En el club nocturno Talk of the town, en el corazón de Londres, entre humo de tabaco y cerveza caliente, los parroquianos se impacientan. En el escenario, la madrugada que comienza 1969 una mujer intenta un discurso pero tropieza con las palabras. Su comportamiento es errático: fuma y bebe sobre las tablas. Parece a punto de desmayarse. El público, impiadoso, comienza a arrojarle restos de comida, cigarrillos, lo que tiene a mano. Como puede, la decadente intérprete alcanza el micrófono y empieza a cantar. Entonces, los dioses parecen apoderarse de ella: una maravillosa voz se desliza desde los parlantes. Será una de sus últimas actuaciones de Judy Garland. Todavía se presentará hasta marzo de ese año, cuando en Copenhague termine su show y su vida artística con -no podía ser de otra manera- Somewhere Over the Rainbow. El 22 de junio de ese año la encontrarán muerta.
Un año antes, ese espiral descendente en que se había transformado su vida la encontró en un oscuro bar de Manhattan. Esos sitios que se llenan de aburridos oficinistas solitarios que después de hora van a beber y olvidar sus penas. Garland ya estaba débil y vulnerable, pero su voz aún desataba pasiones, aunque la paga tanto talento fuese ínfima: 100 dólares. Quizás el último fulgor verdadero haya sido el 31 de agosto de 1967. Ese día, un torrencial chaparrón de verano cayó sobre el Boston Common, un parque público de esa hermosa ciudad. Pero ninguna de las 100 mil personas que se apiñaban para escucharla dejan su pequeña porción de pasto. Es que Judy Garland fue única. Y su vida fue atravesada por todas las alegrías y todas las tristezas que puede albergar una persona.
Amó pero no fue amada, trabajó pero fue explotada, la drogaban para dormirla y la drogaban para despertarla, era hermosa y la hicieron sentir fea, sus padres la explotaron pero no la cuidaron, los estudios priorizaron el negocio que era y no la persona. Fue increíblemente famosa, increíblemente talentosa y terriblemente desdichada. Quizá por eso sigue tan vigente porque no existe una sola persona en el mundo que no se sienta identificada con algunos de sus dolores. La gran diferencia es que la mayoría de las personas viven alguno y ella, en cambio, los atravesó todos.
Nació el 10 de junio de 1922, bautizada como Frances Ethel.sus padres, Frank y Ethel Gumm, artistas de vodevil, querían que su hija lograra lo que a ellos les era esquivo: un éxito descomunal con una cuenta bancaria similar. Mamá Ethel más que una hija quería alguien que le cumpliera sus sueños. Por eso Judy a los 30 meses subió a un escenario a cantar “Jingle Bells”, a los 11 ya interpretaba con voz de adulta y a los 16 sedujo al mundo con su nariz respingona y su voz inigualable como Dorothy en el Mago de Hoz.
Mamá Ethel logró su objetivo, su hija se convirtió en una máquina de hacer dinero. Claro que para que una máquina funcione hay que darle energía y como los abrazos, el amor y el cuidado no entraban en su universo, Ethel prefirió alimentarla con pastillas. Anfetaminas a la mañana para que estuviera bien despierta y barbitúricos a la noche para que estuviera bien dormida.
Judy filmaba dos o tres películas de manera simultánea. Pero cometió el desliz que comete todo ser humano: crecer. Y entonces para que siguiera con su aspecto de niña debía mantenerse bien delgada. Así que a las pastillas se le sumó, una dieta a base de sopa de pollo y el consumo de 80 cigarrillos diarios.
Mientras tanto su madre de título –porque convengamos que esa señora de madre tenía poco- seguía velando no por su hija pero sí por sus contratos. Todo lo demás no le preocupaba y eso incluía el acoso sexual constante por parte de directores de estudio y actores de Hollywood.
Mayer uno de los dueños solía alabar su talento con un: “Cantas con el corazón”, mientras le tocaba sin disimulo un seno. Así durante cuatro años, ante la pasividad de su madre, Judy logró plantarse y decirle: “Si quiere indicarme con qué canto, desde ahora señálemelo”. ¿Y el padre? El padre había muerto unos años antes, en un teatro perdido de un pueblo de California donde dicen que además seducía jovencitos.
Y así crecía Judy, el ser más famoso y acompañado del mundo y sin embargo el más desamparado y solo. Hasta que a los 28 años, luego de filmar 30 películas para la Metro-Goldwyn-Mayer y ayudar a convertirlo en el estudio más poderoso y millonario de la época, decidieron despedir a quien dos años antes era su estrella principal. Y entonces se asomó al primero de sus muchos abismos, Judy intentó cortarse el cuello con un vaso roto.
Pero su arte y su fortaleza o su pulsión de vida como dirían los psicólogos fue más fuerte y se reconvirtió actuando en teatros neoyorquinas. Sus fanáticos hacían colas interminables para verla. Llenó el Carnegie Hall y cantó como solo ella podía hacerlo de la forma más sublime pero también más desgarradora. La volvieron a llamar para filmar películas y protagonizó Ha nacido una estrella y Vencedores o vencidos. La nominaron a dos premios Oscar, no los ganó, tampoco importó.
En el amor tampoco le iba mejor. Su segundo marido Vincente Minnelli y el cuarto, Frank Herron, eran bisexuales. De hecho, Judy encontró a Minnelli en su cama con un hombre. Desesperada volvió a asomarse al abismo: fue al baño y se cortó las venas. También estuvo casada con el músico David Rose, con Sidney Luft que era su representante y el último esposo fue Mickey Deans.
Pero entre matrimonios frustrados y renacimientos artísticos, Judy pasaba sus días bebiendo vodka y atiborrada de pastillas. El descontrol de su vida se trasladó a sus finanzas y comenzó a deber una fortuna en impuestos. Fue entonces que le ofrecieron cantar en Londres y ella aceptó.
Llegó a esa ciudad a fines de 1968, delgada y demacrada no había cumplido 50 años pero parecía que había vivido dos siglos. Su contrato estipulaba que se quedaría cinco semanas. Rosalyn Wilder, era su asistente y recordó ese tiempo en el Daily Mail: "A cada paso, me decía: ‘No puedo hacerlo’ y yo sonreía y decía: ‘Sí, puedes. Será maravilloso’. Y le aseguraba que la acompañaría al escenario y que la estaría esperando en el rincón inmediato”.
En la misma entrevista, Wilder aseguró que “La mayoría de las noches Judy actuaba sin las píldoras, pero tenía que sentir que alguien estaba allí para ayudarla. La gente siempre piensa en ella como una alcohólica, pero fueron las píldoras las que fueron los verdaderos monstruos en su vida ”, y concluyó: “Fue muy triste porque realmente era muy simple. Ella tenía este increíble talento. Ella podía interpretar una canción con una emoción que nadie más podía dar. Pero ella estaba dañada.
Según las crónicas de época, cada una de esas presentaciones empezaban muy mal. La artista se presentaba tarde, lo que provocaba el enojo del público que empezaba a gritar y arrojar con bastante puntería cajas de cigarrillos, panes y basura. Una vez en el escenario su traje con lentejuelas la hacía parecer alegre, pero se mostraba perdida y hablaba de manera balbuceante. Fumaba y bebía mientras intentaba intercalar algún chiste y llamaba a Mickey su última pareja que estaba más preocupado en contar sus ganancias que en ella.
Cuando todo parecía un desastre y que se estaba frente al mayor fraude artístico de la historia entonces… entonces Garland cantaba. Y todo se detenía y el mundo dejaba de ser una porquería y ella una actriz en problemas. Cada persona sentía que todo valía la pena y que quizá la vida era simplemente eso que se veía en el escenario: la mezcla más increíble de belleza y desgarro.
El 22 de junio de 1969 en el departamento que compartían en Londres, Dean llamó a su esposa, pero ella no contestó. La encontró en el baño, muerta.
Garland falleció por una sobredosis de pastillas aunque la versión oficial asegura que fue por un paro cardíaco. Nunca quedó claro si fue una ingesta involuntaria o si nuevamente se acercó al abismo y se arrojó en él. Porque como ella explicó “Quería creer, e hice todo lo que pude por creer en ese arco iris que soñaba con recorrer. Pero no pude. Qué se le va a hacer".
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