Saskia Sassen tenía solo diez años cuando los domingos de 1957 su padre le pedía que le abriera la puerta a ese hombre de gesto adusto vestido de sobretodo y sombrero negro. En una habitación de su casa de Florida, al norte del conurbano bonaerense, se encerraban a hablar durante horas con otros hombres de talante rígido y vestimenta oscura. Su padre era holandés de nacimiento, periodista de vocación, devenido actor. Se llamaba Willem Sassen y se había alistado para ser voluntario del ejército alemán en 1941, tras la invasión del régimen nazi a la Unión Soviética. Se convirtió en un reportero de guerra de las SS y en un propagandista de las leyes de Núremberg, el soporte legal del Holocausto. Lo siguió haciendo, doce años después del final de la Segunda Guerra Mundial y en Argentina.
Saskia Sassen tenía solo un año cuando su familia se radicó en el país. Tenía ya edad adulta -y era, a su vez, una declarada comunista y reconocida intelectual de izquierda- cuando supo que ese hombre que visitaba asiduamente a su padre y con quien charlaba con la puerta cerrada y el grabador (magnetófono en la época) encendido, era Ricardo Klement, la verdadera identidad de Adolf Eichmann, el criminal de guerra nazi, el arquitecto del Holocausto, el burócrata que organizó el traslado de prisioneros y la logística para la masacre, el ideólogo de la “solución final”, el encargado de cumplir el deseo de Adolf Hitler de dejar libre de judíos los territorios del Tercer Reich.
En esas entrevistas desde el exilio y cobijado por la calidez de los nazis recluidos en Argentina, Eichmann no escondió su rancia visión: “Si de los 10,3 millones de judíos hubiéramos matado a 10,3 millones, me sentiría satisfecho y podría decir: ‘Dios, hemos destruido al enemigo’”. No claudicaba ni esbozaba ni una pizca de arrepentimiento. Mantuvo imperturbable las consignas de su plan de exterminio, su frío programa de aniquilación racial.
La filósofa alemana Bettina Stangneth le contó a la publicación digital Chronicle que Willem Sassen había escrito un libro negacionista del Holocausto en el que, además, relativizaba las responsabilidades de los criminales nazis como Eichmann. Por eso Eichmann dijo lo que dijo en esos domingos de 1957: estaba seguro, tranquilo y en confianza. Había reconstruido su vida. Lejos había quedado ese 5 de mayo de 1945, cuatro días después de conocido el suicidio de Hitler y a dos de la rendición alemana, en el que ordenó destruir la documentación de su oficina, se quitó su uniforme, se vistió de civil y huyó en su auto del campo de concentración de Terezin. Ya no se hacía llamar Adolf Eichmann. Sería Adolf Barth durante tres días. Sería Otto Eckmann en un campo de prisioneros de Weiden Oberpfalz. Sería Otto Henninger, un campesino famélico, nómada, escondido en recovecos del norte de Alemania. Sería Ricardo Klement en su huida a Italia, en su ruta de las ratas, en la documentación que le suministró la Cruz Roja y la comunidad religiosa de Roma, en su viaje hacia la Argentina, la última máscara de Adolf Eichmann, antes de ser capturado por el Mossad.
Al periodista holandés le hablaba como quien en verdad era: el jerarca nazi encargado de los “asuntos judíos”. Setenta horas de conversación quedaron grabadas por los equipos de Willem Sassen, quien oía con fascinación la doctrina y la retórica de Eichmann. Pudo haber sido un codicioso que vio, tres años después, la oportunidad de monetizar información clasificada. Lo hizo sin confesar las formas: argumentó que lo había encontrado de casualidad en un bar en vez de reconocer que había organizado visitas periódicas en su casa. Le vendió parte de sus diálogos a la revista Life cuando ya la suerte de Adolf Eichmann era cosa juzgada. Pudo haber sido, también, un periodista decente: esas cintas llegaron misteriosamente a Gideon Hausner, fiscal en el procesamiento del nazi, semanas antes de que inicie un juicio histórico en Tel Aviv.
Habían pasado cuatro minutos de las ocho de la noche del 11 de mayo de 1960 cuando el colectivo 203 se detuvo en la parada. Era el último interno que los agentes iban a esperar. Estaban distribuidos en dos autos negros, distanciados por algunos metros. Uno de ellos tenía el capot levantado. Simulaban un desperfecto técnico. No querían despertar sospechas. Llevaban casi media hora esperándolo y estaban por abortar la misión. A las 19:40 pasó el primer colectivo, puntual. El objetivo nunca se había demorado en regresar a su casa hasta ese miércoles 11 de mayo de 1960. Pasaron otras dos unidades y el hombre que vigilaban no llegaba. El cuarto 203 frenó a las 20:04 en una esquina de la ruta 202, en la localidad de San Fernando, provincia de Buenos Aires. Él descendió por la puerta trasera, prendió la linterna y caminó por la calle Garibaldi en dirección a su hogar.
Peter Malkin, el agente del Mossad, lo había practicado cientos de veces. Corrió hacia él y desde atrás lo embistió. Lo redujo, lo inmovilizó. Resultó una caza fácil. Le costó creer que ese anciano decrépito, avejentado, que caminaba lento esquivando la oscuridad en la intemperie del tercer cordón del conurbano bonaerense y que ahora temblaba temeroso suplicando clemencia había sido un criminal de masas, el artífice de la “solución final”, el arquitecto del Holocausto. La presa: Ricardo Klement, en verdad Adolf Eichmann, culpable de seis millones de muertes.
Tenía 54 años y estaba en manos del servicio de inteligencia del flamante estado de Israel. Lo mantuvieron en cautiverio doce días en una quinta en la localidad de San Miguel, cerca de la ruta 197. Consistió en una fase compleja de la operación: mantener el ocultamiento del cautivo, no levantar sospechas y coordinar el viaje para complacer el pedido del primer ministro, David Ben Gurión. Había exigido: “Deben traerlo vivo y en perfecto estado. Será el primer nazi juzgado en Israel”. Eichmann viajó finalmente el 23 de mayo en condición ilegal y de manera clandestina a Israel, infiltrado en el vuelo de regreso que había transportado días antes a una delegación de estudiantes que habían arribado al país con la excusa de acompañar las celebraciones por los 150 años de la Revolución de Mayo. Ese mismo 23 de mayo de 1960, Ben Gurión anunció en el parlamento que Eichmann había sido capturado y estaba siendo llevado a Israel. Su mensaje sorprendió a todos, incluso a Willem Sassen.
El primer día de junio de 1962 murió en la horca. Durante el juicio oral y público por sus crímenes en los tribunales de Tel Aviv había esgrimido una suerte de “obediencia debida”. Dijo que había sido el ejecutor de órdenes superiores y que no tenía nada en contra de los judíos. “No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el Gobierno quien lo hizo. La persecución, por otra parte, solo podía decidirla un Gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia”, recitó, textual. Sus pedidos de clemencia fueron rechazados. Él rechazó la lectura de la biblia y la capucha para taparle el rostro. Solo aceptó una botella de vino como última voluntad. Sus últimas palabras antes de su ejecución fueron: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! ¡Nunca las olvidaré!”.
De las setenta horas de grabación que disponía el archivo de Willem Sassen, no fueron necesarios ni un segundo para juzgarlo, aunque hayan estado a disposición del fiscal Gideon Hausner. Durante décadas se creyó que esos audios se habían perdido. No: estaban ocultos en un depósito en Alemania, según informó la agencia de noticias ANSA. Solo se pudieron recuperar 17 horas de esos diálogos en el archivo que desde 1990 está abierto a los investigadores y que se estrenarán en el documental The Devil’s Confessions: Eichmann’s Last Records (Las confesiones del diablo: las cintas perdidas de Eichmann), de Yariv Mozer, que inaugurará el Festival Internacional de Cine Documental Docaviv, el 26 de mayo en Tel Aviv.
“Durante el juicio, Eichmann trató de convencerse de que solo era un burócrata que cumplía órdenes, pero en las transcripciones, se encontró a Eichmann jactándose y orgulloso de su importante papel en la planificación y ejecución de la ‘Solución final’. Por primera vez, confrontaremos a Eichmann consigo mismo a todo color, revelando los factores y motivos ocultos que lograron ocultar estas grabaciones”, expresó el documentalista que promete en 108 minutos enseñar la voz macabra del cerebro del Holocausto.
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