Desde muy chico, y a pesar de que transitaba una infancia desafortunada, Graham Young parecía perfilarse hacia un futuro brillante. Con un coeficiente intelectual de “superdotado” y un llamativo interés por la Química, su padre creyó ver en él a un gran científico en ciernes y para estimularlo le compró un juego de laboratorio casero, con mecheros, matraces y tubos de ensayo.
Fred, el padre, imaginó ese juego como un primer paso de la formación de un hombre que sería famoso por sus talentos. Quizás lo soñara enfundado en un guardapolvo blanco, inclinado sobre la mesa de un laboratorio de verdad, haciendo un descubrimiento extraordinario que le valdría el reconocimiento internacional.
Pero a veces los sueños se transforman en pesadillas y, aunque Fred acertó al presagiar la fama de su hijo, se equivocó en cuanto a los motivos. El pequeño Graham no se convirtió en el científico brillante que esperaba, pero sí se hizo famoso como asesino en serie. Tanto que el apodo que le pusieron los medios llegó a opacar su nombre.
Pasadas las décadas, a muy pocos ingleses –ya veteranos– el nombre de Graham Young les dice algo, pero casi nadie desconoce la existencia de “El envenenador de las tazas de té”, cuya historia dio lugar a libros y películas.
Pasión por experimentar
Graham Frederick Young nació en Neasden, un distrito de la ciudad de Londres, el 7 de septiembre de 1947. Quedó huérfano de madre antes de cumplir tres años y su padre pensó que no podía crecer bien sin una figura materna. Para que la tuviera le pidió a su hermana Winnie que criara al chico.
Fred y la hermana mayor de Graham, Winifred, lo visitaban a menudo, pero el chico vivió siempre esa mudanza como un abandono. Quería a la tía Winnie y a su marido, con quienes se llevaba muy bien, pero sentía que lo habían arrancado de su casa.
Graham era un chico solitario y taciturno, pero en la escuela se destacaba. Aprendía más rápido que sus compañeros y leía todo lo que tenía a su alcance. La química –una materia que no tenía en la primaria– era su pasión: leía y memorizaba los prospectos de los medicamentos que encontraba en la casa.
Si un miembro de la familia tomaba una pastilla para el dolor de cabeza o algún jarabe para la tos, se complacía mucho en decirles los nombres científicos exactos de todos los ingredientes, y parecía especialmente interesado en contarles qué les pasaría si tomaban una dosis muy grande.
También experimentaba con todo lo que encontraba. La tía Winnie lo castigó cuando descubrió que había arruinado su perfume preferido mezclándolo con el quitaesmalte, y una tarde, a los 9 años, debieron llevarlo de urgencia al hospital porque se intoxicó al oler una combinación de lavandina y detergente que él mismo había preparado en un balde.
Una madrastra muerta
Más o menos por esa época, Fred volvió a casarse y decidió de Graham regresara a la casa para que todos vivieran nuevamente en familia. Como regalo de bienvenida, le compró un juego de química.
Molly Young, la madrastra de 37 años, no le cayó bien a Graham, un sentimiento que compartía con su hermana Winifred. Apenas si la toleraban.
Graham se refugió en las tareas escolares y en los experimentos que hacía con su juego de laboratorio; también aparecía en la casa con libros de química que sacaba de la biblioteca del colegio. Sus experimentos empezaron a ser un poco más sofisticados que mezclar lavandina con detergente. Casi lo expulsan de la escuela cuando lo descubrieron con una botella de ácido sulfúrico y en otra ocasión, Fred tuvo que apagar un pequeño incendio en su cuarto, producto de una prueba que Graham intentó sacando la pólvora de unos juegos artificiales.
En febrero de 1961, cuando el químico precoz tenía 13 años, la madrasta Molly cayó enferma: sufría vómitos, diarrea y tenía unos dolores de estómago insoportables. Los médicos dijeron que eran “ataques de bilis”, pero pronto Fred y Winnifred también se enfermaron.
Como Graham también se descompuso, nadie sospechó que esas enfermedades eran el resultado de sus experimentos sobre los efectos de la belladona, un veneno difícil de conseguir, en su propia familia. La mezclaba en pequeñas dosis con el té. Su propia descompostura fue el resultado de una equivocación: había confundido su taza con la de su hermana.
El 21 de abril de 1962 Fred Young encontró a su esposa Molly retorciéndose de dolor en el jardín de la casa, con espuma en la boca. En el hospital no pudieron hacer nada para salvarla. Murió a la noche, aparentemente de un “prolapso en el hueso espinal”.
Su cuerpo fue cremado dos días después, borrando todas las huellas del primer crimen del adolescente Graham Young.
Sospechas y confesión
La muerte de la desafortunada Molly no detuvo a Graham. Las descomposturas atravesaron las puertas de la casa de la familia y se extendieron a algunos compañeros de colegio del químico aficionado. Fue la tía Winnie la que se dio cuenta de que los chicos afectados por los mismos síntomas que los Young eran casualmente los que solían ir a tomar el té con Graham. Había algo raro ahí.
Después de algunas vacilaciones, Fred decidió llevar a Graham a un psiquiatra. Sin traicionar el secreto profesional, el médico le dijo a Fred que su hijo le había hecho “una serie de confesiones perturbadoras” y le recomendó que contactara a la policía.
En la comisaría, Graham se despachó: confesó que había asesinado a su madrastra y que también había intentado matar a su padre y a su hermana poniendo belladona en el té e, incluso, en algunas comidas.
Lo sentenciaron a 15 años de confinamiento en el Hospital Broadmoor, una institución para criminales mentalmente inestables.
Allí deslumbró a los psiquiatras, que descubrieron que tenía un coeficiente intelectual de 160, lo que lo ubicaba en la categoría de “superdotado”. Quizás por eso, no repararon en otros aspectos de su conducta: en la biblioteca del hospital leía incansablemente libros de química y, también, todo lo que encontraba sobre el nazismo.
Lo declararon “curado” después de nueve años de internación y salió en libertad en el invierno de 1971.
Envenenador serial
Graham tenía 24 años y necesitaba un lugar para vivir. Pese a haber sido una de sus víctimas, su hermana Winnifred lo alojó en su casa. También necesitaba un trabajo y lo consiguió en un laboratorio fotográfico de Bovingdon, Hertfordshire, cerca de su domicilio.
Los empleadores sabían –él mismo se los informó– que tenía antecedentes penales y que había estado internado en un hospital psiquiátrico, pero nunca supieron la razón. De otro modo, no lo habrían aceptado en un lugar donde tenía tantos elementos químicos al alcance de la mano.
Graham les cayó bien a sus jefes y compañeros de trabajo, sobre todo porque era el primero en ofrecerse a la hora de preparar el té para todos. Nunca imaginaron que agregaba al agua y las hebras otro ingrediente que sacaba con facilidad del laboratorio, el venenoso talio.
No demoró en desatarse una verdadera epidemia de vómitos, náuseas y calambres estomacales. Tantos casos focalizados llamaron la atención de las autoridades sanitarias que, sin imaginar que se encontraban frente a la obra de un envenenador serial, supusieron que se trataba de un virus.
El primero en morir fue Bob Egle, un jefe del laboratorio de 51 años, pero en el certificado de defunción no figuró veneno alguno sino una “neumonía” como causa de la muerte. Nadie sospechaba todavía de Graham Young.
Meses después murió otro de los compañeros del joven laboratorista, un hombre llamado Fred Biggs. Con esa muerte sonaron todas las alarmas.
La muerte de dos trabajadores de la empresa fotográfica en tan poco tiempo puso en alerta a no solo al servicio de salud pública sino también a la policía, que decidió investigar el pasado de todos los empleados.
Cuando descubrieron que Graham había estado internado en un psiquiátrico y que había matado con veneno a su madrastra, lo detuvieron. Hacía menos de un año que estaba en libertad.
La policía encontró talio en su bolsillo y antimonio, talio y aconitina en su apartamento. Además, en el allanamiento se descubrió un diario íntimo de Young, en el que este llevaba un minucioso detalle de todas las dosis de veneno que suministraba, sus efectos y a qué personas estaba decidido a matar y a quiénes estaba decidido a dejar con vida. Los policías, atónitos, sumaron más de 70 víctimas de sus experimentos.
El juicio en su contra comenzó el 19 de junio de 1972 en St. Albans y duró 10 días. Al principio, Young se declaró inocente y explicó que su diario íntimo era una ficción que él había creado para escribir una novela. La evidencia lo desmentía y lo condenaron a cadena perpetua. Recién entonces cambió su versión y asumió los crímenes.
Para entonces, los medios lo llamaban “El envenenador de la taza de té”, un apodo que no le gustaba. “Debería recordarme como ‘El envenenador del Mundo’”, decía.
Amigos en la cárcel
Graham Young llegó a la prisión de Parkhurst precedido por su celebridad, tan diferente a la que había soñado su padre. Quizás por eso no tardó en hacerse amigo de dos de los prisioneros más famosos del lugar, los asesinos seriales Ian Brady y Roy Shaw.
Con Brady compartió su fascinación por la Alemania nazi; con Shaw, las historias de los asesinos en serie más famosos del planeta.
Lo lloraron cuando murió en su celda, de un infarto agudo de miocardio, el primero de agosto 1990. Tenía 42 años.
Brady lo recordó en su libro de 2001, The gates of Janus Brady, donde escribió: “Es difícil no tener empatía por Graham Young”. Shaw le dedicó varias páginas elogiosas en su autobiografía, Pretty Boy, publicada también años después de la muerte de Young.
Antes de esos dos libros, la historia de El envenenador de las tazas de té había sido contada en la película The Young Poisoner’s Handbook y la canción Poison, de la banda Macabre.
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