Antes de su ejecución, el asesino serial de esta historia miró fijo a la madre de una de sus víctimas y cantó la estrofa de un himno religioso: “Nadie más grande que tu, Señor, nadie más grande que tú”. Pero al principio no se sabía nada de él. Sólo que en sus aberrantes asesinatos tenía un ritual: entraba en una casa, sometía a la víctima, ponía la música a todo volumen, sacaba su cuchillo y su obra sólo exhibía horror. Los forenses del caso, a partir de las autopsias y los informes, concluyeron que al momento del ataque le surgía una fuerza descomunal, como si se transformara en algo invencible.
Todo comenzó cuando el oficial Ray Barber acudió al edificio de apartamentos de Williamsburg Village, en Florida, Estados Unidos, porque los vecinos avisaron que en uno de los departamentos había música muy alta. Al llegar, Barber se encontró con el encargado del edificio y le dijo, preocupado, que la estudiante Christina Powell, de la Universidad de Florida, había desaparecido aunque su auto estaba estacionado en la otra cuadra. Tampoco podían ubicar a su compañera Sonja Larson.
Los padres de Powell le pidieron a la Policía que tirase la puerta abajo porque tenían un mal presentimiento. Y lo hicieron: cuando los policías entraron encontró a las dos jóvenes de 17 años asesinadas. “Fueron violadas, apuñaladas, mutiladas y colocadas en posiciones sexuales grotescas”, dijo uno de los pesquisas que analizó la escena del crimen. Era el 25 de agosto de 1990.
Los detectives seguían en el departamento con la recolección de pruebas en el momento en que el femicida volvió a actuar. No había pasado ni un día: Christa Hoyt, otra estudiante de 18 años, que residía en la zona, fue esperada por el asesino, que la atacó cuando ella entró en su casa. La estranguló por detrás con una técnica de yudo, le precintó la boca, le ató las muñecas y la llevó hasta el dormitorio. La violó con salvajismo, la apuñaló, la decapitó y antes de irse colocó su cabeza y los pezones en una estantería frente al cadáver, al que dejó en una extraña pose sexual.
Las autoridades encontraron el mismo sello que los otros dos asesinatos: el asesino irrumpía en los departamentos a primera hora de la mañana, ponía la música muy alta durante los crímenes (los vecinos se quejaron del ruido), robaba la ropa interior de sus víctimas, además de algunas partes de sus cuerpos, se duchaba antes de huir, y usaba un cuchillo de entre diez y quince centímetros.
En el campus universitario no se hablaba de otra cosa. Las estudiantes se organizaron, dormían en grupo, cambiaron sus rutinas y algunas se fueron a otras facultades.
“Volverá a atacar”, analizó un detective a cargo del caso. Y no se equivocó: el 27 de agosto aparecieron los cadáveres de Tracy Paules y Manuel “Manny” Taboada. Al joven lo apuñaló tras una pelea en el departamento. Tracy escuchó los gritos y trató de encerrarse en su habitación. Pero el asesino derribó la puerta, le precintó la boca y las muñecas, la desnudó, la violó y la apuñaló tres veces por la espalda. Una vez más, eligió una llamativa postura sexual para colocar el cuerpo de la víctima.
Iban cinco asesinatos y la Policía temía que fueran más. La prensa bautizó al asesino como “El destripador de Gainesville”. Las mujeres temían salir a la calle. Hasta que se logró la detención del estudiante Edward Lewis Humphrey, por actitud sospechosa: tenía un largo historial de enfermedades mentales, cicatrices en la cara y un comportamiento violento en los pisos de estudiantes donde residía. Pero, como se dice en la Argentina, fue el “perejil” de la causa, porque no tenía nada que ver.
La caída del chacal
La detención del verdadero culpable fue casi por casualidad, el 7 de septiembre. Un hombre llamado Danny Rolling, de 36 años, fue arrestado por robar una tienda. En la comisaría, mientras cotejaban sus datos, saltó un pedido de captura: Rolling había intentado matar a su madre en la misma zona donde ocurrieron los crímenes. Le hicieron la prueba de ADN y el resultado genético coincidió con los que hallaron en las escenas del crimen. El depredador había sido cazado.
La historia de vida de Danny Harold Rolling, que hbía nacido el 26 de mayo de 1954 en Shreveport (Louisiana, Estados Unidos) era similar a la de otros de su especie. Se había criado en una familia marcada por la violencia ejercida por parte de su padre, James Rolling, un veterano de guerra con estrés postraumático que se hizo policía. El hombre no solo se comportaba de forma violenta y agresiva con su mujer Claudia, sino que también abusaba física y psicológicamente de sus dos hijos, entre ellos Danny.
“Sufría constantes palizas y para escapar del dolor se creó diferentes personalidades. Poco a poco, su mente se fue distorsionando y desarrollando diversos trastornos mentales. Entre ellos, un desorden antisocial, un trastorno límite de la personalidad, además de parafilias sexuales y voyerismo”, dictaminaron las pericias psiquiátricas.
Sólo lo calmaba la música. Comenzó a consumir alcohol y drogas. Una vez, tras una fuerte pelea con su padre, intentó suicidarse. Terminó dejando los estudios y alistándose en el Ejército. Pero en 1972, a los 18 años, lo echaron por consumo de drogas. En ese período vivió con su abuelo y logró estabilidad. Los dos iban a la iglesia. Se casó con O’Mather Halko, tuvieron una hija, pero se separaron porque él las maltrataba. Comenzó a cometer pequeños hurtos. Y espiaba a mujeres en lugares públicos. Lo detuvieron por voyeurismo. Lo peor fue cuando violó a una mujer que se parecía a su ex esposa, delito por el que nunca fue acusado ni condenado.
Su vida pasó a ser una reiteración: trabajaba, lo echaban, robaba, caía en prisión. Lo liberaban, trabajaba, lo despedían, robaba, y era otra vez detenido. Pero el 15 de noviembre de 1989 cometió una masacre: asaltó una casa en Shreveport, su ciudad natal, y asesinó brutalmente a toda una familia mientras estaban cenando. Eran un padre de 55 años, su hija de 24, y el nieto de ocho.
Tuvo suerte. Nadie lo relacionó con estos crímenes que terminaría por confesar una vez detenido. A los pocos días de esa matanza fue a buscar a su padre para asesinarlo. Buscaba vengarse por su infancia infeliz y triste. Sacó una pistola y le disparó en el estómago y la cabeza. Pero su padre, James, sobrevivió: perdió un ojo, se quedó sordo de un oído y lo denunció por intento de asesinato.
Cuando los investigadores allanaron el lugar donde vivía el asesino, hallaron pertenencias con vello púbico de una de las víctimas, manchas de sangre de otra de las víctimas y varias grabaciones de audio donde el detenido mencionaba los asesinatos.
El 22 de noviembre de 1991 fue acusado formalmente de cinco cargos de asesinato en primer grado. Durante tres años, el acusado insistió en su inocencia pese a las pruebas de ADN, hasta que, el 12 de febrero de 1994 entró en su vida la periodista Sondra London, con la que se escribió cartas hasta iniciar una relación y casarse. Así nació el documental The Making of a Serial Killer, en el Rolling habló de sus asesinatos.
Poco antes de celebrarse el juicio, se declaró culpable. “No fue mi culpa. La única responsable es Géminis, una parte diabólica de mi personalidad que afloró después de que viera la tercera parte de El Exorcista”, declaró. Durante el juicio, celebrado en el Condado de Alachua casi cuatro años después, los miembros del jurado vieron las fotografías de las escenas de los crímenes, de las mutilaciones de los cuerpos y del estado en que el acusado dejó a sus víctimas. También escucharon decenas de declaraciones de testigos, de las autoridades competentes en la investigación y del propio asesino, que intentó defenderse justificando sus actos en el trauma que le había quedado por haber sido maltratado en su niñez.
El 16 de abril de 1994 fue sentenciado a la pena capital por inyección letal. Su ejecución se produjo el 25 de octubre de 2005 en la Prisión Estatal de Starke. Su último deseo fue comer cola de langosta, camarones, patatas al horno, tarta de queso con fresas y té dulce.
En el exterior del recinto se congregaron manifestantes a favor y en contra de la pena de muerte. Los que se oponían, cerca de un centenar, se colocaron en círculo, rezaron y entonaron himnos tales como Kumbaya y Blowin ‘in the Wind. Aquellos que estaban a favor, portaban consignas como, por ejemplo, “mata al asesino”.
A las seis de la tarde, le inyectaron una mezcla de hipnóticos, sedantes y analgésicos. “Con su ejecución se eliminará una sombra muy oscura, la de la cara del mal”, declaró el fiscal estatal de Gainesville, Bill Cervone.
Pero antes salió a la luz un dato insólito: el asesino tenía su propia página de Internet, en la que publicaba una serie de cuentos góticos a los que llamó “Leyendas del pantano negro” y vendía “The Making of a Serial Killer”, el libro donde contaba sus experiencias.
“Soy culpable sólo como Géminis, un ser sediento de sangre, pero la persona que soy siente un profundo remordimiento”, dice en su web. Su caso inspiró la exitosa película de terror Scream.
Antes de su ejecución, miró fijo a la madre de una de sus víctimas y cantó la estrofa de un himno religioso: “Nadie más grande que tu, Señor, nadie más grande que tú”. Tenía 52 años.
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