Bajo los focos –una luz cegadora– sufre, uno a uno, los pinchazos de esa aguja eléctrica que fulminará los negros pelos de su frente. Esa frente demasiado estrecha para los rígidos cánones de Hollywood 1936. Ese pelo que nace rebelde y demasiado cerca de las cejas, también tupidas, latinas, mexicanas, indígenas, sobre esa piel cetrina que le legó su padre.
Su padre. Eduardo Cansino. Sevillano. Bailarín. Buscavidas. Que –como tantos– emigró a New York creyendo que la luz de la Estatua de la Libertad iluminaba (siempre) la ruta del dólar.
Necesitaba una mujer, y la encontró. Una antítesis de su sangre: Volga Hayworth, irlandesa, pero también bailarina, una más del coro, pero con la marca de las Follies de Ziegfeld. Una marca registrada.
Imposible saber qué piensa bajo los focos y las dolorosas agujas y la desaparición de su pelo azabache ahora rojo. Pero más tarde, frente al espejo, transformada en una pelirroja fantástica, y bajo la aprobación de su primer marido, un tal Edward Judson, vendedor de autos usados –la tarea más desacreditada y sospechosa de costa a costa–, imagina multitudes adorándola.
Se merece esa fantasía. Porque desde sus trece años ha sido obligada a bailar bajo el peor de los maestros: su padre, que hace pareja con ella en cabarets de mala muerte, le prohíbe llamarlo “papá”, se inscribe en los hoteles como “Mr. and Mrs. Cansino”… y comparte con ella cama y camarín. La viola desde los trece años.
Desde los trece años, sí. Margarita Carmen Cansino Hayworth nació en New York el 17 de octubre de 1918. A los 18 años medía 1,68. Después del doloroso tratamiento, su pelo era una cascada llameante que cubría la espalda de un cuerpo perfecto. ¿Quiso ser bailarina? No. Ya en la cumbre, cuando los reporteros zumbaban a su alrededor, dijo más de una vez:
–Desde que pude tenerme en pie, a los tres años, mi padre me atormentó con sus clases de baile. Ensayar, ensayar, ensayar… No me gustaba, pero no tuve el valor de decírselo.
Tijuana, México, 1935. Padre e hija–falsa esposa están en un club nocturno. Un hombre, desde otra mesa, la mira largamente. Se acerca. Se presenta: “Productor de la Fox”. Y la tienta con todos los frutos del Paraíso:
–Tu serás la nueva Dolores del Río. (Nota: mexicana, 1904–1983, primera de su país que triunfó en Hollywood).
Dicho y hecho. Margarita se acota: Rita. Cansino desaparece detrás del apellido materno: Hayworth. Rompe lanzas con su padre, el gran explotador sevillano… pero en la fuga cae en las redes de Edward Judson, el vendedor de autos: doble fritura en aceite usado…
Sin embargo, el tipejo tiene labia. “Conozco a muchos productores de Hollywood: puedo convertirte en una estrella”. Le lleva más de dos décadas y viene de dos matrimonios. Experiencia suficiente para un timador. Se casa con ella. La obliga a la dolorosa transformación –luces, agujas, tinturas–. Ahuyenta al bailarín sevillano, que pierde a su presa. Le consigue, sí, un mínimo contrato en Columbia, que mucho después sería su sello emblema.
Tiempo después, Rita diría:
–Él me ayudó en mi carrera, y se ayudó a sí mismo con mi dinero, y mis pocas propiedades. En 1942, al divorciarnos, quedé en la ruina.
En 1941, Orson Welles, un hombre de Wisconsin, tenía apenas 26 años pero era ya l´enfant terrible de Hollywood a partir de su obra maestra: Citizen Kane, un film monumental que en más de un sentido trazó un antes y un después en la historia del cine. Y en eso estaba, en sentirse un grande, cuando vio una foto de Rita en la tapa de la revista Life y juró ante testigos que esa mujer sería suya.
Orson era magnético: no necesitó demasiado esfuerzo para seducirla, casarse con ella en 1943 –en Hollywood los llamaron “la bella y el cerebro”–, y les nació una hija: Rebecca.
Pero el gran hombre estaba demasiado ocupado en demasiados proyectos, demasiadas mujeres y demasiado tiempo fuera de casa. La dirigió a desgano en La dama de Shanghai (1947), la llamó “idiota” en una conferencia de prensa. Ese mismo año, llegó el adiós.
Siguió siendo la mujer más deseada, la que todos querían.
El siguiente amor, el que volvería a pinchar la mariposa debajo del vidrio, fue el príncipe, multimillonario, playboy, criador de caballos pura sangre, embajador de Pakistán ante las Naciones Unidas y ciudadano del mundo, Su Alteza Ali Khan. El hombre que haría princesa a la tantas veces desdichada Margarita Cansino.
La ceremonia mereció con justicia el tan trillado título de “La boda del siglo”, lugar común agotado por cuanta revista del corazón pulula en el planeta. Año: 1949. Escenario: la Riviera francesa. Invitados -realeza incluida- cuatro mil quinientos. Podio de los novios: un manto de treinta mil rosas junto a una piscina llena de agua colonia.
Les nació una hija: la princesa Yasmin. Pero Ali era un torbellino incontenible: mujeriego hasta el récord mundial, ludópata capaz de incinerar fortunas en los casinos de la Costa Azul, y ocioso por vocación y profesión. “Un pura sangre que vino a este mundo a veranear”, como lo definió un periodista.
Pero Rita, la maltratada, la malquerida, la estafada por amor, muy buena bailarina, no muy buena actriz, bellísima (acaso la más refulgente de su tiempo), se abrió paso con sangre, sudor, y olvidando las lágrimas. Filmó treinta y siete películas entre la ignota Cruz del Diablo (1934) y La ira de Dios (1972). Pero solo son números, filmografía, helada estadística. Vayamos al meollo, a la grandeza.
Por ejemplo, a aquella Doña Sol de Sangre y arena (1941), que lleva al amor y a la muerte en el ruedo al torero Gallardo (Tyrone Power). Pero más allá de todo… (¡reflectores, música, suspenso!), el instante de epifanía. Guión. Johnny Farrell (Glenn Ford) es un fullero de poca monta que llega a los Estados Unidos desde Buenos Aires. Lo salva de un intento de asalto el dueño de un casino, y lo unge su mano derecha. Johnny descubre que su patrón está casado con Gilda (obvio: Rita H), su antigua amante, a la acabó odiando. Odio y amor: dicotomía que ha derramado mucha sangre.
El final no importa. En todo caso, consiga el film. Pero ella tiene tres escenas memorables. Viva moneda que nunca se volverá a repetir, habría escrito otra vez Federico García Lorca. Primero canta, erotismo puro y mientras baila, Amado mío. Después, Échale la culpa a Mame…, y en ese momento, si ya había asombrado con sus guantes que alcanzaban su línea de llegada algo más arriba de los codos.
Rita empieza, con la cadencia de una lujosa y volcánica desnudista, a quitarse lentamente, muy lentamente, uno de sus guantes. Y Glenn Ford le da vuelta la cara con el cachetazo más famoso de la historia de la pantalla de plata.
Poco importa la verdad: Rita sí bailaba (lo hizo maravillosamente con Fred Astaire, Anthony Quinn, Gene Kelly), pero su voz era de Anita Ellis, una gran profesional.
Gilda fue prohibida en la España del generalísimo Francisco Franco Bahamonde –largo título para mucho más largo horror–, por perentorio pedido de la iglesia católica, que consideró “la escena del guante, gravemente peligrosa”.
Lo demás fue lo de menos. Aunque opulenta y estrella, otros dos fallidos matrimonios –como si quisiera castigarse alguien tan castigada– la acercaron al final.
Sobre todo el del vividor, maltratador y cantante argentino (en ese orden) Dick Haymes, que se casó con ella para eludir la deportación, la usó para lograr contratos, y cerró la patética historia doblándole la cara, en público, de una cachetada: la misérrima contracara de aquella de Glenn Ford…
En cuanto al director de cine James Hill, su último marido, sus abusos la impulsaron al divorcio por “crueldad mental”.
Hill era nadie, pero creyó disimular su mediocridad castigándola física y verbalmenente en público. Charlton Heston fue testigo, y declaró: “Aquella noche en un restaurante de España fue la más vergonzosa de mi vida”.
Entre los amores desdichados, también fueron sus amantes Anthony Quinn, Kirk Douglas, David Niven, y desde luego Glenn Ford.
El derrumbe empezó en 1976 y con una foto que aun estremece si uno tiene suficientes años. Rita Hayworth en el londinense aeropuerto de Heathrow, con aspecto envejecido, tambaleante, irreconocible… cuando apenas rozaba sus setenta años.
En los últimos años, sin trabajo y en la ruina, fue alcohólica, presunta herencia de su madre y precio de su desdicha. Siete años antes de su muerte, sucedida el 14 de mayo de 1987 en New York, a sus sesenta y nueve años, su hija Yasmin presentó pruebas irrefutables de la decadencia y caída de su madre: Alzheimer.
Rita, murió sin saber quién era.
Fue sepultada en el cementerio de Santa Cruz, Culver City: una muerta anónima. Glenn Ford llevó una de las manijas del féretro, acaso con la misma mano de aquella histórica cachetada.
El American Film Institute considera a Rita Hayworth la número 19 en la lista de las 50 estrellas de cine “Más grandes de todos los tiempos”.
*Una versión de este texto de Alfredo Serra se publicó en Infobae en 2017
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