La primavera se anunciaba luminosa a fines de marzo de 1953 cuando el nuevo inquilino tomó posesión de la casa del número 10 de Rillington Place, en Nothing Hill, Londres. Su nuevo hogar estaba en buenas condiciones, pero a su gusto necesitaba algunas reformas y puso manos a la obra. Quería hacerlas pronto para mudarse con su familia a la que pensaba como la casa de sus sueños.
Tres días después, exactamente el 24 de marzo, esos sueños se convirtieron en una pesadilla. El momento justo fue cuando, al revisar las instalaciones de la cocina, descubrió un hueco en la pared, disimulado por el empapelado. Arrancó el papel, iluminó el agujero y retrocedió espantado: allí había un bulto envuelto en una sábana blanca de la que asomaba un pie. Un pie de mujer, con las uñas pintadas.
No quiso ver más. Salió de la casa, cerró la puerta con llave y caminó como un poseso los doscientos metros que lo separaban de la comisaría. Media hora más tarde, los policías que lo acompañaron de regreso descubrieron que el pobre hombre se había quedado corto: no era un cadáver, eran tres. En el mismo agujero había otras dos mujeres muertas.
Al día siguiente la suma siguió creciendo. Encontraron otros dos cadáveres enterrados en el jardín de la casa y uno más debajo de las tablas del suelo de la habitación principal. El último fue el primero que los policías pudieron identificar: pertenecía a la señora Ethel Christie, la esposa del anterior inquilino de la casa.
Los azorados vecinos no podían creer que ese cincuentón alto, amable y atildado, de voz suave y hablar pausado era un asesino en serie. “Era el hombre más elegante de la calle, el más inteligente. Era alguien que inspiraba respeto”, lo describió Patricia Pichler, que vivía en la casa lindera.
Para entonces, John Christie, el asesino, ya tenía orden de captura y lo buscaban por toda la ciudad.
La policía no tardaría en descubrir que “El Estrangulador de Rillington Place” –como pronto lo bautizarían en los diarios británicos– había cometido otros cuatro asesinatos y, lo peor de todo, que un hombre inocente había sido condenado a muerte y ejecutado por dos de sus crímenes después de un juicio en el que fue el testigo decisivo.
“Reggie no puede”
John Reginald Christie nació el 8 de abril de 1899 en Halifax, Nueva Escocia. Fue un chico querido por su madre y sus seis hermanos, pero maltratado por un padre autoritario que le exigía más de lo que podía y le hizo sentir su desprecio.
Así y todo, fue un buen estudiante y, para satisfacer a su progenitor, en la adolescencia se sumó a los boy scouts donde trató de sobresalir sin éxito.
Esa etapa de su vida lo marcó para siempre. Los tiempos de las primeras experiencias sexuales fueron nefastos para Reggie, como lo llamaban. Luego de una visita con sus amigos a una “casa de tolerancia”, éstos se enteraron allí mismo de que no había logrado la erección indispensable para demostrar su virilidad y se empezaron a burlar de su impotencia. No pasaba un día sin que le gritaran en público: “Reggie no puede”.
Quizás en busca de alguna admiración, a los 17 años empezó a trabajar como oficinista en la policía local con la ilusión de llegar a vestir el uniforme. No duró mucho porque lo descubrieron robando dinero de sus compañeros. Fue despedido y -sobre llovido, mojado- su padre lo echó de la casa apenas se enteró.
Se salvó de dormir a la intemperie porque decidió enrolarse en el Ejército y se presentó en el cuartel más cercano. La Primera Guerra Mundial transitaba su último año y Christie fue destinado al frente como encargado de señales. Llevaba pocos días ahí cuando fue hospitalizado luego de un ataque con gas mostaza. Le dieron la baja y una pensión por incapacidad.
Matrimonio a los tumbos
La vida de John Christie –había logrado que ya nadie lo llamara “Reggie”, un apodo que lo hacía sufrir– pareció enderezarse por un tiempo cuando conoció a Ethel Waddington, una chica de 22 años oriunda de Sheffield, con la que se casó el10 de mayo de 1920, después de un noviazgo breve.
La luna de miel no duró mucho porque John rara vez podía superar su impotencia, casi siempre fracasaba. Ethel, por su parte, no era demasiado discreta con su frustración. Los amigos de la pareja supieron muy pronto lo que pasaba y John vio como el viejo “Reggie no puede” de sus antiguos compañeros de colegio se transformaba en comentarios como: “Con John podés dejar tranquilo a tu mujer, nunca va a pasar nada”.
Por esa misma época, John Christie encontró una fantasía para derrotar sus episodios casi continuos de impotencia. Descubrió que si durante el acto sexual jugaba a estrangular a su pareja la cosa funcionaba. Ethel no quiso saber nada de eso, así que buscó prostitutas que se prestaran al juego.
El matrimonio siguió a los tumbos durante cuatro años, hasta que Ethel lo abandonó y volvió con sus padres, mientras que John fue a probar suerte a Londres.
De cárcel en cárcel
En la capital inglesa anduvo de trabajo en trabajo, viviendo en pensiones cuando no caía preso por delitos menores y dormía en la cárcel.
Fue condenado a tres meses de prisión el 12 de abril de 1921, por robo de giros postales, cuando trabajaba en el correo; a otros nueve meses, que cumplió en la prisión de Uxbridge, en septiembre de 1924, por robo; a seis meses de trabajos forzados en mayo de 1929 por haber agredido a una prostituta en mientras practicaba su fantasía de estrangulamiento y, por último, a tres meses de detención en 1933 por haber robado el automóvil de un sacerdote que, además, era su amigo.
John Christie llevaba nueve años separado de Ethel cuando terminó de cumplir esta última condena. Al salir de la cárcel, le escribió pidiéndole que viajara a Londres y volviera a vivir con él. Contra todo pronóstico, ella aceptó.
Para reiniciar su vida en común alquilaron la casa del número 10 de Rillington Place. Poco después, con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, John consiguió trabajo como policía sin que, en esos tiempos vertiginosos, nadie se preocupara por investigar su pasado criminal. Lo destinaron a la comisaría londinense de Harrow Road.
Dos estranguladas
John Christie cometió su primer asesinato en agosto de 1943, cuando Ethel decidió viajar unos días a la casa de sus padres en Sheffield. Para entonces, el matrimonio llevaba años sin sexo, con Ethel resignada y John practicando sus fantasías con prostitutas.
El policía Christie conoció a Ruth Fuerst, de 17 años, mientras investigaba un robo. La chica, una refugiada austríaca que trabajaba en una fábrica de municiones, completaba sus ingresos ofreciendo sus servicios como prostituta en un bar de Ladbroke Grove. No desconfió cuando el uniformado la invitó a su casa a tener sexo después de tomar el té.
Años más tarde, frente al tribunal, John Christie confesó que estaba practicando con Ruth su fantasía de estrangulamiento habitual pero que se le fue la mano. Cuando comprobó que la chica estaba muerta, la enterró en el jardín trasero de la casa. Dijo también que la experiencia le gustó más que ninguna otra.
Después de ese primer crimen, Christie renunció a la policía para trabajar en la fábrica de radios Acton, al oeste de Londres. Un nuevo viaje de Ethel a la casa de sus padres le dio la oportunidad de cometer su segundo crimen. Ya sabía que no quería jugar más a los falsos estrangulamientos, desde el principio pensó en matar.
La víctima se llamaba Muriel Amelia Eady, una compañera de trabajo de 31 años a la que invitó a tomar el té a su casa con la excusa de que tenía una “mezcla especial” que al ser inhalada la ayudaría a combatir una bronquitis crónica que sufría.
Muriel debía inhalar la mezcla de un frasco con un tubo insertado en la parte superior. La mezcla era en realidad un remedio bálsamo de fraile, que no curaba nada, pero serviría para disimular el olor del gas con que John pensaba dormirla. Sin desconfiar, la mujer se sentó en un sillón y empezó a inhalar del tubo que Christie le acercó a la nariz. Se desmayó en segundos.
Christie la cargó hasta su cama, donde la violó y la estranguló. El cuerpo de Muriel fue a parar también al jardín trasero de Rillington Place, enterrado a poca distancia de los restos de Ruth Fuerst.
Eran tiempos de guerra y la policía no puso mucha energía en investigar el paradero de dos mujeres desaparecidas.
Doble crimen con chivo expiatorio
John Christie llevaba casi cinco años sin matar cuando conoció a Tim y Beryl Evans. La pareja se había casado en 1947 y Beryl estaba embarazada de Geraldine, que nació en abril de 1948, pocos días después de instalarse como inquilinos en el primer piso de la casa del número 10 de Rillington Place.
No sabían –en realidad nadie lo sospechaba– que ese hombre alto y elegante que les alquilaba la parte superior de la vivienda tenía ya dos muertes en su haber.
A fines de 1949. Beryl quedó embarazada de nuevo, pero no quería tener otro hijo. La joven pareja no sabía dónde podían conseguir que se hiciera el aborto, por eso vieron a Christie como una tabla de salvación cuando les dijo que sabía hacerlo.
El “doctor John” practicó la intervención y Beryl murió en el trance. Para entonces, Tim se había ido de la casa a emborracharse en un pub. Cuando regresó no sólo encontró que su mujer había muerto en la operación, sino que también Geraldine, la hija de un año, tampoco respiraba.
Borracho, fue a la comisaría a denunciar las muertes y acusar a Christie. La policía fue a la casa de Rillington Place y en una primera búsqueda no dio con los cuerpos. Sólo después, cuando examinaron a fondo la casa, encontraron los cuerpos de Beryl y Geraldine escondidos en un bajomesada de la cocina y un feto masculino de 16 semanas en un baño al aire libre que había en el fondo de la vivienda.
La autopsia reveló que tanto la madre como la hija habían sido estranguladas y que Beryl había sido agredida físicamente antes de su muerte. Al principio, Evans afirmó que Christie había matado a su esposa en una operación fallida de aborto, pero el durísimo interrogatorio policial –que desconfiaba del padre borracho– lo hizo confesar los crímenes que no había cometido.
El 11 de enero de 1950, Tim Evans fue llevado a juicio por el asesinato de su hija, ya que la fiscalía decidió no perseguir un segundo cargo de asesinato de su esposa. Christie fue un testigo principal del proceso: negó las acusaciones de Evans y dio pruebas detalladas sobre las disputas entre Tim y su esposa muerta.
Condenado a muerte, Tim Evans fue ejecutado en la horca el 9 de marzo de 1950 en el patio de la prisión de Pentonville.
Estrangulador en serie
La siguiente víctima de Christie fue su propia esposa, a quien estranguló el 14 de diciembre de 1952 para “controlarle” un ataque de tos. Empezó masajeándole el cuello para calmar el acceso y terminó estrangulándola.
En su diario, conocido durante el juicio, Christie escribió que no podía hacer nada para devolverle la respiración, por lo que decidió dar fin a su desgracia de la manera menos dolorosa. Ethel Christie murió en su cama por estrangulación. “Durante dos días dejé el cadáver de mi esposa en la cama y luego quité las tablas del suelo del cuarto principal y la enterré”.
Cuando los vecinos le preguntaron por ella, contestó que estaba en Sheffield visitando a sus padres.
En los tres meses que siguieron al asesinato de Ethel, John Christie dejó el trabajo, vendió casi todos los muebles de la casa y cometió sus tres últimos asesinatos por estrangulamiento. Los cuerpos de las tres mujeres –cuyos nombres siguen siendo un misterio– fueron a parar el hueco de la pared de la cocina.
Después de cometer el último, a mediados de marzo de 1953, Christie entregó las llaves de la casa al dueño para dar por terminado el alquiler del número 10 de Rillington Place.
El estrangulador en serie fue capturado un día después de que el nuevo inquilino de la casa descubriera los primeros tres cadáveres.
El juicio fue rápido y terminó con una condena a muerte. Christie admitió sus crímenes, aunque nunca confesó el asesinato de la pequeña Geraldine.
El Estrangulador de Rillington Place fue ejecutado en la horca –es decir, estrangulado con una soga- el 15 de julio de 1953, en el patio de la prisión de Pentonville, el mismo donde tres años antes había sido ahorcado Tim Evans, su chivo expiatorio de las muertes de Beryl y la pequeña Geraldine.
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