“Suavemente, te dejaré suavemente/ Porque mi corazón se rompería si te despertaras y me vieras partir/ Así que te dejo suavemente, mucho antes de que me extrañes/ Mucho antes de que tus brazos puedan rogarme que me quede/ Por una hora más o un día más/ Después de todos los años, no puedo soportar las lágrimas que caen/ Entonces, suavemente te dejo allí”
Softly, As I Leave You- Frank Siantra
Con esta canción para despedirlo, la familia lo anunció en su página web: Frank Sinatra había muerto a las 10:50 de la noche del 14 de mayo de 1998, en el Centro Médico Cedars-Sinai.
Esa noche, su cuarta esposa Bárbara Marx le había rogado que no la dejara:
–Lucha, Frank. ¡Lucha!Frank
Ella le tomó la mano, le rogó que no se dejara morir. Pero La Voz, solo dijo:
–Estoy perdiendo (I’m losing)
Una línea fatal se trazó sobre los monitores a las once menos diez de la noche. El corazón de Sinatra latió por última vez y se apagó. La pasión y el fuego que alimentaron su vida murieron con él esa noche. Tenía 82 años.
Para honrarlo, las infinitas luces de Las Vegas también se apagaron. La Ciudad del Pecado quedó a oscuras durante diez minutos. El minuto de silencio tradicional se transformó en un minuto donde todas las jugadas de los casinos fueron suspendidas. Fue, acaso, el mejor homenaje para un jugador que quemó hasta su última ficha en todo: juego, amores, música, cine… y que resurgió de sus cenizas cuando parecía que el mundo lo había olvidado.
Voz irrepetible que un crítico definió como “un timbre suavemente dorado, cantando con la música, respirando la melodía, de elegante dicción, sin preciosismos, y un magnetismo único”. Es decir: la perfección. El equivalente, en voz, a una escultura de Miguel Ángel.
Dijo adiós después de grabar más de mil temas y lograr que 130 fueran hits imbatibles, y de deslumbrar como actor –un talento que redondea el genio que fue– no sólo en De aquí a la eternidad, que está en la biblioteca de la Casa Blanca y en el Museo Nacional del Cine: también en dos perlas purísimas: El hombre del brazo de oro y La máscara del dolor. Dos trabajos estremecedores entre las más de cincuenta películas que lo guardan para siempre.
Se retiró en 1995, luego del concierto de despedida, y a los 80 años, en el Shrine de Los Ángeles, y con Ray Charles, Little Richard y Natalie Cole como invitados súper stars.
Un poco antes, el día de su cumpleaños y en su casa, sus amigos le cantaron el Happy birthday. Agradeció conmovido. Pero dijo:
–¡En toda mi vida oí un coro peor!
Según uno de sus infinitos biógrafos (y otros que coinciden), “a pesar de sus muchas historias de amor, sus amigotes, sus juergas hasta la salida del sol, su fama incomparable, su fortuna… Frank Sinatra fue un hombre triste. Sólo era feliz sobre un escenario y micrófono en mano. Al terminar, en su camarín y frente al espejo, se reflejaba la verdad, la melancolía, la soledad”.
Su salud se había ido resquebrajando cuando empezó a manifestar los primeros síntomas de Alzheimer. Algunos afirman que cuando grabó Duets, en 1993, después de diez años de ausencia, ya estaba enfermo. Ninguno de las estrellas que hizo dúo con Sinatra en el álbum –Charles Aznovour, Liza Minelli, Bono, Julio Iglesias, Aretha Franklin, Tony Bennett– lo había visto en persona. Fue solo su voz.
Dos años antes del final, un grave problema cardíaco había obligado una internación de urgencia en Cedars Sinai. Y fue a principios de noviembre de 1996 cuando se lo vio por última vez públicamente en una fiesta benéfica en Los Ángeles. Sus ojos azules, esos que hicieron que el Empire State Building se tiñera de ese color el día de su muerte, mostraban una mirada perdida. Durante todo 1997, Sinatra visitó decenas de veces el centro médico. Su familia había cerrado un estrecho círculo y pocos sabían qué ocurría con su salud. El 22 de abril, un nuevo ataque al corazón, obligó a una nueva internación. Solo unos días antes un fotógrafo le había hecho una foto en el jardín de su casa, la barba larga, el paso lento, caminando del brazo de su esposa.
En ese sombrío día del 14 de mayo de 1998 sus manos huesudas ya están quietas, cuando su entorno -entre lágrimas- comienza a preparar su último viaje. Pero están firmes, como cuando pegaba en su cuarto de Hoboken, barrio bravo de Nueva Jersey, fotos de Bing Crosby, su primer ídolo. O cuando rompían cámaras de fotógrafos “pesados como moscardones”. Más de una vez y por eso, entre rejas… O cuando pasearon por cuerpos bellos, ardientes y célebres: Kim Novak, Lauren Bacall, Natalie Wood, Liz Taylor, Mia Farrow, Nancy Reagan (dicen…), y la máxima, la que bautizó como “El animal más hermoso del mundo”: Ava Gardner. Amor eterno, posible e imposible, profundo y violento, inolvidable para ambos, pero “muy peligroso, porque éramos demasiado parecidos”, dijo ella.
Se casó cuatro veces: Nancy Barbato, Ava Gardner, Mia Farrow y Bárbara Marx. Pero Ava fue la mujer de su vida.
Esas manos que siguieron quietas fueron las mismas que descorcharon botellas de Jack Daniel’s, ese bourbon que aterciopeló su voz única, sin sucesores, sin moldes, reconocible hasta en medio de un terremoto, y que palmearon los hombros de Bugsy Sigel, de Sam Giancana, de Lucky Luciano: legendarios mafiosos vestidos como príncipes y protegidos por ametralladoras.
El mundo llora: La Voz se fue. Yace con los ojos cerrados: los inmortales ojos azules. Las manos se tiñen de un color triste. Ha empezado la eternidad. Palabra nada gratuita: De aquí a la eternidad (1953), el film que lo rescató de un abismo de olvido: otros tiempos, otra música, otros cantantes, otros gustos y ciertas estridencias lo bajaron lentamente del ranking de los top. Se sintió nadie. Batalló, acaso gracias a “una oferta que no podrá rechazar”, según la memorable escena de El Padrino y las ensangrentadas sábanas del todopoderoso productor (la pura verdad nunca se sabrá del todo), pero en todo caso un instante de iluminación, de epifanía: su rol del soldado Maggio, que no sólo le pone en esas manos el Oscar, también lo instala en un ascensor cuyo último piso se llama Resurrección.
Y vuelven los ojos azules. Y el ranking de los top vuelve a repetir su nombre en el primer puesto, lo mismo que las carteleras de los hoteles de Las Vegas, una ciudad inventada para él. Y para los Rat Pack: Pandilla de ratas que, como planetas, giran en torno del Rey Sol: Frank.
Pasemos lista: titulares, Dean Martin, Sammy Davis Jr., Peter Lawford –cuñado de John y Bob Kennedy– y Joey Bishop. Invitados especiales: Shirley MacLaine, Lauren Bacall, Angie Dickinson, Marilyn Monroe, Judy Garland. Y un antecedente ilustre: el primer Rat Pack tuvo como monarca a Humphrey Bogart, y donde un muuuy joven Sinatra asistió como grumete. Aprendiz que superaría al maestro.
El Rat Pack fue un torbellino de ruidosas noches que recién se aplacaba al amanecer. De mujeres. De alcohol. De escándalos. Pero cuidado. El jefe, Frank, tenía fibra de tipo noble. Se enfrentó con los hoteleros que obligaban a Sammy Davis a entrar por la puerta de atrás, destinada a los negros. Se asqueó ante la caza de brujas de John Edgar Hoover, el puritano político –pero gran pecador en la intimidad– y eterno jefe del FBI cuando cargó contra los supuestos comunistas de la colonia de Hollywood. Donó fortunas para mitigar el calvario de chicos maltratados o enfermos. Fortunas que empezaron en 1946 al aparecer su primer álbum, The Voice Of Frank Sinatra: en un año vendió… ¡10 millones de copias!
Es leyenda que jamás defraudó un amigo. Pero lo defraudó uno de los más cercanos y poderosos. La historia política registra la ayuda de Frank a John Kennedy, vía el jefe mafioso Sam Giancana, para que ganara las elecciones en algunos lugares que éste dominaba. Funcionó. Ya con Kennedy Presidente, Frank hizo construir para él un ala en su casa de Palm Springs, lo invitó…, pero su antes gran amigo lo dejó plantado por consejo de Bob Kennedy, ya Fiscal General y ya declarada su guerra contra la mafia. Entre las mil versiones de la tragedia de Dallas, 22 de noviembre, 1963, una juega su carta más fuerte: el asesinato del presidente fue una venganza de la mafia ante la persecución del Fiscal Bob.
La leyenda, ahora ha muerto. La causa oficial de su deceso fue clasificada como complicaciones de demencia, enfermedad del corazón sumado a cáncer de riñón y vejiga.
Antes de que terminara el día, llegaron al Hospital las hijas de Siantra, Christina y Nancy. La furia fue casi tan fuerte como el dolor por la muerte de su padre: le reprochaban a Bárbara que no les haya contado que había empeorado, que no las hubiera alertado a tiempo para poder acompañarlo en el suspiro final.
Cuando los ánimos se calmaron, juntos organizaron el funeral. Decidieron que sería el 20 de mayo, solo para invitados y sin periodistas ni cámaras, en la Iglesia del Buen Pastor, en Beverly Hills. Y así fue.
Entre los 400 invitados, vestidos de negro y con dolor, lo despidieron su esposa Bárbara, sus hijos Tina Nancy y Frank Jr, su nieta Amelia, sus ex esposas Nancy Barbato y Mia Farrow, sus amigos Tonny Bennett, Joey Bishop, Tony Curtis, gregory Peck, Faye Dunaway, Liza Minnelli, Jack Nicholson y Kirk Douglas. Un coro de 65 voces cantó Night and day, Put ypur dreams away -elegido por sus hijos- y su himno: My way.
Su tumba –una de las más visitadas– está en la Sección B–8 del Desert Memorial Park de Cathedral City, California.
Sus amigos lo enterraron vestido con un traje azul, y pusieron en sus manos una botella de Jack Daniel’s y un paquete de cigarrillos Camel. Su hija Tina, una moneda de diez centavos: alusión a los 240 mil dólares que Frank les pagó a los secuestradores de su hijo Frank Jr. en diciembre de 1963.
En la lápida se lee “Lo mejor está por venir”
*Una versión de este texto de Alfredo Serra fue publicado por Infobae en 2017
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