Fue igual que los otros campos de concentración. Pero diferente. Lo llamaron “El infierno del infierno”, tuvo su cámara de gas, sus pelotones de fusilamiento, sus cámaras de tortura, sus espeluznantes experimentos médicos, como aquel que vaciaba a los presos de su sangre, para enviarla al frente de guerra; estuvo en manos de las SS y allí murieron entre doscientas y trescientas mil personas, entre ellas muchos republicanos españoles.
Cuando las tropas del ejército americano liberaron ese campo, el 5 de mayo de 1945, los esperaba una pancarta en la que se leía en perfecto castellano: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras”. Tuvo, como muchos de los campos nazis, subcampos que expandían el original y lo convertían en un complejo de exterminio: fue como todos los otros, pero diferente.
Mauthausen nació no en los territorios ocupados por los nazis en la Segunda Guerra, sino en Austria, ya anexada a Alemania y antes de la guerra, tal como habían surgido en Alemania algunos campos de reclusión destinados a los enemigos del nazismo, como el de Dachau. Nació sin cautivos a los que encerrar, una condición excepcional del nazismo, porque Mauthausen estuvo signado por su importancia económica: fue un campo destinado a alimentar la industria de guerra alemana con mano de obra esclava. De manera que, antes de la llegada de los esclavos, hubo que buscar el sitio ideal para levantar el campo de concentración.
En Mauthausen había una cantera de granito que iba a proveer de material vital al nazismo, además de garantizar el empedrado de las calles de Viena. La expansión del campo original hizo que se construyeran a otros cuatro campos, algunos en la cercana ciudad de Gusen, por lo que el complejo se llamó Mauthausen-Gusen, y más de cincuenta subcampos de concentración en Austria y la zona sur de Alemania, que proveyeron de esclavos a las fábricas de municiones, de armas, a las minas vecinas y a las plantas de ensamblaje del avión Messerschmidt, Me 262, el primer avión de combate a reacción.
La existencia de Mauthausen revela que gran parte del poder económico alemán de la época fue consciente, avaló y aplaudió la política nazi de exterminio que reportaba a la industria beneficios enormes. En Mauthausen los prisioneros eran obligados a trabajar desde las cinco menos cuarto de la mañana hasta las siete de la tarde: quien se cansaba, era asesinado, así de sencillo. No fue sólo Hugo Boss, que diseñó los trajes negros de las SS, o Mercedes Benz, Volkswagen y Porsche, que pusieron la técnica al servicio de la maquinaria de guerra: Adolf Hitler también tuvo el apoyo de los industriales del acero, el hierro y la piedra para lanzarse a la conquista de Europa.
Mauthausen, aquel monumento al crimen, llegó de la mano de dos criminales. Por pedido de Adolfo Hitler, en la segunda mitad de marzo de 1938, cuando la guerra era ya una posibilidad cierta, Theodor Eicke y Oswald Pohl, con un séquito de expertos de las SS, viajaron al sur del Reich en busca de un lugar adecuado para levantar un campo de concentración que encajara en el proyecto económico que Hitler había diseñado, junto a los jerarcas industriales alemanes.
Eicke era el comandante del campo de Dachau, que ya albergaba a los primeros opositores al Reich. Era un fanático bestial, que administraba los campos a través de las SS, de las que era uno de sus jerarcas. Tenía un lema que lo define: “Brutalidad, racismo y ausencia de piedad”. Murió en febrero de 1943, cuando su avión de reconocimiento fue derribado por los soviéticos mientras estudiaba desde el aire la posibilidad de recuperar para Alemania la ciudad ucraniana de Járkov, hoy castigada por Vladimir Putin y su particular guerra contra Ucrania.
Pohl era otro fanático nazi a cargo de la administración de los bienes de todos los judíos asesinados en Europa; controló también treinta empresas a cargo de las SS, como las fábricas de equipamiento, armas y municiones de Dachau y Oraniesburg, luego las del complejo Mauthausen, y fue artífice de la construcción y administración de los campos de exterminio del nazismo. Fue juzgado por crímenes de guerra en 1947 y ahorcado en la prisión de Landsberg el 7 de junio de 1951.
El 24 de marzo de 1938, Eicke y Pohl llegaron a las áridas tierras del este de Baviera, a la que llamaban entre risas “la Siberia alemana”, y dieron con lo que buscaban: una cantera activa cerca de Flossenburg y, luego de atravesar la frontera austríaca, camino a Linz, hallaron otra cantera de granito, vecina a la ciudad de Mauthausen. Pocos días después, empezó la construcción del campo: lo hicieron unos trecientos presos de Dachau, importados para la ocasión. El 16 de mayo inspeccionó las obras el jefe de toda la SS, Heinrich Himmler, y los primeros prisioneros enviados a Mauthausen legaron el 8 de agosto de 1938.
Linz, la vecina ciudad al horror, merecía un destino mejor: es cercana a Salzburgo, la patria de Mozart y a Viena, la capital de la música. Pero la guerra sabe nada de esas cosas, y los nazis menos. De inmediato, la SS impuso en Mauthausen su método de terror y dominación, aun cuando las prioridades del campo eran económicas y velaban por el desarrollo armamentista alemán. La primera población de reclusos de Flossenburg y Mauthausen fue de hombres, casi no hubo allí mujeres, a los que el nazismo había calificado como “delincuentes profesionales” y que se identificaban por un triángulo verde en sus chaquetas. A finales de 1938, cuando Dachau ya albergaba a ocho mil presos, Flossenburg tenía apenas mil cuatrocientos y Mauthausen novecientos noventa y cuatro. Las cifras se dispararían con el inicio de la guerra.
Sin embargo, el complejo de campos de Mauthausen y Gusen I (después se integrarían Gusen II y Gusen III) estaba clasificado como de “Grado III” por los nazis. Esa gradación implicaba la máxima dureza para los “enemigos políticos incorregibles del Reich”, que de eso hablaba la ligera definición de “delincuentes profesionales” que encuadraba a los “triángulos verdes”. En concreto, Mauthausen también fue usado para eliminar a artistas, intelectuales pensadores, científicos y estudiosos, la “intelligentsia” alemana primero, y europea luego, juzgada como enemiga del nazismo.
El régimen de trabajo era bestial. El centro de la vida en el campo era la cantera de granito y allí trabajaban los prisioneros hasta la extenuación y la muerte. Una escalera de piedra de ciento ochenta y seis peldaños separaba la cantera de los barracones y los presos debían subirla diez o doce veces por día con grandes bloques de granito a la espalda. Los guardias, y los “kapos”, polacos en su mayoría, los empujaban, les hacían zancadillas y los golpeaban con sus bastones, sólo por diversión. Y ejecutaban a quien no se levantaba a tiempo.
Si antes de trepar la escalera, un prisionero elegía una piedra pequeña, o juzgada pequeña por los guardias, podía ser baleado al llegar arriba. En otros casos, los SS preguntaban al preso si quería descansar. Quienes conocían el truco, contestaban de inmediato que no. Pero siempre había alguien, nuevo en el campo y no advertido a tiempo por sus compañeros de desdicha, que contestaba que sí, agradecido. El SS le indicaba el sitio donde sentarse y, en cuanto el preso se sentaba, era asesinado de un disparo en la cabeza.
También existía un alto peñón que era conocido como “El muro de los paracaidistas”. Desde allí, se arrojaban a la cantera los presos que ya no soportaban las condiciones de muerte de aquel campo; en muchos casos, y en cumplimiento de un pacto suicida, muchos se arrojaban abrazados a, o de la mano de otro detenido. Los que no decidían morir por propia voluntad, muchas veces eran empujados al vacío por los SS: un leve toque bastaba. No se trataba de hechos caprichosos, que también, sino de una política de exterminio. En su monumental obra KL – Una historia de los campos de concentración nazis, Nikolaus Wachsmann cita el testimonio de sobrevivientes de Mauthausen que oyeron a los SS, muy divertidos, decir en octubre de 1941: “Aquí llega nuestro nuevo batallón de paracaidistas”, al arribo de un tren de detenidos.
Cuando los nazis electrificaron el campo, los presos hallaron un nuevo camino a la muerte. Sobrevivieron a Mauthausen más de dos mil fotos, muchas testimonian esos suicidios que muestran cuerpos deshechos en posiciones grotescas, tomadas por el español Francisco Boix, conocido como “El fotógrafo de Mauthausen”, un joven comunista que logró sacar los negativos tomados por su Leica y presentarlos como prueba en los juicios de Núremberg. Las fotos mostraban también la visita al campo hecha por los nazis Albert Speer, el arquitecto de Hitler, y por Ernst Kaltenbrunner, que habían negado conocer la existencia de esos centros de horror.
Los españoles que fueron a parar a Mauthausen eran todos republicanos que, al final de la Guerra Civil, en abril de 1939, habían cruzado la frontera por Cataluña y entrado en Francia, para alistarse, ni bien iniciada la Segunda Guerra, en el ejército francés o en la resistencia. Cuando Francia cayó en manos de Hitler, los españoles incrementaron la población de Mauthausen y pasaron a trabajar como albañiles, peluqueros, intérpretes, fotógrafos, sastres o administrativos; sostuvieron una organización clandestina republicana en el campo que empezó a funcionar a mediados de 1941. Todos estaban identificados con un triángulo azul, el de los apátridas, con una “S” en el medio, de “Spanier”. Y así fue porque cuando los nazis preguntaron al dictador Francisco Franco sobre cómo determinar el destino de sus presos españoles, Franco contestó con una vileza y una perversidad que lo pintan a él y a su época: dijo a Hitler, de quien era aliado, que no había españoles más allá de las fronteras de España. Entre 1940 y 1945 pasaron por Mauthausen unos siete mil doscientos españoles, de los que sobrevivieron apenas dos mil.
Si bien antes de la guerra Mauthausen no había albergado a judíos, lo que creó una especie de mito falso, entre 1940 y 1941 llegaron mil judíos al campo. En su mayoría habían sido apresados en la Holanda ocupada. En menos de tres meses, más de la mitad habían muerto. La mayoría, eran todos jóvenes, en las canteras, aplastados por piedras, apaleados por los guardias; algunos se saltaron a la cantera desde el “Muro de los paracaidistas”. El flujo de prisioneros judíos no cesó hasta el final de la guerra. Los prisioneros rusos fueron también el fatal centro de atención de los SS. Los obligaban a permanecer parados, desnudos, en las noches heladas, mataban de un disparo en la nuca a quien desfallecía, eran los elegidos para brutales experimentos médicos, o asesinados e la menor falta.
Cuando empezaron a funcionar en Auschwitz las primeras cámaras de gas, Mauthausen se apresuró a seguir el ejemplo. La decisión fue de su comandante, el nazi Franz Ziereis, que había supervisado la construcción de la primera cámara ya en 1941: funcionaría en un sótano vecino al crematorio del campo. El primer asesinato masivo de prisioneros en la cámara de gas de Mauthausen fue en mayo de 1942: murieron doscientos treinta y un prisioneros soviéticos. El médico del campo pidió luego a Berlín un “camión móvil de gas” para aumentar el número de víctimas. Los camiones de gas eran vehículos con cabinas que podían ser selladas, y con caños que llevaban a su interior los gases de combustión: sólo había que poner en marcha el vehículo, cargados de prisioneros. Miles de prisioneros soviéticos y de reclusos enfermos murieron de esa forma en la primavera de 1942. Los “camiones de gas” eran fabricados por el Instituto Técnico Criminal de la Oficina de Policía Criminal del Reich.
Ziereis estuvo al frente de Mauthausen hasta su liberación por las tropas americanas. Intentó huir entonces, con su mujer y su hijo a la montaña Phyrn, en la Alta Austria. Seguido por las tropas aliadas, intentó seguir su escape disfrazado de tirolés, pero fue descubierto y herido en un tiroteo con sus perseguidores. Murió al día siguiente, 24 de mayo de 1945. Su cadáver fue colgado por los sobrevivientes en una verja del campo de Gusen I.
Los experimentos médicos, importados de Dachau, convirtieron a Mauthausen en una exaltación del espanto. Para hallar nuevos tratamientos de las infecciones provocadas por heridas de guerra, los médicos del campo tomaron a prisioneros sanos y les inyectaron, vía intramuscular o intravenosa, pus de personas enfermas. Se prohibió tratarlos durante tres días, hasta que aparecieron inflamaciones serias y, en algunos casos, septicemia.
El que sigue es el testimonio del doctor Franz Blaha en Núremberg, en enero de 1946: “A la mitad se le dio tratamiento químico con píldoras especiales y líquido cada diez minutos durante veinticuatro horas. A los demás, los trataron con sulfamida y cirugía. En algunos casos se amputaron todos los miembros. Mis autopsias pusieron al descubierto, además, que el tratamiento químico había sido perjudicial y que incluso había perforado la pared del estómago. Para estos estudios se utilizaban normalmente sacerdotes polacos, checos y holandeses. El dolor era intenso en estos experimentos. Casi todas las seiscientas u ochocientas personas que se utilizaron, acabaron por morir: los supervivientes, que quedaron inválidos, al final fueron ejecutados”.
Otra fijación de los SS, y del nazismo, era la piel humana. Mauthausen no escapó a ese espanto. Desollar a los presos muertos era práctica corriente, según el médico Blaha, así lo narró en Núremberg, la piel del pecho y la espalda eran las preferidas por los SS: se trataban con químicos y se ponían a secar al sol: “Luego se cortaba según la utilidad que fuera a tener: para sillas de montar, polainas, guantes, zapatillas de alcoba o bolsos de señora”. Los hombres de las SS valoraban la piel tatuada. Para estos fines se usaba a rusos, polacos y otros reclusos: estaba prohibido desollar alemanes”.
Pese al afán nazi, no siempre la piel de aquellos condenados reunía las condiciones exigida por aquellas bestias asesinas. Narró Blaha: “Nos decían: ‘Muy bien, recibirán cadáveres’. Al día siguiente llegaban veinte o treinta muertos jóvenes: les habían disparado en la nuca o golpeado en la cabeza para que la piel quedara intacta. También nos pedían a menudo cráneos, o esqueletos de prisioneros. En esos casos hervíamos el cráneo o el cuerpo, retirábamos las partes blandas y los huesos se trataban con un agente blanqueado, se secaban y se volvían a unir. Los de las SS nos decían: ‘Procuren que los cráneos tengan buena dentadura’. Así que era muy peligroso tener buena piel y buenos dientes”.
El 5 de mayo de 1945, con Alemania destruida y derrotada, a punto de firmar la capitulación incondicional, el sargento Albert J. Kosiek, al mando de un pelotón de reconocimiento integrado por veintitrés hombres de la Undécima División Acorazada del ejército americano, que viajaban en cuatro jeeps y tres vehículos blindados, se topó en su camino con una escena fantasmal. Su misión era la de explorar un puente cercano, librarlo de enemigos, si los había, y garantizar el paso del resto de las tropas, pero dio con “unas personas delgadas, vestidas con harapos, que parecían estar en grandes jaulas”. Había hallado el campo de Gusen III, uno de los centros de reclusión aledaños a Mauthausen, a veinte kilómetros de la idílica Linz.
Kosiek, conmovido por las escenas de alegría desatadas en el campo a su llegada, tuvo que convencer a sus superiores de desviarse de su camino y liberar a aquellos prisioneros, porque el terrible comandante Ziereis estaba dispuesto a cumplir las órdenes de Himmler: encerrarlos a todos en una cueva cercana y volar luego la cueva. Así fue cómo los americanos liberaron Mauthausen, porque un sargento nacido en Chicago se atrevió a desafiar las órdenes del inefable general George Patton.
Y así fue cómo los liberadores americanos encontraron a su llegada al espanto una gran pancarta extendida a lo largo del muro de piedra de la entrada, escrita en español. Nadie entendió nada, pero Mauthausen era libre.
Hoy es un museo destinado a recordar lo que es imposible olvidar.
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