El verdadero héroe del desembarco aliado en Normandía, el 6 de junio de 1944, no fue ninguno de los generales y estrategas de los ejércitos americano, británico, francés y ni siquiera del poderoso ejército soviético que, a esas alturas, ya encaraba su avance firme hacia Berlín y por la cabeza de Hitler.
El héroe de aquel paso fundamental para terminar con el nazismo fue un casi desconocido capitán que se llamó James Martin Stagg, de quien la historia ha guardado un recuerdo, sí, pero escaso. Ni los generales Dwight Eisenhower, George Patton, Omar Bradley, ni el chapucero mariscal británico Bernard Montgomery, ni el almirante Bertrand Ramsay, ni el mariscal del aire Trafford Leigh-Mallory, ni el teniente general Walter Bedell Smith, ni el impulsivo general francés Charles De Gaulle, un tipo difícil de llevar si los hubo, ni siquiera el primer ministro británico Winston Churchill, que quiso a toda costa desembarcar con los aliados, podrían llevarse los laureles de la gloria, de no haber sido por el capitán Stagg que, ni comandaba un poderoso cuerpo militar, ni una vital compañía de comandos, ni siquiera un pelotón de avanzada, ni mucho menos una patrulla de observación: era meteorólogo.
Antes de seguir con Stagg, un párrafo sobre Churchill: de verdad se empeñó en zarpar con las tropas del desembarco como un soldado más. Había sido militar, y había metido algunas patas célebres, en la Primera Guerra Mundial, y al parecer su instinto guerrero lo llamaba de nuevo al combate: tenía setenta y un años, estaba excedido de peso y es probable que lo juzgaran más útil como primer ministro que como soldado en una de las playas del desembarco, o como jefe de una fuerza de asalto en Francia.
Pero Churchill era tenaz. Hizo falta una carta del rey Jorge VI, el papá de la actual reina Isabel II, aquel rey tartamudo al que habían enseñado a hablar de nuevo, para hacerlo desistir. El 2 de junio el rey le escribió: “Querido Winston, es mi deseo instarte, una vez más, a que abandones tu idea de zarpar el Día D. Por favor, considera mi posición. Soy más joven que tú, soy marino y, como rey, soy el jefe de los tres ejércitos. Nada me gustaría más que zarpar con ellos, pero he accedido a no hacerlo; ¿te parece justo que tú hagas precisamente aquello que tanto me habría gustado hacer?”. Eso es sutileza.
Churchill se enfureció y dispuso que su tren privado se mantuviese cerca del general Eisenhower, como un cuartel general móvil. Una tontería grande como un pino que le hizo anotar en su diario a sir Alan Brooke, jefe del Estado Mayor Imperial: “Mientras tanto, Winston se ha subido a su tren y se dedica a visitar la zona de Portsmouth. Se está convirtiendo en un verdadero pesado”.
Todos estaban muy nerviosos, y el capitán Stagg tenía parte de la culpa. Para cumplir su misión, necesitaba la sutileza del rey Jorge, la furia de Churchill, la decisión de los aliados de invadir Normandía y una suerte que no lo acompañaba. El desembarco debió ser el lunes 5 de junio, y no el 6. Stagg tuvo la culpa de la postergación. Como meteorólogo adscripto a la Real Fuerza Aérea, tenía en sus manos pronosticar el tiempo sobre el Canal de la Mancha y sobre las costas francesas el día del desembarco. El tiempo era vital: nubarrones y tormentas impedirían el apoyo aéreo del desembarco y, también, el despliegue de paracaidistas que llegarían al continente a bordo de planeadores en la noche previa, para copar la retaguardia de las líneas alemanas.
Stagg estaba preocupado. El viernes 2 los barcos se habían cargado de soldados para lo que sería la mayor operación de militar de la historia: cinco mil buques de guerra de doce países diferentes, una formidable fuerza aérea europea y americana, más de dos millones de hombres, civiles y militares, dispuestos a invadir el continente y acabar con el nazismo y con la Segunda Guerra. Y todo dependía ahora de unas nubes, de unos vientos y del caprichoso clima del Mar del Norte.
Eisenhower había pedido a Stagg un pronóstico “consensuado” entre los meteorólogos a sus órdenes, británicos y americanos, ente ellos el coronel D. Yates, un americano que optaba por el optimismo. Era imposible acordar un pronóstico para los siguientes cinco días, como quería Eisenhower: apenas si podían ponerse todos de acuerdo en qué iba a pasar con el tiempo en las siguientes veinticuatro horas.
A las nueve y media de la noche del viernes 3 de junio, Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas, su estado mayor y los jefes británicos recibieron a Stagg con una pregunta: “Bien, Stagg –dijo Eisenhower– ¿qué noticias nos trae esta vez?” Stagg decidió seguir su intuición, lo que le sugerían los informes de las estaciones meteorológicas británicas y contestó: “Las condiciones del clima, desde las islas británicas hasta Terranova, cambiaron considerablemente estos últimos días y no son nada halagüeñas”. Se hizo un silencio impresionante. Eisenhower preguntó si había previsiones para el martes 6 y el miércoles 7. Y Stagg le dijo: “Si las hiciera, serían conjeturas y habría dejado de ser su meteorólogo”. ¿Había que posponer la invasión? Eisenhower no dijo nada. El que habló fue el teniente general sir Frederick Morgan, encargado de planificar la “Operación Overlord”, como se conoció a la invasión: “Stagg, buena suerte con sus pronósticos. Si se cumplen, brindaremos con usted. Si no se cumplen, recuerde que lo vamos a colgar de la primera farola que encontremos por ahí”.
En las primeras horas del sábado 3, las noticias que recibió Stagg confirmaron sus pronósticos. En Irlanda occidental los barómetros habían bajado con brusquedad y los vientos arreciaban. A las nueve y media de la noche, él y el coronel Yates volvieron a presentarse ante Eisenhower y los jefes de la operación. “Caballeros –dijo Stagg– Los temores que mis colegas y yo abrigábamos ayer sobre el tiempo para los próximos tres o cuatro días, se han confirmado”. A su pesar, Eisenhower dispuso postergar el desembarco veinticuatro horas: no sería el 5, sino el 6. Pero debía ser en esos días por varias razones. Se trataba de una operación que se presumía secreta, aunque los nombres de las cinco playas de desembarco -Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword-, habían aparecido en las palabras cruzadas de un popular diario de Londres, en uno de los misterios más inexplicables de la Segunda Guerra.
Los aliados presumían que los alemanes no sabían con exactitud dónde sería el desembarco. Y era cierto que no lo sabían con exactitud. Pero la enorme flota cargada de hombres y armas, bloqueada por el tiempo en los puertos británicos, o dando vueltas en alta mar a la espera de la decisión, no podía ser un secreto a mantener por mucho tiempo, sin contar con el perjuicio que semejante encierro podía provocar en las tropas. Cuando Stagg regresó a su tienda de campaña tras escuchar que se suspendía la invasión, no pudo evitar mirar al cielo: estaba despejado, sin una nube, iluminado por el resplandor de las estrellas del verano inminente.
A las cuatro y media de la mañana del domingo 4, en una nueva reunión de los jefes militares, Eisenhower decidió mantener la postergación de la invasión acordada la noche anterior y dio la orden de que regresaran los buques que ya habían partido. A la mañana siguiente, con el cielo despejado y ausencia total de viento, Stagg no sabía cómo mirar a la cara al resto de los oficiales. Pero, más tarde, aparecieron sobre el oeste los primeros nubarrones, empezó a arreciar el viento y Stagg supo que no iba a colgar de una farola.
La noche del domingo, todo cambió. A la tarde, Stagg y sus oficiales habían notado que la borrasca que se aproximaba por el Atlántico avanzaba a menor velocidad: por primera vez, el mal tiempo podía permitir la invasión. A las nueve y media de la noche, mientras el viento y la lluvia golpeaban las ventanas de Southwick House, la biblioteca del cuartel general americano que era el sitio de reuniones de la plana mayor, los papeles se habían invertido: Eisenhower y los suyos eran pesimistas y Stagg mantenía una esperanza.
“Por favor, señores, demos la bienvenida a Míster Optimismo”, oyó Stagg que un jefe naval británico decía a sus espaldas cuando entró a la nueva reunión con los mandos. Pero Míster Optimismo sí tenía buenas noticias. “Caballeros –dijo Stagg– desde que presenté el pronóstico meteorológico ayer por la noche, se ha producido una rápida e inesperada evolución en el norte del Atlántico”. Dijo que habría una breve mejoría ese lunes por la tarde. No habría tiempo ideal, pero iba a permitir el desembarco y la cobertura aérea indispensable. Fue entonces cuando Eisenhower dijo las tres grandes palabras de la guerra: “Okey. Vamos allá”. Y la historia cambió para siempre.
A esas horas, Churchill ya había dejado su caprichosa gira en su tren privado y había vuelto a Londres. Pendiente de los pronósticos en el Atlántico, tenía otra gran tormenta que enfrentar: Charles De Gaulle. Las relaciones entre ambos eran pésimas, fruto también de los recelos del presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, que despreciaba al gobierno colaboracionista de Vichy, pro nazi, y pensaba en una administración de Francia en manos de Estados Unidos una vez terminada la guerra: un poco el diseño que los aliados iban a establecer en Berlín y que duró casi medio siglo. Para De Gaulle aquello era inaceptable. Para sacarse el drama de los hombros, Churchill había convencido a Roosevelt para que se reuniera con De Gaulle. Pero Roosevelt exigía que la entrevista fuese pedida por el francés: hecha por él, implicaba reconocerlo como verdadero líder de Francia. Que lo era.
Los aliados habían decidido que la administración de los territorios europeos liberados estuviese a cargo del AMGOT (Allied Military Government of Occupied Territores. Administración Militar Aliada de los territorios Ocupados). Para De Gaulle, eso implicaba una nueva ocupación militar de su país, esta vez no a manos de los nazis, sino a manos de sus aliados. De Gaulle llegó a sugerir, aunque en forma elíptica, cierta independencia europea del accionar militar americano. Fue la noche del 4 de junio, cuando la suerte de la invasión colgaba de una nube. Churchill estalló: había hecho todos los esfuerzos posibles desde el inicio de la guerra para embarcar en ella a Estados Unidos, y ahora De Gaulle venía con la historia de la acción por separado. El primer ministro británico encaró al francés con su peor tono y le dijo: “¡Vamos a liberar a Europa, pero es porque los americanos están con nosotros! Así que esto debe quedar claro: cada vez que tengamos que decidir entre Europa y el mar abierto, elegiremos el mar abierto. ¡Y cada vez que tenga que elegir entre usted y Roosevelt, siempre elegiré a Roosevelt”!
A la hora de la cena, con los ánimos más calmos y con De Gaulle resignado a que las cosas se hicieran al estilo Churchill, brindaron ambos: “¡Por el general De Gaulle, que nunca aceptó la derrota!”, dijo Churchill. Y De Gaulle: “¡Por Gran Bretaña! ¡Por la victoria! ¡Por Europa!”. Eso también es sutileza.
Si Churchill estaba seguro de la victoria, Eisenhower no lo estaba tanto. Los mensajes que hablarían del éxito de la Operación Overlord ya estaban redactados, pero él garabateó en un papel, de puño y letra, unas pocas líneas por si todo salía mal. Decían: “Nuestros desembarcos en el área de Cherburgo-Havre no lograron un punto de apoyo satisfactorio y he retirado las tropas. Mi decisión de atacar en este momento y lugar se basó en la mejor información disponible. Las tropas, el aire y la Marina hicieron todo lo que la valentía y la devoción al deber podían hacer. Si alguna culpa o falta se atribuye al intento, es solo mía”. No lo firmó y puso la fecha: “July 5″. Debió escribir “June 5″. Todos estaban muy nerviosos.
Luego, como era su costumbre, se tomó a pecho su papel de comandante y fue a ver a las tropas que estaban por embarcar. Pidió hablar con algún soldado de Kansas, su estado natal, con la esperanza de que hubiese alguno nacido en Abilene, su pueblo. Le pusieron enfrente a un chico de apellido Oyler que se quedó petrificado ante el comandante en jefe. Eisenhower le preguntó de cuál parte de Kansas era. “Wellington, Kansas, señor” contestó Oyler “Ah, pero eso es al sur de Wichita”, dijo Eisenhower y le preguntó luego sobre su formación, adiestramiento, su hoja de servicios y si había conquistado a alguna novia en su estada en Inglaterra, preguntas que Oyler contestó una por una mientras se relajaba un poco, Después, el comandante le preguntó si tenía miedo y Oyler contestó que sí. “Es natural –le dijo Eisenhower– Sería de locos no tenerlo. El truco consiste en tirar para adelante, Si te paras, empiezas a pensar y pierdes el objetivo: podrías convertirte en una baja. Lo ideal, lo perfecto, es seguir para adelante”.
Era sólo para dar ánimos a Oyler y al resto de la tropa. Días antes, le habían advertido que las especiales condiciones de la playa Omaha, sus peñascos escarpados y las fuertes defensas nazis, auguraban una masacre para las tropas aliadas. Eisenhower murmuró: “Lo sé, hijo. Lo sé”. Años después, admitiría que el instante más terrible de su vida había sido la despedida a aquellos hombres, a sabiendas de que enviaba a muchos a la muerte.
Los soldados americanos llevaban muchas cosas encima. En especial, los paracaidistas que pondrían pie en el continente horas antes de la invasión. Estaban atiborrados de municiones, al menos con ciento cincuenta cartuchos de balas calibre 30 y barras de chocolate; una granada Gammon de fabricación británica, que contenía medio kilo de explosivo C2: un arma ideal para destruir vehículos blindados. Las famosas “dog tags”, las placas de identificación colgadas del cuello, iban pegadas para que no hicieran ruido en la noche. También colgada del cuello llevaban una bolsa con cigarrillos, encendedores, un equipo para afeitarse y para higiene personal, pastillas para purificar el agua, veinticuatro hojas de papel higiénico, un pequeño libro con frases hechas en francés, útil para comunicarse con los lugareños, una sierra para metales, una brújula y dinero en efectivo. Además, portaban el arma personal, algunos la clásica carabina M1A1, otros, una metralleta Thompson, la pala para cavar pozos de zorro y trincheras, las bazucas, desmontadas en dos partes y un cuchillo de combate. Todo el conjunto podía pesar alrededor de cuarenta kilos.
El bagaje más preciado estaba en la mochila: eran varias mudas de ropa interior y de pares de medias: los paracaidistas iban a pisar tierras fangosas y no hay nada peor para un soldado que andar con los pies húmedos. La gloria sería para los hombres de la legendaria 101 Airborne, que comandaba el general Maxwell Taylor. Dieciocho años después de la guerra, Taylor sería Jefe de la Junta de Comandantes durante la presidencia de John Kennedy y sería en cierto modo clave durante la crisis de los misiles soviéticos instalados en Cuba, en octubre de 1962.
Pero ahora, al borde de la invasión y como jefe de los paracaidistas adelantados que pisarían Francia en la noche del 5 al 6 de junio, el general Taylor dijo a sus hombres que combatir en la noche iba a dar lugar a mucha confusión: sería muy difícil distinguir al enemigo del propio bando. Deberían usar granadas y el cuchillo, dijo Taylor, y recurrir a las armas de fuego cuando ya hubiese amanecido. Uno de sus soldados amplió luego las instrucciones del general: “Nos dijo que, si hacíamos prisioneros, serían un estorbo para nosotros, nos impedirían llevar adelante nuestra misión. Teníamos que deshacernos de los prisioneros de la manera que juzgáramos más conveniente”. Esa es otra sutileza.
Uno de los elementos valiosos, pero de poco valor, que llevaban los paracaidistas, era un pequeño trozo de latón, con forma de rana, ahuecado y con un trozo de acero liviano pegado en lo que sería la cola de la rana. Cuando se apretaba ese pedazo de acero, hacía un “tac” muy característico. El juguete, que no costaba más de veinticinco centavos de dólar, era furor en la infancia americana, sin internet, sin telefonitos, sin juegos para compus, ni Play Station. La ranita de lata sirvió para identificar a las propias tropas. Un chasquido “tac”, hecho en la noche, era respondido por dos chasquidos, “tac, tac” por los aliados. La contraseña metálica duró pocas horas en territorio francés, hasta que los alemanes mataron a los primeros paracaidistas, se apoderaron de las ranitas metálicas y se lanzaron a hacer el primer “tac” en la noche. Si era respondido con un “tac, tac”, los alemanes descargaban sus balas contra la zona donde provenía el sonido.
Cuando al cabo de unas horas, y de varios muertos, los americanos se dieron cuenta de que los alemanes ya conocían el sentido de la ranita, decidieron usar las palabras claves de otra contraseña: “Flash”, relámpago, y “Thunder”, Trueno. La elección no tenía nada que ver con el clima que tanto había preocupado al capitán Stagg: los estrategas del alto mando juzgaron que a los alemanes les era muy difícil decir esas dos palabras sin descubrir que, quien las pronunciaba, era alemán.
En el lado de los nazis las cosas no iban nada bien. El mariscal Erwin Rommel, encargado de la defensa de las costas, la famosa Muralla del Atlántico, presumía la inminencia de un ataque aliado. Sin embargo, su asesor naval, el contralmirante Friedric Ruge, no lo juzgó posible hasta después del 10 de junio: lo iba a impedir el clima, dijo. Ruge tenía los mismos informes de Stagg, todos provenientes de las estaciones británicas del Atlántico occidental, pero carecía de los últimos, que anunciaban cierto buen tiempo para el 6 de junio. El alto mando alemán creía que los aliados iban a desembarcar por el paso de Calais: era la ruta marítima más corta, podía recibir apoyo aéreo constante desde Inglaterra, y ponía a los aliados a trescientos kilómetros de la frontera alemana: casi todas las defensas estaban ubicadas entre Dunquerque y el estuario del río Somme.
Hitler llegó a sospechar que existía una posibilidad de invasión por Normandía, pero dijo que los aliados atacarían por los dos puntos. La Armada alemana descartó la costa normanda porque creyó que los aliados iban a precisar marea alta para el anclaje de sus barcos, cuando los aliados habían elegido la marea baja. Era Rommel el jerarca alemán más convencido de un desembarco en Normandía. Visitó con frecuencia las defensas de la costa, aumentó el minado de playas y campos, hizo levantar con mano de obra francesa y de prisioneros de guerra italianos, enormes postes en los campos que podían ser aptos para el aterrizaje de planeadores. Eran bosques de palos que, con ironía, los alemanes mismos llamaban “los espárragos de Rommel”.
El mariscal era un hombre decepcionado. Había comprobado en África la decadencia de las fuerzas alemanas en la guerra, en especial, el deterioro de la fuerza aérea comandada por Herman Göring, y había entendido ya que Alemania había empezado a perder la guerra. Un mes y medio después del desembarco, y luego del atentado de Klaus von Stauffenberg contra Hitler en su refugio de Prusia Oriental de la que el Führer salió vivo de milagro, Rommel fue acusado de haber tomado parte del complot y obligado a suicidarse.
Pese a su fatalismo, Rommel creyó con firmeza lo que le decían sus hombres del tiempo y se fue a Alemania, a celebrar el cumpleaños de su mujer y a visitar a Hitler en el Nido del Águila, la fortificación levantada en Berchtesgaden, para pedirle otras dos divisiones acorazadas para defender Normandía. El 6 de junio, Rommel no estaba al frente de sus hombres para proteger las costas francesas.
Antes que los alemanes, se enteraron de la invasión los miembros de la resistencia francesa que sintonizaban siempre la BBC de Londres, un canal que transmitió mensajes en clave a la Francia ocupada durante toda la guerra. La tarde del cinco de junio, mientras Eisenhower hablaba con el soldado Oyler, en Francia escucharon al locutor británico decir “Les dés son sur le tapis – La suerte está echada”. Era la clave para que la resistencia empezara a cortar todos los cables e hilos de los telégrafos. Minutos después, legó otra frase clave: “Il fait chaud a Suez – Hace calor en Suez”. Era la orden para atacar y destruir todas las vías de comunicación.
Al amanecer del 6 de junio, las tropas alemanas de Rommel vieron en el horizonte, desde sus bunkers de cemento, la más formidable formación de buques de guerra de la historia. Había llegado el Día D.
Lo que siguió, es historia conocida. O casi.
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