¿Cómo alguien se convierte en un monstruo? ¿En qué momento se pierde todo prurito? ¿Cómo Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, el que dirigió la mayor fábrica de muerte creada por el hombre pudo tener en algún momento una vocación religiosa, una voluntad por servir y ayudar a los demás? ¿Se trató sólo de una mentira? ¿O hubo algún desvío en el camino? Lo cierto es que ese adolescente (que se veía como piadoso) se convirtió tres décadas después en un asesino de masas.
Rudolf Höss había nacido en 1901. Su padre era estricto y creyente. Estaba destinado a ingresar al seminario. Sería sacerdote. Así lo había dispuesto su familia. “Mi vocación parecía trazada de antemano, pues mi padre había hecho la promesa de que yo entraría en la vida religiosa. Toda mi educación estaba fundada sobre la realización de ese juramento. Una atmósfera profundamente religiosa reinaba en mi familia. Mi padre estaba fanáticamente ligado a la iglesia católica”, escribió Höss en sus memorias, Yo, comandante de Auschwitz. “Yo me veía como misionero en algún lugar del África central”, agrega.
Höss, muchos años después y ya con un pie en el patíbulo, describe al joven que fue como alguien muy piadoso, que siempre cumplía con los deberes religiosos, monaguillo permanente y con una gran fe. Se veía como alguien consagrado a los demás, con vocación de servicio. A veces al recorrer las primeras páginas de sus memorias, el lector se siente tentado a releer esos párrafos intentando encontrar sarcasmo o cinismo en sus palabras. Pero no, no hay nada de eso.
Según su versión el episodio que torció ese rumbo que parecía inexorable tuvo lugar cuando tenía 13 años. Que en su escuela, en medio de una pelea, empujó a otro chico escaleras abajo. El joven se rompió el tobillo en la caída. Él confesó su culpa ante el cura. Y no contó nada en su casa. Pero el domingo a la salida de misa, el padre de Höss le dio una paliza a su hijo y lo castigó severamente. Höss se dio cuenta que el sacerdote había violado el secreto de confesión. Según él ese episodio bastó para que su destino se modificara.
Lo cierto es que al año siguiente su padre murió repentinamente y él, mintiendo su edad, ingresó en el ejército alemán. La Primera Guerra Mundial había estallado. Su juventud no obstó a que su actuación fuera valerosa y recibiera varios reconocimientos. Se desempeñó en regimientos destinados en Palestina y el norte de África. Cuando a esas tierras lejanas llegaron noticias del armisticio y de la derrota alemana, junto a varios de sus compañeros, decidieron no resignarse a ser apresados por los ingleses. Emprendieron un improbable retorno a su casa que llevó varios meses, implicó numerosos desvíos -pasaron un tiempo inaudito en Rumania, por ejemplo- y muchísimos peligros. Todavía no había cumplido 18 años pero Rudolf Höss ya había sufrido lo suficiente.
En 1923 con uno de los líderes de su grupo, Heinrich Himmler, ejecutaron un plan para asesinar a un profesor que según ellos había delatado a un resistente alemán. Höss fue el brazo ejecutor. A esa altura ya nada quedaba del hombre piadoso que alguna vez entrevió ser en su juventud. Era implacable, frío y ambicioso. La policía descubrió que fue el autor. Lo detuvieron, lo juzgaron y lo encontraron culpable de homicidio. Recibió una pena de 10 años de prisión. Pero en 1928 se benefició de una amnistía general. A principios de la siguiente década se afilió al partido nazi. Y con su decisión y obediencia fue ascendiendo en la jerarquía interna. Himmler, ya muy cercano a Hitler, recordaba viejos tiempos y valoraba su lealtad. En 1934, y ya siendo miembro activo de las SS, lo nombraron Blockführer en el Campo de Dachau. Eso significaba que estaba a cargo de una barraca con varios centenares de detenidos. Allí permaneció tres años, hasta que fue destinado a Sachsenhausen. Se trató de un ascenso. Era el segundo en la jerarquía del campo. Tenía poder decisión y lo ejercía. Un par de años después fue nombrado Comandante de Auschwitz. El ascenso fue veloz y él estaba dispuesto a no defraudar a sus superiores.
Hizo todo el cursus honorum en la pirámide de los campos de concentración.
En el medio conoció a Hedwig Hensel y se casó. Tuvieron cinco hijos. Tres varones y dos mujeres. Una de ellas, Briggitte, llegó a ser modelo de Balenciaga y varias décadas después contó la historia de su padre y del peso de vivir escapando al pasado.
En 1940, siete años después de la apertura de Dachau, el primer campo de concentración, se pondría en funcionamiento otro de los tantos lagers que el Tercer Reich desparramó por todo el territorio que iba ocupando. En un lugar alejado de poblados, una especie de descampado gigante con unas pocas y vetustas instalaciones. Auschwitz. Puso a su cargo a Rudolf Höss, un arribista, un ambicioso que no conocía límites. En poco tiempo las instalaciones se multiplicarían. Los detenidos empezarían a llegar sin cesar. Y las muertes a producirse de una manera brutal y cotidiana.
Apenas recibió la noticia de su nuevo nombramiento, el orgullo invadió a Höss. Era, sin dudas, un ascenso. Pero también un desafío. Montar un campo de concentración no era tarea para cualquiera. Si a Rudolf Höss, flamante comandante a cargo de Auschwitz, le hubieran dado a elegir, habría elegido un terreno pelado, vacío de toda edificación, empezar de cero. Aquí debía acondicionar barracas abandonadas, graneros deteriorados y caballerizas con las estructuras en estado de putrefacción. El trabajo de poner en marcha esas instalaciones derruidas sería mayor.
Pocos días después de recibir el nombramiento llegó a su nuevo destino laboral. Era el 4 de mayo de 1940. Con él arribaron otros oficiales de bajo rango. Pidió más colaboradores pero se los negaron. La guerra exigía todos los recursos posibles. Debía arreglárselas con lo que tenía a mano. Höss estaba disconforme con su segundo y con el intendente del campo. Pero esa falta de acuerdo entre ellos, las diferencias, no eran algo casual. Estaban calculadas en el diseñado imaginado desde la cúpula de Reich. Ese odio, esa bronca solapada aseguraban una paridad en las voluntades a cargo de la conducción. De esa manera, unos se controlaban a otros, la desconfianza y ese equilibrio de diferencias, le aseguraban a sus superiores enterarse de las cosas importantes; todos estaban dispuestos a traicionar al otro. Y el recelo mutuo y persistente evitaba que se relajaran. El plan criminal necesitaba que todos estuviesen alertas.
El 20 de mayo de 1940 llegaron los primeros prisioneros. Tan solo treinta. Delincuentes comunes, gente de avería que, ante la falta de recursos, la dirección de campos le enviaba a Höss para que se pusieran a sus órdenes. La mayoría eran alemanes. Nada nuevo. Era un modelo que provenía de otros establecimientos.
Esos treinta serían los primeros Kapos, los que siendo prisioneros sojuzgarían al resto de los prisioneros, los que descargaron su sadismo y cuota de poder sobre otros de su misma condición. Los Kapos, una institución que sería vital en Auschwitz, debían mantener la disciplina y asegurarse de exprimir a los prisioneros a su cargo. Los oficiales nazis les imponían la obligación de que la gente a su cargo tuviera una determinada capacidad de trabajo, una productividad.
Los treinta prisioneros pioneros de Auschwitz ejercieron esa cuota de autoridad, inestable y aplicada contra alguien infinitamente debilitado, que les otorgaba el poder nazi en la primera ocasión que tuvieron. El primer contingente de prisioneros, 728 polacos que arribaron el 14 de junio, provocaron el ascenso inmediato de esos treinta delincuentes. Casi todos los recién llegados eran jóvenes acusados de subversión, de llevar adelante acciones anti alemanas. En minutos la ropa que traían se cubrió de su propia sangre. El recibimiento fue un buen anticipo de lo que les esperaba.
El lugar crecía a medida de la demanda. El orgullo de Höss era conseguir que su campo fuera el más grande, el que mejor satisficiera los deseos del Führer. Al año y medio de su apertura ya era el principal campo de concentración. Había modificado su fin inicial tal como afirma Nikolaus Wachsmann en su monumental Una historia de los campos de concentración nazis: “Hoy, Auschwitz es sinónimo de Holocausto, pero en sus orígenes se construyó para imponer el dominio alemán sobre Polonia”
Höss transformó a Auschwitz en un gigantesco conglomerado de muerte. Fue conocido como el Animal de Auschwitz.
Contó que su preocupación era conseguir que el campo fuera eficiente y que no sucedieran las injusticias que él había presenciado en otros. Lo cierto es que extendió las instalaciones, profundizó el trabajo esclavo (eso era lo que convertía a Auschwitz en eficaz) y eliminó con velocidad a los que no eran aptos para esas labores.
Auschwitz pasó a tener tres grandes zonas: el campo de trabajo esclavo, la parte administrativa y el campo de exterminio, en el que quien entraba era asesinado en cuestión de horas.
En 1941 lo llamaron desde Berlín y le confiaron confidencialmente que Hitler había ordenado la Solución Final, el exterminio total de los judíos. Él lo que hizo fue intentar optimizar los recursos para llevar eso a cabo. Cómo matar más gente en el menor tiempo posible. Así fue probando diferentes métodos. Desde los fusilamientos masivos hasta el gas Zyklon B.
La utilización de ese gas fue idea de un subalterno suyo, Karl Fritsz. Höss tomó la decisión de ponerla en práctica y se vanaglorió de ello. “Desde que las víctimas morían en las cámaras de gas, la vida en el campo cambió: ya no teníamos que soportar esos terribles baños de sangre que provocaban los fusilamientos”, escribió.
A fines de 1943 todo cambió para él. Los Aliados avanzaban, Alemania se desmoronaba y las denuncias sobre su persona se amontonaban en los escritorios de los jerarcas nazis. Una de ellas decía que había embarazado a una de las detenidas, a Eleonore Hodys, y que al enterarse de la situación, la destinó a un calabozo oscuro y de una estrechez tal que en él sólo se podía permanecer de pie. Unas semanas después, la mujer había perdido el embarazo.
Varias de esas historias y sospechas de corrupción hicieron que fuera corrido de su cargo. Lo destinaron a un puesto administrativo en la dirección general de campos de concentración. Pero pocos meses después, pasada la tormenta de alguna interna que lo perjudicó, lo volvieron a convocar y fue puesto una vez más al frente de Auschwitz. Una tarea especial y horrorosa le esperaba. Debía liquidar en tiempo récord una carga (porque eso eran para él las personas que arribaban a su lager) voluminosa. Le encomendaron exterminar a 450 mil húngaros. La prolijidad, eficacia e impiedad de Höss volvió a relucir. Se la llamó La Operación Höss. La matanza fue de tal calibre que los enormes crematorios no alcanzaban.
Otra vez debieron apilar cuerpos en las fosas comunes. “Matar a la gente no era problema. Podíamos eliminar más o menos a dos mil por hora. Pero la cremación era más lenta y trabajosa. Ese inconveniente nunca lo pudimos resolver”.
Él fue también el que ordenó la Marcha de la Muerte. Ante la proximidad del ejército soviético, dispuso la retirada a pie de decenas de miles de prisioneros que ya no tenían fuerzas, ni siquiera estaban provistos de abrigo, que eran un muestrario de enfermedades. Los expuso al frío, al hambre. Los condenó a una muerte segura y dolorosa. Y aquel que flaqueaba, que tropezaba y no se podía levantar, ordenó que fuera ultimado de un disparo para que el ejemplo cundiera.
Mientras tanto, Höss pensaba en cómo fugarse. Sabía que de ser apresado su futuro sería escaso. Primero se disfrazó de miembro de la Armada de su país, luego en ciudadano común y finalmente en campesino. Logró estar prófugo más de un año. Llegó a creer que ya no lo encontrarían.
Se comunicaba cada tanto con su familia. Cuando todo estuviera más tranquilo ansiaba juntarse con su esposa y sus cinco hijos. Siempre se vanaglorió de ser un hombre de familia, de dejar los problemas del trabajo fuera de su casa (aunque su última casa familiar estuviera dentro del complejo de Auschwitz).
Una tarde una patrulla aliada golpeó a la puerta de su casa familiar. Preguntó por su paradero. Ni su esposa ni sus hijos respondieron. Golpearon a los hijos varones y amenazaron con entregárselos a las autoridades soviéticas, que sin dudas los enviarían a Siberia. La madre decidió proteger a sus hijos y les brindó el paradero de su esposo.
Rudolf Höss creyó, durante unos largos meses, que saldría impune. Que el pasado no lo alcanzaría. En el campo, en medio de las labores que había aprendido dos décadas antes, supuso que el resto de su vida, las siguientes décadas las pasaría labrando la tierra o en algún lejano país de Sudamérica. Pero una patrulla de soldados aliados lo despertó una madrugada a los empujones. El trato no fue amable. Él se hizo el sorprendido. Intentó pretender que no entendía de qué le estaban hablando. Cuando le preguntaron cómo se llamaba, respondió con firmeza, con naturalidad: Franz Lang. Y se señaló las ropas de labriego que tenía puestas. Gritos, empujones, amenazas.
Hanns Andersen, quien estaba a cargo de la patrulla, lo conminó a que se quitara el anillo de bodas de su dedo anular. El hombre se negó. El oficial inglés le dijo que si él no se lo quitaba, no iba a tener ningún prurito en cortarle el dedo. En la parte interior del anillo de oro estaba grabado su nombre verdadero, el de su esposa y la fecha del casamiento. Varios soldados de origen judío de la patrulla empezaron a atacar al flamante prisionero. Recibió una feroz golpiza que el oficial a cargo detuvo antes de que las consecuencias fueran peores. Rudolf Höss, el Comandante de Auschwitz, el Animal de Auschwitz, sería juzgado por un tribunal.
Fue uno de los acusados en los Juicios de Nüremberg. Puso en marcha su táctica defensiva, la misma que emplearía en el proceso en su contra. Sólo cumplía órdenes emanadas de los altos mandos. Él con su propias manos jamás había matado a nadie, sostenía. En un momento uno de los fiscales dijo que en su campo de concentración habían asesinado a más de tres millones y medio de personas. Rudolf Höss lo interrumpió, con algo de indignación, pero sin levantar la voz: “Sólo fueron dos millones y medio. El resto murió por enfermedades o por el hambre”.
Allí, en Auschwitz, en el lugar en que desplegó sus crímenes, fue sentenciado a muerte. El 16 de abril de 1947 se cumplió la condena.
Cuatro soldados polacos lo acompañaron hasta la horca. No se escuchaba ninguna palabra. Höss caminaba entre los soldados. Una chaqueta de fieltro con los botones mal abrochados morigeraba el frío. Los brazos detrás de la espalda con las muñecas atadas. La mandíbula apretada, el pelo prolijamente ordenado, la mirada vacía.
El verdugo actuó con decisión. Le puso una capucha y lo hizo subir al banquito rústico pero sólido. Mientras el ejecutor manipulaba la soga, un cura salesiano inició una oración.
Rudolf Höss movía los labios pero la su voz era inaudible. Cuando el verdugo sacó el banquito y se abrió la trampa bajo los pies de Höss (el estruendo de la madera, un quejido ahogado, el crujido de algo quebrándose) y su cuerpo quedó colgando inerte, algunos de los presentes se persignó. Por más asco y odio que ese hombre les provocara, la escena los impresionó. Contrariamente a lo que habían supuesto, no disfrutan el momento. Un hombre ha muerto.
Mientras el verdugo iniciaba las tareas para bajar el cadáver -eso también le corresponde: aunque el condenado ya no pueda verlo, sigue con la capucha puesta-, el cura, en tono monocorde y sin rastros de dolor en su voz, lee un responso.
En ese momento alguien se da cuenta de que la horca en la que Höss fue colgado había sido construida, unos años antes, por orden suya.
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