Enrique VIII la vio por primera vez en 1526. El rey creyó que no sería difícil seducir a la hermana de quien había sido una de sus tantas amantes. Acostumbrado a levantarle las faldas a las señoritas del séquito de la reina, primero pretendió conquistarla por el impulso de un capricho. Ella mantuvo una prudente distancia y él terminó prendado de su belleza y de su intensa personalidad. Y de ahí en más, Ana Bolena se transformó en una obsesión.
Había nacido en cuna noble por 1507 en el condado de Norfolk, hija de Tomas Bullen y de Isabel. Ya de muy niña acompañó a la princesa María, hermana de Enrique VIII, cuando fue a Paris a casarse con Luis XII. Cuando éste murió, Ana quedó como dama de honor de la reina Claudia, esposa de Francisco I y luego permaneció al servicio de la duquesa de Alenzon, hermana del rey de Francia.
En aquellos tiempos su padre era embajador de Inglaterra a París y cuando regresó se trajo a su hija, quien se incorporó como dama de honor en la corte de Catalina de Aragón, la primera esposa del rey Enrique VIII.
Catalina era la hija menor de los Reyes Católicos. Había estado casada con Arturo, el Príncipe de Gales, hermano del futuro rey Enrique VIII. Cuando el hombre murió, fue el propio monarca inglés que propuso que su otro hijo se casase -dispensa papal mediante- con la cuñada viuda. Si bien el muchacho no quería saber nada con el matrimonio y menos unirse a alguien que le llevaba diez años, aceptó lo dispuesto por su padre, que hasta se lo hizo jurar en su lecho de muerte.
El 22 de abril de 1509, a los 18 años subió al trono y el 11 de junio se casó con Catalina de Aragón.
Enrique estaba obsesionado por tener un heredero. En 1510 había nacido una niña muerta, al año siguiente un niño que solo vivió 7 meses, al que habían bautizado con el nombre de Enrique; en 1513 otro bebé muerto y otro al siguiente. En 1516 tuvieron una niña, Mary; en 1517 la reina sufrió algunos abortos y en 1519 otra criatura nació sin vida.
Para el rey era claro: era objeto de una maldición y de un castigo de Dios. Además, sostenía que su mujer Catalina, de 41 años, había fallado.
En ese momento se fijó en Ana, esa chica de 19 años, de largos cabellos negros, ojos grandes y oscuros. Él contaba con 35 años.
Ella estuvo un año manteniéndolo a raya. El, sabiendo que el hijo y heredero del duque de Northumberland le pediría la mano, se desesperó: “Yo os ruego encarecidamente me digáis cuáles son vuestras intenciones respecto al amor que existe entre los dos. Esta incertidumbre me ha privado últimamente del placer de llamaros dueña mía, ya que no me profesáis más que un cariño común y corriente…” La chica no sabía qué hacer.
Ella, que dejó Londres hasta que se aclarase la situación, le hizo saber que tendría su corazón cuando él fuera completamente libre. Enrique se alarmó cuando en el verano de 1528 le hicieron saber que Ana fue uno de los 40 mil ingleses que se contagiaron del “mal del sudor”, una enfermedad que podía ser confundida por una gripe.
Para el rey la solución era sencilla. Debía conseguir la aprobación de la iglesia para poder divorciarse. El 5 de mayo los cardenales Thomas Wolsey y William Warham, arzobispo de Canterbury, elaboraron el sumario para ser elevado al Vaticano. Por su parte, sin consultar, el rey envió un emisario para hablar con el Papa, sin resultados concretos.
Mientras tanto, la reina Catalina no se quedó quieta. A pesar que su marido le había sugerido que se estableciera en un lugar alejado de la corte, le escribió a su sobrino Carlos V para que el Papa, que había sido su preceptor, no concediese el divorcio, como efectivamente terminó ocurriendo.
Enrique estalló y más aún cuando su canciller el cardenal Wolsey dio a entender que también se oponía al divorcio. Desde ese momento cortó las relaciones con la iglesia de Roma, expropió sus bienes y cortó los aportes que la corte inglesa le giraba. El Sumo Pontífice lo amenazó con excomulgarlo. Y Enrique se hizo nombrar por la Cámara de los Lores jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, dando origen a la iglesia anglicana.
Cuando finalmente lograron el divorcio, quedó establecido que Catalina nunca había estado casada y que María, heredera al trono de Inglaterra, era una hija ilegítima.
El 25 de enero de 1533 se casó con Ana Bolena. El 7 de septiembre dio a luz a una niña. Se llamaría Isabel, como sus dos abuelas. Para Enrique VIII fue una terrible decepción, ya que esperaba un varón. Un año después, Ana tuvo un parto prematuro y la criatura nació muerta. Para entonces, la pasión ya había terminado.
Ana no le daba un heredero varón. “Fui seducido, obligado a contraer este matrimonio, hechizado por alguna brujería y, por eso, Dios no permite que tenga hijos varones. Por eso también necesito casarme de nuevo”, se justificó el monarca.
Y la historia se repetiría. Entre las damas de honor de Ana, se encontraba Jane Seymour, cuatro años más joven que su esposa. Como había ocurrido con Ana, se había enamorado de ella. Y como había ocurrido con Catalina, necesitaba nuevamente divorciarse.
Era 1536 y Ana estaba prácticamente abandonada por su marido. El 7 de enero de ese año moría Catalina de Aragón y ese mismo día Ana tuvo un aborto de un hijo varón.
Al rey le quedaba un camino: armarle una contundente acusación a su esposa, que fuera encontrada culpable de adulterio y traición y que, según lo establecían las leyes inglesas, fuera ejecutada. Así tendría el camino libre para casarse nuevamente.
Mientras cabalgaba con Harry Norris, uno de sus más cercanos servidores, el rey lo acusó de haber cometido adulterio con la mismísima reina. Lo negó rotundamente. Fue detenido junto al músico de la corte Mark Smeaton, un joven apuesto de 23 años que bailaba muy bien, hijo de un carpintero y de una costurera; Francis Weaston, que había empezado en la corte como paje y terminó siendo un amigo cercano de Enrique y William Brereton, hijo de un terrateniente y también del círculo íntimo del rey.
También fue detenido George Boleyn, hermano de Ana, acusado de mantener una relación incestuosa.
Ana, encerrada en la Torre de Londres, en los mismos aposentos que el rey había hecho acondicionar tres años antes para su coronación, recibió la orden de comparecer ante Norfolk, Fitzwilliam, Paulet y otros miembros del Consejo, en Greenwich. La sesión la presidió el tío de la acusada. Le informaron que se preparase a ir a la Torre porque Norris, Smeaton y Brereton habían confesado haber cometido adulterio con ella.
También enfrentaría el cargo de alta traición por conspirar contra el rey, ya que le habían escuchado decir con frecuencia que “se casaría con cualquiera de ellos en el momento en que muriera el rey”.
Cuando Ana quiso responder los cargos, su tío hizo un ademán de que guardase silencio.
El 5 de mayo todo Londres sabía que la reina estaba detenida. Ana, que la cuidaban cuatro mujeres, no sabía que se tomaba nota de todos sus comentarios y que se los llevaban a Thomas Cromwell, secretario de Estado.
De la desesperación inicial, la mujer se fue serenando: “Yo creo que el rey hace esto para probarme”, repetía.
El 12 de mayo un juzgado establecido en Westminster decidió que Ana y su hermano serían juzgados en la Torre por 26 pares del reino. Salvo un joven abogado, llamado Buckley, que se había pronunciado por la inocencia de la mujer, todos la condenaban.
En las sesiones secretas del tribunal, se especificaron las fechas de los adulterios: uno, un mes después del nacimiento de la princesa Isabel y el otro un mes antes de uno de sus partos. También se dieron precisos detalles del momento en que se daría muerte al rey. Ella enfrentó inconmovible los cargos. Su actitud y semblante hizo que a los presentes les resultase difícil encontrarla culpable.
Se la llevó a otra sala y entró su hermano George Boleyn. Se lo acusaba de haber estado solo con su hermana en sus aposentos en una ocasión, y además debía defenderse del cargo de traición por haberse burlado del rey con una frase tan hiriente que nadie se atrevió a pronunciarla, sino que se escribió en un papel. Cuando el joven se defendió tan inteligentemente, no hubo más remedio que leerla en voz alta: “Enrique no podía tener relaciones con su mujer, por ser impotente”.
Smeaton, el único que habría sido torturado, se confesó culpable de adulterio. Su confesión fue un escándalo solo por el hecho de que la reina hubiese intimado con un hombre de una condición social más baja. Los otros tres, Norris, Weaston y Brereton lo negaron: los cuatro fueron condenados a muerte. El hermano, al verse acorralado, pidió permiso para declararse culpable y evitar así la confiscación de sus bienes.
El cadalso había sido armado al pie de la ventana de la habitación donde la mantenían encerrada. El 17 de mayo de 1536 los hombres, vestidos con camisas blancas, fueron ejecutados.
Hubo una insinuación en que se la dejaría ir a Amberes. Sin embargo, se fijó su ejecución para el 18 de mayo. Ana pidió que no lo hiciera el verdugo ordinario, usando un hacha, sino que se encargase alguien hábil con la espada.
El rey cedió al pedido, y debieron ir a Calais a buscar a esa persona, y por ello se retrasó la ejecución. Ese 18, Ana se despertó, tomó la comunión y juró por la salvación de su alma que no había sido nunca infiel al rey. Su carcelero le informó de la postergación. “Lo siento mucho, porque yo pensaba que los dolores de mi muerte pasarían hoy”, se lamentó.
El hombre trató de tranquilizarla, le dijo que era solo un instante, que no sentiría nada. “Me han dicho que el ejecutor es muy hábil, y yo tengo la garganta tan pequeña…” dijo, riendo, mientras se pasaba su mano por el cuello.
La ejecución fue finalmente el 19. Fue en la Torre Verde, donde comparecieron a la pena capital tres reinas, dos lores y dos ladies: todos perdieron sus cabezas por traidores. La base del cadalso estaba rodeada de paja y fue construida de tal modo que no se veía desde fuera. A los miembros de la nobleza se le otorgaba el privilegio de ser ejecutados sin la presencia del pueblo.
Ana caminó junto a sus cuatro acompañantes. Vestía un traje escotado de damasco gris, guarnecido de piel y una enagua roja; su cabeza estaba cubierta con una toca bordada con perlas y una redecilla que le sujetaba los cabellos.
Cuando subió al cadalso, dijo que no era momento de hablar, sino de morir. El propio monarca había indicado que no se la dejase decir mucho. Lo que murmuró después casi no se escuchó. Miró hacia atrás y pidió que rogasen por el rey, que era bueno. Encomendó su alma a Dios y pidió a todos que la perdonasen.
Se arrodilló. Una de las acompañantes le vendó los ojos. El verdugo fingió pedirle la espada a su ayudante, para distraerla y mientras ella repetía “Dios mío, tened piedad de mi…”, un certero golpe de la espada de dos filos la decapitó. La cabeza rodó entre la paja. Las mujeres que la acompañaban colocaron el cuerpo y la cabeza en una caja usada para guardar flechas, y la llevaron a la tumba ocupada por su hermano en la capilla real San Pedro ad Vincula, de la Torre. Dejó a una niña de tres años.
A las 9 un cañonazo retumbó en todo Londres. Era la señal de que la pena había sido cumplida. Al rey no pareció haberlo afectado la noticia.
El 30 de mayo el rey se casó por tercera vez con Jane Seymour en el Palacio de York. Lo haría otras tres más. Sus futuras esposas, Ana de Cleves, Catalina Howard y Catalina Parr sufrirían en carne propia lo que significaba estar casada con Enrique VIII, el despiadado monarca que siempre soñó con un heredero varón.
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