Sobrevivir a un cáncer raro y con pocas probabilidades de cura sin dejar de trabajar jamás; perder un riñón y parte de una pierna; atravesar un aborto para salvar su vida mientras hacía quimioterapia; ser abusada por un hermano médico que, como último acto para someterla, se suicidó calculando un error que hizo necesario que fuera su víctima quien lo desconectara para terminar de morir; perder a un amigo en un tiroteo y recoger ella misma sus restos del lugar del hecho para cumplir con una tradición religiosa; sufrir estrés post traumático. Cualquiera que haya visto al menos una temporada de Grey’s Anatomy, el drama médico que desde su estreno, en marzo de 2005, lleva un récord de dieciocho temporadas al aire y catapultó a la fama mundial a su creadora, Shonda Rimes, y a estrellas como Patrick Dempsey, Sandra Oh y Ellen Pompeo, sabe que nada de lo que le pasó a la guionista Elisabeth Finch es demasiado para un solo personaje.
La serie más longeva y popular de ABC se caracteriza por rozar la tragedia siempre al borde de lo inverosímil. Basta con pensar en la historia de su protagonista, Meredith Grey, que además de asistir al intento de suicidio de su madre con Alzheimer y perder en forma trágica a su marido, a su hermana y a su mejor amigo, estuvo ella misma el borde de la muerte en por lo menos una decena de oportunidades; la última vez, en coma durante casi una temporada por las secuelas del Covid.
Por eso, cuando Elisabeth Finch contó en primera persona -y en un tono emotivo, pero valiente y empoderado- en la revista Elle su batalla contra el condrosarcoma –un tipo fatal de cáncer de huesos– además de contra el machismo y la falsa superioridad de algunos médicos, y dijo haberla librado sin dejar nunca de trabajar en los libretos de Vampires Diaries, se convirtió en una candidata natural para sumarse al equipo de guión de Shondaland, la productora de Grey’s Anatomy.
“Cuando desafié las órdenes del Dr. Críptico para que me tomara una licencia indefinida en el trabajo -pensaba que la quimioterapia requería mi atención completa-, dudó de mi compromiso para curarme -describió la mujer a la que entonces llamaban en broma Chica Vampiro en la columna de Elle que ahora fue levantada junto a todas sus colaboraciones-. Veía los cortes de edición de los productores bajo una nube de Demerol y mejoraba los diálogos sobre híbridos de lobos y vampiros con un drenaje en la columna. Sí, pesaba ocho kilos menos, estaba pelada y vomitaba sin parar, pero seguía viviendo sola. Igual de testaruda que siempre”.
Así llegó a su primera entrevista con Shonda Rhimes, completamente pelada, con un pañuelo en la cabeza y una gruesa capa de maquillaje que intentaba cubrir el color verde amarillento de su piel. Era 2014 y la showrunner más influyente de las últimas dos décadas, el cerebro detrás de series como Private Practice, Scandal y Bridgerton, estaba a punto de ser engañada por una mitómana tan astuta como Anna Delvey, la socialité que estafó a la alta sociedad neoyorquina y que Rhimes retrató en otra producción de su autoría: el reciente éxito de Netflix Inventing Anna. Conmovida ante su fortaleza y su voluntad de trabajo, no dudó en contratarla desde la décima temporada de Grey’s.
Ahora una investigación del medio especializado The Ankler que acaba de ampliar Vanity Fair en dos extensos reportajes publicados la semana pasada revela que la guionista que decía jugarse su historia personal en el arco dramático de personajes como la doctora Catherine Avery –que lucha valientemente contra un condrosarcoma sin ceder su cargo al frente de la Fundación con su nombre– o Jo Wilson –que escapa en secreto de la violencia de género–, mintió desde el primer momento y sobre cada uno de sus múltiples calvarios. Finchie, como fue bautizada cariñosamente en las oficinas de Shondaland, había guionado su propia vida, y para hacerlo fue fiel a su otro apodo: vampirizó a cada una de las personas que la rodeaban.
Según revelaron ambas publicaciones, Disney, que produce la serie a través de ABC Signature, investigó a Finch hasta fines de marzo pasado, cuando la guionista presentó su renuncia en medio de un escándalo. Sus compañeros habían comenzado a sospechar de inconsistencias en sus relatos que cobraron fuerza cuando se filtraron acusaciones de su ex mujer, la enfermera Jennifer Beyer, durante su divorcio.
Beyer, una enfermera que sufrió estrés post traumático tras ser abusada por su ex marido durante años, y a la que Finch conoció en un centro psiquiátrico de Arizona en el que decía haberse internado para lidiar con las secuelas psicológicas de haber perdido a un íntimo amigo en la masacre de la Sinagoga de Pittsburg Tree of Life, fue quien envió en febrero un mail a Rhimes advirtiéndole de las mentiras de su empleada. Había llegado el momento de ponerle punto final a su espiral mitómana.
Hasta entonces, más cerca de un personaje de Ryan Murphy que de la factoría de Shonda, Finchie se había servido incluso de los avatares de su esposa para aportarle drama a su tranquila vida de hija de familia judía tipo de New Jersey. Tenía una madre, un padre y un hermano amorosos, un pasado de buena alumna en el colegio Cherry Hill y muchos amigos que la apreciaban por su humor y su inteligencia. A los 44 años, había seguido una carrera que disfrutaba y logrado el trabajo de sus sueños. Es difícil saber qué la impulsó originalmente a mentir ni cómo esas mentiras terminaron por avanzar sobre toda su historia hasta convertirla en una completa fachada.
Pero sus colegas, que de acuerdo con Vanity Fair hoy se niegan a pensar en los motivos que la llevaron a hacer lo que hizo para evitar exculparla, saben que cada engaño sobre sus supuestas desventuras le sirvió para conseguir, primero, el trabajo con el que soñaba, y después, una serie de prebendas cotidianas: de una silla especial para combatir sus supuestos dolores, a permisos indiscriminados para ausentarse del estudio.
Pero, sobre todo, en una cultura que premia el sufrimiento y la victimización, sus miserias inventadas le otorgaban una inapelable superioridad moral. A Finch se la escuchaba con paciencia, porque cada vez podía ser la última. Sus textos se respetaban al pie de la letra, porque nadie estaba en condiciones de ponerse realmente en el lugar de una enferma con pronóstico reservado, ni de una víctima de estrés post traumático y de abuso sexual.
“Soy la única en el equipo de guionistas de Grey’s Anatomy –una serie comprometida abiertamente con la búsqueda de diversidad antes de que eso fuera un requisito de rigor en Hollywood– que se identifica a sí misma como discapacitada”, escribió por ejemplo en una columna para el medio especializado The Hollywood Reporter. Para Finchie, cada uno de sus padecimientos era algo monetizable en términos de imagen personal.
La guionista sostuvo su personaje como la mejor de las actrices: llegaba habitualmente a su oficina con un pañuelo en la cabeza, usaba parches para cubrir las marcas de la quimioterapia, y hasta se la escuchaba vomitar en el baño. Una y otra vez, se negaba estoicamente a retirarse del trabajo: “Déjenme quedarme una hora más, me hace bien”, repetía. En 2017, la trama se complejizó: dijo necesitar un trasplante de riñón y alquiló una casa cerca de la Clínica Mayo. Solía subir fotos a su Instagram desde la puerta, pero nunca se dejaba acompañar a los tratamientos por su familia ni por sus amigos. Decía que no quería que la recordaran enferma.
En octubre del año siguiente, las mentiras sobre el cáncer dieron paso a un nuevo engaño cuando once personas fueron asesinadas y otras siete resultaron heridas en uno de los mayores atentados contra la colectividad judía en los Estados Unidos. Finchie aseguró entonces que uno de los muertos era su mejor amigo e inventó que había ayudado a limpiar la sinagoga de Pittsburgh tras el ataque. Según aseguraba, ella misma había sido víctima del antisemitismo en su propia casa, donde un acosador le dejaba notas violentas en la puerta de su casa de Santa Monica.
El engaño, según descubrieron más tarde sus colegas, coincidía con un giro en la trama de la serie, donde Jo Wilson se internaba en una clínica de rehabilitación. Ahora que la propia Finch decía padecer estrés post traumático, aumentaban sus chances para liderar la escritura del arco de Jo, porque la sala de guionistas le daba prioridad a quienes habían tenido experiencias similares a los de la ficción. Y Finchie las tenía todas. ¿Era poco creíble que todo le ocurriera siempre a ella? Puede ser, pero no menos que cualquier capítulo de Grey’s.
Así fue como Finch llegó al psiquiátrico de Arizona en el que conoció a Beyer. Era ella la verdadera víctima del abuso sistemático de su marido y, a medida que se hicieron más íntimas, le fue contando cada detalle de su drama, que Finchie hizo propio no sólo desde la empatía, sino tomando esa historia como si fuera la suya. En la clínica, en la que la guionista se registró con el nombre de Jo, recordó que ella misma había sido abusada brutalmente por su hermano Eric durante años. Y cuando, meses después de salir, Beyer la llamó llorando para contarle que su ex marido se había suicidado, también incorporó ese detalle a su trama personal.
Por entonces, mientras volaba a Kansas para acompañar a quien ya era su novia y a sus hijos, de los que se volvió cada vez más cercana –al punto en que comenzaron a llamarla “mamá Jo”–, confió por mail a sus compañeros en la productora que su hermano abusador se había suicidado. “Estuvo con asistencia mecánica por poco tiempo, pero no sobrevivió –decía su mensaje, en el que borraba cualquier rasgo de victimismo–. No soy una flor delicada ni nada de eso. Sólo quiero que sepan que estoy acá y soy parte del equipo. Intenté mantenerme en pie después del tiroteo, pero reconozco que necesito tomarme más tiempo para procesar todo”.
De eso habló en una entrevista para Self sobre el proceso de escritura del giro dramático en el personaje de Jo Wilson: “Viví un trauma muy específico cuando perdí a un amigo en el tiroteo de la sinagoga de Pittsburgh el año pasado. No me di cuenta cuando estaba haciendo terapia por eso de que también estaba haciendo investigación para Grey’s Anatomy”.
En esa nota, también contó que el episodio de la temporada 16 en el que Jo entraba en rehabilitación se llamaba Breathe Again porque ella misma escuchaba esa canción de Sara Bareilles antes y después de cada sesión de la terapia que había hecho para superar su trauma. Tanto se había consustanciado con la historia, que aún puede vérsela en un cameo vestida de enfermera en un capítulo de la temporada anterior, Silent all these years, cuando la llegada de un paciente con estrés post traumático obligaba a Wilson a enfrentar sus propios fantasmas del pasado.
Fue Beyer la que se dio cuenta de que algo no cerraba, poco antes de casarse con Finch en marzo de 2020, aunque al principio desoyó las alarmas. También a ella le mentía todo el tiempo, a veces sin razón aparente. En la trama de su relación, el hermano de la guionista estaba vivo, pero era una amenaza constante. La invitaba a quedarse en casa de la actriz Anna Paquin –de quien Finch realmente se hizo amiga– y le decía que la mitad era suya; o volaba con ella a Hawaii aprovechando un viaje de trabajo que no existía, mientras avisaba a sus colegas que tenía que ir a encontrarse de urgencia con el bebé ilegítimo de su hermano muerto y su madre filipina.
Hasta que en la Navidad de 2019, Finchie, ya comprometida con Beyer, fue a Kansas ver una obra de teatro en la que actuaba el mayor de los hijos de su novia. En medio del festejo familiar posterior, la guionista se quejó de un fuerte dolor abdominal. Decía que podían ser cálculos en los riñones. Aunque Finch se resistió, Beyer la acompañó a la guardia del hospital más cercano. Tuvo que ser Beyer la que le explicó al médico que su novia tenía cáncer y estaba en tratamiento. También que sólo tenía un riñón.
“Vamos a la máquina de la verdad”, dijo el doctor antes de someterla a una tomografía computada. Con los resultados en mano, le preguntó a Beyer si estaban casadas. Después le aseguró que los riñones de quien pronto se convertiría en su mujer estaban en perfectas condiciones. Pero cuando Beyer confrontó a Finch, ella le dijo que el médico seguro se refería a su riñón sano y se quejó de que no reparara en su dolor.
En febrero de 2020, Beyer y Finchie se casaron en la playa, en Palos Verdes, y la familia se instaló en Kansas, con el plan de mudarse pronto a Los Ángeles. Los primeros meses de su matrimonio coincidieron con el principio de la pandemia. En Shondaland, la producción estaba especialmente preocupada por la posibilidad de que los chicos contagiaran a Finchie, a quien creían una persona de riesgo. Fueron meses de tensión permanente: con el asesinato de George Floyd y el aniversario de la falsa muerte de su hermano, Finch aseguraba encontrar disparadores para su estrés en todas partes.
Cada vez con más dudas, Beyer decidió revisar la cuenta de Facebook de su esposa. Cuando llegó al 27 de octubre de 2018, la fecha del tiroteo, descubrió que Finch había salido ese día y el siguiente, cuando en vez de estar limpiando la sinagoga como había contado hasta a la prensa, posteaba fotos de un encuentro con amigos. A medida que seguía scrolleando, las mentiras se hacían más evidentes.
Cuando vio las fotos de Finchie pelada, notó de inmediato que no había perdido ni las cejas ni las pestañas, algo que en su experiencia como enfermera la delataba: sabía que los pacientes de quimioterapia no pierden el pelo en forma selectiva. También le vio los vendajes sobre las supuestas cicatrices de los tratamientos, pero ella conocía su cuerpo más que nadie y jamás le había visto ninguna marca. La venda ni siquiera parecía profesional: así como estaba puesta era una puerta abierta para cualquier infección.
Beyer hizo un plan para confrontarla de manera suave y amorosa; de a poco. Una mañana le dijo que le gustaría saber qué medicamentos le estaban dando. Se lo había preguntado antes, pero Finchie siempre respondía que los interrogatorios le recordaban a su hermano abusador. Esa mañana, sin embargo, según la investigación de Vanity Fair, la guionista accedió a enumerarlos. Al escuchar el nombre de una de las drogas, Beyer supo enseguida que era imposible que realmente estuviera tomándola: era demasiado tóxica, y más para alguien que tenía un solo riñón.
Más tarde escucharía una primera confesión de su mujer: dijo que, si bien había tenido cáncer, estaba curada. Y que la atención y el cariño que había recibido mientras estaba enferma eran tantos, que fingió que seguía en tratamiento. Fue entonces cuando Beyer la confrontó también con cada uno de los cabos sueltos que había logrado atar en esos días: “Si tuviste cáncer, ¿dónde está tu cicatriz por la quimio?” La guionista no supo qué responder. Cuando finalmente Finch admitió sus mentiras, lo hizo sin que le temblara el pulso.
La enfermera intentó contarle todo a sus amigos, pero fue inútil: seguían viendo a la guionista exitosa y rica como su salvadora. Después de todo, gracias a ella había podido salir adelante de su trauma y cuidar de sus hijos, que además la trataban como a una segunda madre. Lo intentó también con su terapeuta de la clínica, pero descubrió que Finch ya la había contratado antes para que trabajara con ella. “No sólo le había robado los detalles de su vida, sino la confianza de sus amigos y hasta a su analista”, escribe Eugenia Peretz, la periodista que hizo la investigación para Vanity Fair.
Con el tiempo, convenció a Finch de que hablara con sus amigos en una especie de tour confesional. Quería quedarse con ella, pero con la verdad. La guionista llegó a decirles a varios que no estaba enferma, ni había perdido a un amigo en el atentado antisemita de Pittsburg, ni había tenido que someterse a un aborto para salvar su vida. Pero sostuvo hasta el final de su matrimonio que el disparador de su necesidad de atención eran los abusos que había sufrido por parte de su hermano. Cuando Beyer le exigió que hablara con sus padres, fueron ellos los que le exigieron que dijera la verdad sobre Eric.
Sólo cuando los rumores llegaron al estudio, Finchie anunció que se divorciaría. Podía resolver de alguna manera la cuestión en su vida personal, pero no había forma de salir airosa en el trabajo, y el trabajo era realmente todo para ella. Beyer apenas pudo pedirle que fuera honesta con sus hijos para que no se pusieran de su lado. En febrero, alguien del círculo cercano de la guionista que también había atado cabos, le hizo saber a la enfermera que Finch aseguraba que Eric se había suicidado de la misma manera que su ex marido, en esos mismos días en que los consolaba a ella y a sus hijos. Fue la gota que rebalsó el vaso y la que la decidió a escribirle a Shonda Rhimes: “Por favor haga que Finch deje de contar sus historias, porque son las historias de otros sobrevivientes”.
Poco después, Disney comenzó una investigación, y los colegas de Finchie en la sala de guionistas terminaron de descubrir la trama. Además de mentirles durante años, había dejado pistas cada vez. Hasta en el título del capítulo en el que la doctora Avery se enteraba que tenía un condrosarcoma: Anybody Have a Map? era también el nombre de una canción del musical Dear Evan Hansen, sobre una mentirosa compulsiva.
En la declaración pública que envió su abogado -el mismo que representa a los actores Armie Hammer y Chris Noth- a los principales medios de la industria el 31 de marzo último, Finch dice que “Grey’s Anatomy es una familia brillante y de gran corazón. Con todo lo difícil que es tomarme un tiempo ahora, sé que es más importante que me enfoque en mi familia y mi salud”. No aclara si habla de su salud física o mental, pero asegura que está “inmensamente agradecida con Disney, ABC y Shondaland por apoyarla en este momento difícil”. Por primera vez, es un momento de dificultad real entre tantos inventados.
Podría ser la trama de una serie, de cualquier otra serie que no se haya escrito durante las últimas ocho temporadas con la sangre de las víctimas del engaño de un guionista vampírica. Sólo que en este drama, cualquier parecido con la realidad, además de no ser mera coincidencia, también parece ser ficción.
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