En la mañana del 28 de mayo de 1940, Winston Churchill (1874–1965) llegó a la Cámara de los Comunes, analizó en su despacho, ante 25 ministros y consejeros, la marcha de la guerra. “Después añadí, con toda tranquilidad, que, por supuesto, independientemente de lo que pasara en Dunkerque, seguiríamos luchando”, recordó en sus memorias: seis volúmenes que ganarían el premio Nobel de Literatura en 1953.
Casi todos se levantaron, gritaron “¡bravo!” y le palmearon la espalda. Sobre ese instante, escribió: “No dudo de que si hubiera titubeado, me habrían expulsado de mi cargo”. Y a partir de ese punto nació una de las mayores hazañas –leyendas, para ser más justo– de la Segunda Guerra Mundial.
En mayo de 1940, la máquina bélica del Tercer Reich avanzaba frenéticamente. Ocupada Polonia el primero de septiembre del 39, todo el campo era susceptible de más invasiones.
La blitzkrieg (guerra relámpago de aviones y tanques) había aplastado el 10 de mayo a Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia con 141 divisiones, 14 mil cañones, 2.550 tanques y 4.020 aviones. La resistencia no fue poca: las fuerzas aliadas, sumada Inglaterra, alcanzaban esas cifras, sin embargo, en menos de un mes, la blitzkrieg, por su mortífera velocidad, quebró todas las barreras defensivas en la llamada “La batalla por Francia”.
El alto mando británico debía evitar una orgía de sangre y para eso ordenó el repliegue de sus casi 400 mil hombres que luchaban en tierra francesa, que se refugiaban y quedaban acorralados en el bolsón de mar que rodeaba el puerto de Dunkerque.
Las únicas posibilidades para ellos eran: la evacuación o muerte.
Desde el 20 de mayo, la Corona británica hizo arder sus genes marinos. Todo barco -toda cosa capaz de flotar- fue requisado entre Londres y el sur del país para salvar esas vidas. La cruzada se llamó Operación Dínamo, al mando del almirante Bertram Ramsay, pero inspirada por la férrea decisión del mariscal de campo John Vereker Gort.
“Los oficiales del Almirantazgo, registrando varios astilleros, lograron 40 lanchas a motor, botes salvavidas de los transatlánticos, remolcadores, veleros, barcos y botes pesqueros, y hasta yates –grandes y mínimos– de placer. Todo para salvar a nuestro querido ejército”, narró Churchill.
Así comenzaba a nacer la frase que el primer ministro hizo célebre en septiembre de 1941, después de que los ingleses (y los londinenses, sobre todo) soportaran, día y noche, los letales bombardeos nazis: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”, dedicada a las hazañas de los pilotos de la Corona en la Batalla de Inglaterra.
En total fueron 800 embarcaciones las que partieron hacia Dunkerque el 27 de mayo por la noche. El primer ministro la había bautizado como “La armada mosquito”, por su capacidad para moverse rápido, en silencio, atacar, huir, volver a atacar, enloqueciendo al enemigo.
Esa gesta contó –cuestión polémica– con uno de los tantos errores de Adolf Hitler, que poco o nada tenía de estratega: solo su pavorosa maquinaria bélica y humana.
El 24 de mayo, con las tropas enemigas inermes en Dunkerque, Lille, Boulogne y Callais, en lugar de asestarles el golpe final, le ordenó al general Gerd von Rundstedt, jefe de los vehículos blindados del grupo de ejércitos A de la Wehrmacht (todas las fuerzas unificadas), detener a los tanques panzer en las puertas de Dunkerque. Parálisis casi decisiva para el éxito de la Operación Dínamo.
¿Por qué esa vacilación? Dos teorías se esgrimieron por años. La primera se basa en la bipolaridad de Hitler: ataques de furia seguidos de largas caídas en mutismo, decisiones alocadas, cálculos irracionales sobre su poderío (en especial cerca de la derrota, después del desembarco aliado en Normandía –6 de junio, 1944–). La otra es política: se cree que no quiso humillar a Gran Bretaña para lograr un tratado de paz (versión del mismo von Rundstedt en 1945), ya que no quería enfrentarse a ella…, al parecer porque un consejero le advirtió que atacarla significaría un trágico error: solo había que revisar la historia para comprender el valor y la determinación del viejo león.
El 26 de mayo, a las once de la noche, comenzó la operación Dínamo. Llegó a Dover, desde el continente, el primer grupo de tropas, recibido con un infernal fuego de artillería, bombardeo aéreo, y la metralla en picada de los veloces aviones Stuka.
Miles de soldados ingleses, franceses y belgas formaron una desesperada fila en la playa, esperando ayuda: la evacuación parecía imposible… Para peor, las bombas nazis devastaron el puerto de Dunkerque, solo navegable con marea alta para los 40 destructores y los 130 barcos mercantes y de pasajeros alistados por la Royal Navy para la evacuación.
La Batalla de Dunkerque en sí misma (en la pura acción) duró apenas 10 días: del 26 de mayo al 4 de junio de 1940. Pero sus hechos y su resultado la elevaron al máximo Parnaso de la guerra. Porque en esas 240 horas quedó expuesta toda la materia del horror (aquella última palabra de Kurtz, el terrible personaje de Conrad en su libro El corazón de las tinieblas): la guerra en su total caleidoscopio de locura, coraje, sacrificio, sangre y muerte, crueldad, sadismo…: lo peor y lo mejor de la especie humana.
Un resultado en el que nadie en Inglaterra creyó, y que rozó el milagro: más de 200 mil soldados británicos y más de 100 mil de sus pares franceses y belgas que nunca vieron a la muerte tan cerca, regresaron a sus tierras y a sus casas.
El 4 de junio, final de la epopeya, Churchill le habló a toda la nación con un doble mensaje: “Las guerras no se ganan con evacuaciones. Seguiremos hasta el final. Lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y océanos, lucharemos cada vez con más confianza y más fuerza en el aire, defenderemos nuestra isla sea cual fuere el precio a pagar. Lucharemos en las playas, lucharemos en los campos de desembarco, lucharemos en las calles, lucharemos en las colinas… ¡nunca nos rendiremos!”.
Antes, el primer día de junio, en su editorial, el The New York Times dijo: “Mientras la lengua inglesa sobreviva, la palabra Dunkerque será reverenciada. Gran Bretaña fue golpeada pero nunca conquistada. Siempre tendrá un esplendor para enfrentarse al enemigo: la luz brillante de los hombres libres que Hitler no ha podido conquistar. El milagro de Dunkerque levantó el espíritu nacional”.
“Sin aquel repliegue hubiera sido imposible que Inglaterra ganara la guerra. En Dunkerque, Churchill ganó tiempo para el mundo” (Nick Hewitt, historiador inglés)
El 7 de diciembre de 1941, el imperio de Japón atacó por sorpresa la base naval norteamericana de Pearl Harbor. Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial. En los días del final, Churchill admitió que sin ese aliado la victoria habría sido imposible.
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