Lo vieron apenas se despertaron: un rayo de luz cálida atravesaba las cortinas. Era un un domingo de sol brillante, todavía tibio, el cielo estaba limpio. Los cinco hijos de Marisa y Claudio saltaron de la cama cuando vieron a su mamá cortando pedacitos de milanesas y guardándolos para llevar: “Levántense, nos vamos a la playa”. El verano estaba terminando, al día siguiente empezaban las clases, y los chicos no habían ido a ningún lado de vacaciones.
Ese 2 de marzo de 1997, Claudio, que era carpintero, se sentó al volante de su camioneta; Marisa, que atendía una mercería en la casa de sus suegros, se sentó al lado con el bolso y un bizcochuelo. Atrás y pasados de emoción, se apiñaron los chicos: Gisela, la más chiquita, tenía 5 años; Franco acababa de cumplir 7, Bruno tenía 8 años y medio, Martín, 10 y Belén, la mayor, 12. Todos tenían las mallas puestas.
Salieron de Las Rosas, Santa Fe, apenas pasadas las 9 de la mañana. Tenían que recorrer unos 120 kilómetros hasta Rosario, donde estaba “La Florida”, un balneario con una playa amplia a orillas del río Paraná, sombrillas, reposeras y juegos para chicos. Los padres bajaron del auto, echaron un vistazo, notaron que había una playa pública y otra privada.
“Por las dudas, por seguridad -cuenta ahora Marisa Olguín a Infobae- elegimos quedarnos en la privada”. Pagaron las entradas, pasaron de a uno por los molinetes, alquilaron una sombrilla, dejaron las cosas y se acercaron hasta la orilla, los chicos corriendo adelante.
“La cosa es que Bruno nunca había ido al río, así que cuando vio el color marrón del agua frenó. Después me miró y me dijo ‘mami, qué agua sucia’”. Fue ahí que se dividieron: Claudio entró al río con los dos mayores; Marisa se volvió con los tres más chicos al lugar en el que habían clavado la sombrilla, estiró el toallón en la arena y empezó a sacar los recipientes del bolso.
A unos 50 metros de ella estaban el tobogán y la cama elástica. “Así que me dicen ‘mami, nos vamos a los juegos’”. Marisa les dio permiso, los vio irse y, arrodillada como estaba, volvió a bajar la cabeza para cortar el pan y terminar de preparar los sandwichitos de milanesa.
“Los llamo para que vengan a comer y Gisela y Franco vienen enseguida. Cuando los veo solos les pregunto: ‘¿y Bruno?’, y Franco me contesta: ‘está en el tobogán’. Yo ahí me enderezo y miro hacia el tobogán, todavía había poca gente, así que se veía bien: Bruno no estaba”.
Hacía menos de media hora que habían llegado a la playa y el peor fantasma de una madre o un padre acababa de materializarse: uno de sus hijos había desaparecido.
Marisa no había reparado en que no había un solo tobogán sino dos: uno muy cerca de los molinetes de entrada y salida al predio y otro del lado de afuera del alambrado, en un lugar abandonado. Sus dos hijos más chicos, de 5 y 7 años, le juraban que Bruno había ido a ver ese tobogán, el segundo.
Lo que siguió es ahora una secuencia de flashes, escenas de un terror palpable: Marisa levantando los brazos desesperada, cruzándolos en el aire para que Claudio la viera desde adentro del río. Claudio corriendo a la administración, una voz en los parlantes repitiendo una y otra vez “hay un niño perdido, tiene 8 años, estatura mediana, está descalzo y sin remera, tiene un short verde”.
“Había 14 bañeros ese día. Todos se metieron al agua. Está bien, eran bañeros, hicieron su trabajo, pero yo siempre supe que buscar en el río era buscar en el lugar equivocado”, cuenta Marisa ahora, cuando acaban de cumplirse 25 años de aquella mañana. Los turistas que tomaban mate en la arena se pararon para ver mejor, algunos aplaudían, los bañeros corrían río adentro a tientas: imposible ver algo con ese color de agua.
El lugar equivocado
Además de aquello de “mami, qué agua sucia”, Bruno había dicho algo mucho más importante. “Y yo no traje los tapones”. Sus padres sabían que no había forma de negociar con eso. Bruno tenía una enfermedad llamada otitis secretora, un derrame en el oído medio que no sólo le provocaba un dolor punzante e insoportable en los oídos, sino que le había hecho perder casi por completo la audición. Lo habían operado para reconstruirle las membranas seis meses antes de su desaparición.
“Sufrió tantos años ese dolor que se cuidaba muchísimo. Se ponía los tapones hasta para ducharse; si sus hermanos se metían en la Pelopincho él no se metía por miedo a que lo salpicaran, imaginate. Prefectura también empezó a buscarlo en el agua y yo sabía que en el agua no estaba, pero nadie nos escuchaba”.
Marisa saltó los molinetes y corrió al estacionamiento creyendo que Bruno podía haber vuelto a la camioneta a buscar sus zapatillas: nada. Corrió hasta la playa pública, gritó su nombre: nada. Fue hasta el tobogán abandonado, nada. Sabía que, menos en el agua, podía estar en cualquier lado, porque cuando a Bruno algo le llamaba la atención, iba.
“Los de seguridad me decían ‘por los molinetes no sale ningún chico solo, señora’. Cuando volvía del estacionamiento me encontré a dos de mis hijos, que habían saltado los molinetes para buscar a su hermano. ¿No era que no salía ningún chico solo?”, se pregunta todavía Marisa.
Las horas seguían pasando cuando un vecino que se había sumado a la búsqueda señaló el alambrado y le dijo: “Señora, mire”. El alambrado estaba cortado cerca de donde estaba el bar del balneario. “Los empleados nos dijeron que los proveedores de bebida que paraban el camión en la calle lo habían cortado para pasar los cajones por ahí y no tener que dar toda la vuelta”.
Tres horas después de la desaparición de Bruno, su papá frenó y fue a la comisaría 10ª a hacer la denuncia. “Claudio fue a las 2 de la tarde. ¿Sabés a que hora vino el comisario? A las 10 y media de la noche. Después supe que ese domingo se jugaba el clásico Rosario Central- Newell’s, se ve que estaban todos afectados al partido”.
Es imposible explicar con palabras el valor del tiempo que se perdió: “Ahí nomás converge toda la ruta de circunvalación. Si alguien se lo había llevado tuvo tiempo de manejar hacia cualquier lado, incluso irse por el puente que cruza Rosario- Victoria. Además, si alguien te quería sacar un hijo por agua te lo sacaba, total cuando llegaba del otro lado ya era una isla en otra provincia, Entre Ríos”.
Amantes, sectas y narcos
Pasó el domingo de sol y el lunes Bruno no empezó el colegio. “El martes, desesperados, fuimos a golpearle la puerta al juez, Edgardo Bistoletti se llamaba. Nos preguntó qué necesitábamos, cuando le contamos nos dijo ‘ah, mi señora me contó esta mañana que faltaba un chico en Rosario’. Nosotros lo miramos y le dijimos ‘pero lo tiene usted al caso’. No estaba enterado, recién el martes pidió a la comisaría que le mandaran la denuncia por fax”.
Mientras tanto, Prefectura seguía buscando en el agua, la familia por las casas de los alrededores y algunos vecinos de Las Rosas llegaban en micros pagos por el intendente para sumar ojos a la búsqueda.
“Como empezamos a dar notas en las que obviamente salíamos enojados, la investigación se trasladó hacia nosotros. Primero me llamaron a mí y me pusieron frente a una cámara para preguntarme si yo sabía de la doble vida que tenía mi marido”, cuenta Marisa y hace comillas con los dedos con aquello de la doble vida.
“Armaron una causa y me dijeron que era narco y que tenía pedido de captura: Claudio, ¿me entendés? que estaba todo el día atrás de casa en la carpintería”. Tuvieron que poner un abogado, no para buscar a Bruno sino para defender a Claudio, mientras Marisa les decía en la cara “son una basura”.
“Así que después se la agarraron conmigo. Que yo tenía amantes acá, que mis hermanos eran militares y algo raro había, que la esposa de mi papá era paraguaya, entonces yo le podía haber dado a mi hijo para que lo vendiera en Paraguay, que era parte de una secta. Ay Dios mío, las cosas que dijeron. Yo les contestaba: ‘Investiguen todo, no tengo problema, pero busquen a mi hijo”.
Cuando había pasado un mes de la desaparición, Marisa y Claudio viajaron a Buenos Aires para participar del programa “Gente que busca gente”, conducido por Franco Bagnato. Cuando salieron del canal los estaba esperando el “Defensor de Menores e Incapaces”, José Atilio Álvarez, que les preguntó si habían hecho la denuncia en Migraciones.
“Nosotros le dijimos que sí, que el juez la había mandado al principio, era la forma de evitar que lo sacaran del país. Ahí nos enteramos que la denuncia nunca había llegado”.
Marisa le preguntó a la empleada de Migraciones qué hacía falta para sacar a un menor del país, porque Bruno no había cumplido los 9 años, aún no tenía el DNI actualizado y no había fotos de cómo era en ese momento en la base de datos oficial. “Y nos contestó: ‘Con alguien que acredite que es hijo de ellos es suficiente’”.
A lo largo de estos 25 años hubo pistas y se acumularon llamados, por ejemplo, de videntes.
“Una vez un radiestesista dijo que Bruno estaba en un edificio abandonado y marcó el recorrido. Cuando fueron a allanar estaba lleno de periodistas y todos los vecinos, que eran okupas, sabían del allanamiento. Resulta que el secretario del juez le vendía la información a la prensa, me lo confesó un periodista. Yo no lo podía creer. Lo único que pensaba era que Bruno estaba en pantalón corto y descalzo, las noches ya eran frías, vos como mamá no tenés paz”.
La desaparición de Bruno Gentiletti es considerada “un caso emblemático” para Missing Children Argentina “porque fue uno de los primeros casos cuya búsqueda y difusión no dio los resultados que siempre esperamos”, explicó a Infobae Ana Llobet, presidenta de la ONG. Fue una de las primeras búsquedas de la Ong hace 25 años y “seguimos esperando un dato, algo que nos ayude a entender qué pasó con él”.
Por eso Missing Children mantiene su foto entre las de los chicos “perdidos” que ya cumplieron la mayoría de edad, aunque ahora la imagen es una reconstrucción digital que proyecta cómo sería Bruno hoy, en caso de estar vivo, a los 33 años.
Es también un emblema porque más del 90% de los chicos que buscan, aparece. Bruno Gentiletti, como Sofía Herrera (desaparecida en 2008) o Duilio Fernández (en 1996) son parte del 10% que no.
A lo largo de estos 25 años de oscuridad, Marisa se separó de Claudio, tuvo un ACV, supo que tenía un cáncer, se recuperó, le sacaron parte de los intestinos, útero, ovarios. “¿Pero sabes qué hago yo? Sano esa parte de mi cuerpo y sigo buscando a Bruno, porque yo sé que no se ahogó, yo sé que está vivo. Y a la vez trato de vivir bien con mis otros hijos, porque ellos sufrieron mucho también. Pensá que yo me iba cada vez que aparecía una pista y, cuando volvía, ellos me miraban: se quedaban sin su mamá y su mamá volvía sin Bruno”.
La nueva foto empezó a difundirse hace unos días y, por un viejo pedido de Marisa, la causa se desarchivó y pasó a estar supervisada por el Ministerio de Seguridad Nacional, que acaba de ofrecer una recompensa de 1.500.000 pesos para quien aporte algún dato. No es un avance concreto pero es una nueva luz de esperanza, como aquel rayo de luz que atravesó las cortinas mientras se preparaban para ir a pasar, en familia, una hermosa mañana de playa.
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