la hubiese inspirado, al salir compró sushi y un cuchillo de cocina.
La pareja de amantes se reencontró en un hotel. Esos días se los pasaron asfixiándose mutuamente mientras hacían el amor, en plan asfixia erótica o asfixiofilia. A él le gustaba que lo ahorcara con el lazo del kimono porque eso hacía que los orgasmos fueran más largos. Se intercambiaban los roles.
Una de las noches, Sada puso el filo del cuchillo sobre el pene de Kizicho. El se rió. Ella retiró el arma blanca. “No estés con otra”, le pidió seria.
La noche del 16 de mayo, Sada jugó a la asfixia erótica con su amante durante dos horas. A él le quedó la cara deformada. Decidió tomarse dos tabletas de calmantes. Según Sada, él le pidió que siguiera estrangulándolo aun dormido.
Dos días después, el empresario seguía dormido. Sada lo estranguló con el lazo hasta matarlo. Y pasó diez horas al lado del cadáver de Ishida. Estaba en paz, aliviada. Antes de irse, le cortó los genitales, los envolvió en papel de diario, los puso en la cartera y le dio un beso en la boca a su amado, a modo de despedida.
En la pierna izquierda de la víctima escribió con sangre: “Sada, Kichi juntos”.
Sada dejó el hotel y pidió que no molestaran a Ishida. Después fue a la casa de Omiya, su ex amante, y le pidió perdón. Pero no era por haberlo abandonado, sino porque el crimen -a esa altura Omiya no lo sabía- le arruinaría la carrera política.
El caso conmovió a Japón. Se hablaba del “terror Sada”, los hombres temían cruzarla. Sin saber que en realidad ella estaba destruida por dentro porque ningún hombre la había amado.
Sada tomó la decisión de suicidarse. Se encerró en un hotel y escribió cartas a sus familiares, amigos y a las autoridades.
En la autobiografía que escribiría al salir de la cárcel, Una mujer llamada Sada Abe, admitió que no pudo matarse.
“Me sentía unida al pene de Ishida y pensé que solo después de despedirme de él podría morir. Lo desenvolví del papel que lo envolvía y miré al pene y el escroto. Puse el pene en mi boca e incluso intenté insertarlo en mi interior… No funcionó sin embargo, a pesar de que continué y continué intentándolo. Entonces decidí que huiría a Osaka, teniendo el pene de Ishida todo el tiempo. Al final, saltaría de un risco en el Monte Ikoma mientras me aferraba a su pene.”
Tres días después la Policía la detuvo. En la cartera encontraron los genitales del muerto.
Cuando un policía le preguntó por el crimen, Sada declaró: “Le amaba tanto, lo quería solo para mí. Pero como no éramos marido y mujer, mientras viviese podía ser abrazado por otras mujeres. Sabía que si lo mataba, ninguna otra mujer lo tocaría jamás, así que lo maté”.
Luego dijo: “Es muy difícil decir exactamente qué era lo mejor de Kichi. Pero también es imposible decir nada malo acerca de su aspecto, su actitud, su habilidad como amante, o la forma en que expresaba sus sentimientos. Nunca he conocido un hombre tan absolutamente sexy. Después de haber matado a Kichi me sentí totalmente a gusto, como si una carga pesada se levantara de mis hombros, y experimenté una sensación de claridad absoluta. Cogí sus genitales porque no podía llevarme la cabeza o el cuerpo conmigo. Escogí la parte de él que me traía los mejores recuerdos”.
El 21 de diciembre de 1936, la condenaron por asesinato en segundo grado y mutilación de un cadáver. La pena fue de seis años de cárcel, aunque ella llegó a pedir que la ejecutaran.
Salió en 1941, cinco años después. Salió con un hombre que la dejó al descubrir de quién se trataba. A esa altura era una celebridad que inspiró películas (la más famosa fue El imperio de los sentidos), libros y documentales.
Hasta que en 1970 se le perdió el rastro para siempre. Como si se la hubiese tragado la tierra. Una vez alguien dijo haberla visto en un convento. Incomprobable.
El pene y los testículos de “Kichi” permanecieron en exhibición pública en el departamento de patología de la Universidad de Tokio hasta 1950. A veces había largas filas de personas para verlos.
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