La palabra me da tanto miedo que prácticamente soy yo quien la dice.
-¿Y esto es quirúrgico?
-Sí.
-¿Qué tipo de cirugía?
-Mastectomía.
La doctora acaba de terminar el estudio para confirmar lo que ya había mostrado una mamografía. Estamos paradas entre un montón de equipos, yo todavía a medio vestir, ella me trata de igual a igual tal vez porque soy amiga de dos amigas suyas, porque tenemos más o menos la misma edad; tal vez porque pregunto con distancia, como si no hablara de mí, como si estuviera averiguando datos para una nota.
“Mastectomía”, dice y en realidad no hay sorpresa. Porque esto empieza unos días antes, en el living de casa. Son las ocho de la mañana, estoy sentada para empezar a trabajar en una punta de la mesa –es 2021, todavía hacemos home office- y en la otra está mi mujer, lista para empezar su día. Abro el mail y en la pestaña de Notificaciones, esa que uno casi nunca mira, veo que llegaron los resultados de los estudios y los abro sin mayor preocupación: ya pasaron 22 años desde que otra mamografía dio mal y después de eso vino la cirugía, los rayos, la quimio, quedarme pelada hasta las cejas y los pelitos de los brazos, bajar más de 10 kilos, tener llagas hasta el esófago y la mirada triste.
Pasaron 22 años y ningún problema, tanto que me gusta decir que no aprendí nada, que no quise aprender del dolor, que no quise saber ocuparme de “lo importante”, que volví a llorar y desesperarme por tonterías, que volví a ser la misma boluda de siempre.
Pasaron 22 años, mucho más de 22 mamografías, y si al principio vivía cada control con tensión y cada “todo bien” como un indulto, después se hizo rutina y se hizo certeza: el cáncer era algo del pasado pisado.
Pero acá estamos, pandemia y un resultado de esos que necesitan “mayor evaluación”. Así que levanto la cabeza por sobre la notebook y digo:
-Esto no está bien.
Y cuando Olga entiende de qué le estoy hablando viene hacia mi lado de la mesa, lee con sus ojos el informe. BI RADS IV C dice la clasificación. Alcanza un golpe de Google para decodificar de qué se trata: “Lesiones de alta sospecha de malignidad”. Se entiende.
Es demasiado temprano para llamar a nadie, así que reenviamos el mail a María, mi oncóloga, y a Ale, nuestra amiga que es una ginecóloga de trayectoria. Y ahí nomás aparece el tema.
-Lo único que me da miedo es la mastectomía -le digo a Olga-. Prefiero la quimioterapia.
Olga me abraza. Ella, que también estuvo ahí conmigo hace 22 años, sabe como yo lo que fue la quimioterapia. Sabe que –esto ya lo escribí- iba al remedio como imaginaba que se va al cadalso. Sabe del miedo, la desesperación del viaje hasta el lugar donde tenía que tirarme en la camilla y poner el brazo. Del pozo de los días que seguían, las náuseas, la angustia.
La quimioterapia me agarró a las piñas desde la primera vez pero al final directamente me pateó en el suelo. Sin embargo, cuando me levanté estaba limpia. Veintidos años. Con música de Vangelis, me alzaban el brazo en el centro del ring.
Todo eso decía cuando decía “prefiero la quimioterapia”: un trámite espantoso que un día termina. En cambio, si la teta se va, adiós forever. Y lo primero que había hecho en aquella remota primera cirugía, al despertarme de la anestesia, había sido verificar que las dos tetas estaban en su lugar. Me importaba. Muchísimo.
El mail
El mail de las 8 de la mañana tiene respuesta minutos después. María pide detalles, hablemos. Hay que ver mejor, bla bla. En un rato tengo la orden para una punción que se hace con “aguja gruesa” y con otra mamografía.
Ale, con su experiencia encima, casi no tiene palabras. “No puedo decirte otra cosa mejor”. Y me recomienda, como para ir preparando el terreno, unos globulitos de nosequé que por suerte consigo en una farmacia cercana. Globulitos y una buena venda elástica, porque de la punción ya salís herida. Herida y con la palabrita: “mastectomía”.
A la noche, ruido (mental) de sierra de carnicero. Frío del cuchillo naranja de la cocina bien pegado a las costillas y tajeando de abajo para arriba.
Es hora de buscar un cirujano.
Más temprano que tarde, María hace una hipótesis. Piensa que se trata de un carcinoma in situ, es decir, que las células han comenzado a malignizarse pero todavía no son malignas. No se han dispersado porque no tienen la capacidad de hacerlo. A tiempo, como decía la canción que mi amiga Moni compuso para mí cuando todavía me estaba recuperando de aquella paliza y antes de enfermarse ella misma de un cáncer que no le dio segundo round. A tiempo como no fue a tiempo para ella, ni para mi amada Yanina ni para mi mamá. Esta vuelta del cáncer viene con el bonus track de todas estas derrotas. Pero a la hora de mirar mi estudio María es optimista y lo dice: in situ, “técnicamente no es cáncer”. Nada es cierto hasta no ver la biopsia pero de esta idea partimos.
Entonces, si es “in situ”, si es muchísimo menos agresivo que el cáncer aquel que se había venido con todo, si todo es tan optimista, ¿por qué (carajo) me van a sacar la teta?
Bueno, porque aquel cáncer ocurrió, porque no soy virgen del tratamiento, porque no se puede irradiar una mama ya irradiada me dicen todos y no tengo interés científico para entender las causas.
Así que un par de semanas después del mail de las 8 am estamos con la ecuación al revés: la mastectomía es un hecho, lo importante es que no haya quimioterapia. Por lo menos.
Ruido de sierra de carnicero. Frío de cuchillo de la cocina.
No sé cómo espero, cómo esperamos la cirugía. Ale y María llegan a un cirujano de consenso, lo vemos y nos gusta. Dice que va a tratar de conservar el pezón, que cree que no habrá problemas, que en la misma operación pone la prótesis nueva y bonita y ya está. Y que voy a perder sensibilidad. Del todo, o casi, bueno: del todo.
Hago terapia, hablamos con nuestros hijos, que son adultos, con mi hermana, con mi prima, con mis sobrinos; cuando me animo, con mi papá.
Peleo un poco con la prepaga, que se demora en autorizar la prótesis, y eso me pone combativa y me distrae de la sierra, la vida y la muerte, esas cuestiones.
Vienen amigas, vienen amigos, nos vamos a la costa. Pienso en amazonas, pienso en vacío. Me enojan las bromas compensatorias, los chistes de “hacerse las tetas”. No, muchachos, no quiero hacer ninguna teta, no la quiero levantada ni más grande ni más chica ni nada. La quiero mía, ahí donde estuvo siempre, todos estos 55 años. Pero soy occidental y racional y le juego un pleno a la vida, aunque sabemos que esto es una ruleta.
Esos días, hasta la cirugía, tengo una tristeza que no puedo remontar. Otra vez, como hace 22 años, estoy volcada hacia adentro. Aunque somos optimistas, in situ corazón.
Así que vamos y Martín me opera y cuando abro los ojos me duele mucho –o al rato me duele mucho- y estoy muy vendada y no toco, así que al principio no sé cómo es. Sé que duermo, y después algo como y después duele más y me pinchan y duermo y así se va la noche y mañana es mejor.
Y nos dedicamos al whatsapp y pregunto qué dijo Martín después de la operación y Olga me dice algo así como que lo de quedarme con mi pezón no pudo ser y tampoco lo de poner la prótesis porque sarasa. Entonces me pusieron un expansor –algo más burdo y provisorio- que dentro de unos meses se cambia.
Y pasa el día y mucho no puedo mover el brazo derecho así que todavía no veo cómo es pero algo siento, el expansor. Y no pregunto ni me pregunto nada.
Hasta que, aleluya, llega Martín y bla bla que el pezón y si quiero saber algo más. Sí, claro.
-¿Cáncer?
Bueno, dice Martín. La verdad, la verdad, encontró algo que no le gustaba. Venía cortando como un campeón y zas, apareció ese “algo” y tuvo que recalcular y tirar el pezón al carajo y sacar una muestra y bueno. ¿Bueno? Hay que esperar la biopsia.
Son diez, quince días de terror. Un terror blanco, quieto, de visitas amorosas con sandwichitos de miga, de alguna vuelta lenta a la manzana, de recuperarme de la herida, de sacarme por fin ese corpiño con el que salí del quirófano y ver.
Cuando me animo me planto sola frente al espejo y, la verdad, no es para tanto.
Me miro de frente, con ese coso que si lo apretás hace ruido a plástico en el lugar de mi bella teta. ¿Salgo gritando horrorizada? ¿Caigo desmayada por el espanto de la mutilación?
La verdad que no. Es feo, pero no pasa nada. Puedo vivir así, quiero la prótesis perfecta pero esto no me quita el sueño y a medida que pase el tiempo más bien me voy a olvidar del asunto la mayor parte del día.
Vuelta a lo de Martín y entiendo que me tengo que preparar para la quimioterapia. Y aunque la optimista pelotuda que llevo dentro siempre se considere candidata al milagro, me digo y digo que eso es lo que va pasar. Que así como la punción confirmó lo que decía la mamografía, la biopsia confirmará lo que vio el cirujano.
Lo que me da miedo, explico, es la cadena de las malas noticias. Que hayamos salido de la cirugía con un panorama peor que el que teníamos al entrar. Que la biopsia siga por ese camino, que no sólo se sabe dónde termina sino, sobre todo, el dolor que causa. Moni hecha un esqueleto, Yanina que ya no era ella, Pablo cayendo en el comedor de su casa, el Colo semanas sin poder hablar, mi mamá inflada y atontada. Conozco cadenas de malas noticias y esto parece el comienzo de una. Eso me preocupa y me preocupa tanto que no hay sierra ni cuchillo naranja ni amazonas ni ocho cuartos.
Hay que esperar, es urgente esperar, como decía el Colo.
Mientras tanto, busco corpiños para mastectomía, uno con agujerito para el drenaje, otro de una tela más finita, otro más duro que me trae Virginia y que, cuando todo mejore, será indispensable. La mastectomía es ahora esta herida que duele y duele y no parece acomodarse en ninguna parte.
Es urgente esperar.
Un día, dos, tres, cinco, diez, en fin. María va a llamar directamente al laboratorio a ver si hay algún resultado. Hoy, en algún momento del día.
Olga está en una punta de la mesa, yo en la otra. El celular se enciende: “¡Es María!”, le grito y viene y atendemos juntas.
Y es María, no con la voz de esa mujer que me conoce hace tanto y a la que quiero, sino con voz de oncóloga que dice que bueno, está todo bien, es in situ, listo, no hay que hacer nada más.
-¡Boluda no me lo digas así!, grito otra vez y ella que bueno, ya había dicho que era optimista. ¿Y lo que vio Martín? Nada, era un resto de la operación anterior. Feo, pero no maligno.
Entonces nos abrazamos en el patio y saltaríamos si yo pudiera, pero la herida no da para tanta efusividad. Salto por dentro, porque no hay que hacer quimio, no hay que someterse a esa tortura salvadora, no hay cadena de malas noticias.
Todo lo que queda es en subida. De a poco, el cirujano “infla” el expansor y va tomando forma. Un día vuelvo a manejar. Un día cualquier corpiño sirve y estoy bien. Un día corro. Un día vuelvo a dormir boca abajo.
Me pongo vestidos: con muchos, lo que llaman “la asimetría” (una teta en Ushuaia y otra en La Quiaca) es muy evidente. Depende el día, me cambio o no me importa.
Decidimos dejar pasar el verano antes de hacer “la reconstrucción” para no estar con heridas en tiempo de playa. Vamos a la playa, uso bikini. ¿Se nota? Ni idea.
A veces mi nieto -10 años- me hace, con las manos, el gesto de una diagonal. Nos reímos. No me siento rara, fea, nada: otra vez arriba del ring con el brazo en alto.
Cuando se acerca el otoño y hay que pensar en poner la prótesis pregunto qué riesgo tiene la otra teta y si no hay que pensar en sacarla. María dice que sí, definitivamente. Que por A y B y el resultado del estudio tal, sería mejor.
Lo dice y deja la pelota en mi cancha. Siempre se pude decir “no”, pero ahora lo difícil es ser yo quien diga “sí”. Si hasta ahora corrimos al cáncer de atrás, se trata de tomar la delantera; de conocer su juego y cortarle el paso antes de que pueda desplegarlo. Como cuando se paga un seguro, se trata de perder algo para no perder más si pasa algo que quién sabe si iba a pasar.
Y el precio es mi teta izquierda. El órgano. El calorcito. Las sensaciones.
“Podés decidir no ponerte nada”, me dice una amiga. Puedo, pero no. Ya cumplí 56 y todavía me gusta verme con corpiño y usar escote. Me gustaban así como eran, nada del otro mundo: yo. ¿Tamaño deseado para la prótesis? Le digo al cirujano que me quiero comprar los corpiños en Coto, es decir, standard. Otra amiga, que sabe, se ríe: “Corpiño no vas a necesitar más”. Ay.
Cáncer o teta es el dilema o, peor, tal vez cáncer o teta. ¿Hay algo de omnipotencia en esto de cortarme para parar la muerte? ¿Hay algo religioso, mágico, en hacer una ofrenda para calmar la ira incomprensible de un dios que no creo que exista?
María y sus estadísticas dicen que está bien, que así evitamos “un episodio”. Pienso en la suerte de que haya sido “in situ”. En la quimioterapia que acechaba.
Eso no. No quiero esperar con angustia otra biopsia ni volver a esas drogas: paclitaxel, doxorrubicina, veintitrés años y me las acuerdo de memoria. “Yo sé perder, yo se perder”, dice la canción que me suena en el Spotify interno. Perder la teta para esquivar la aguja, la camilla, el desconsuelo, la pelada. Jugar un pleno.
Así que veintitrés años después de aquel diagnóstico sorprendente allá vamos otra vez: ahora preventivamente, ahora sin correr.
Porque ya sé que me llevo bien con el espejo y nos llevamos bien con el amor después de sacar la teta. Y mejor hacerle un ole a la muerte y, ojalá, a la quimioterapia.
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