“Cassius Clay ¡Ejército!”. Nadie habló. La voz, repitió fuerte las mismas tres palabras. Le puso más énfasis. Como tratando de recuperar la autoridad perdida. “Cassius Clay ¡Ejército!”. Otra vez, la quietud. Los demás sólo lo miraban a él. Al único famoso en la sala. Él seguía mirando al frente, sin moverse.
El hombre que lo había llamado dos veces seguía con la lista en la mano. Simuló volver a leer pero improvisó. Creyó que una pequeña concesión solucionaría el inconveniente. Lo que importaba era la victoria final.
“Muhammad Alí ¡Ejército!”. La voz sonó menos convincente. El grito se aflautó al final como develando la claudicación. El militar creyó que llamándolo por el nombre con el que el boxeador se identificaba, la situación sería diferente. Pero Muhammad Alí no se movió de su lugar.
Lo llevaron hacia una oficina. Un general, unos pocos oficiales más y él. Intentaron convencerlo de que se trataba de un error. Alguien deslizó que el alistamiento, que sus actos de servicio estarían bien lejos del campo de batalla. Pero él no cambió de opinión. Como fracasó la persuasión, pasaron a las amenazas. A los gritos alguien le prometió que lo iban a perseguir por décadas. Otro, con apariencia más serena (pero tal vez sólo era más cínico) le enumeró todos las cosas que iba a perder.
Al no obtener ninguna respuesta diferente, los hombres del ejército debieron continuar con el protocolo establecido para estos casos. El que se negaba debía asentar en un escritos su negativa y los motivos. Muhammad Alí escribió que no se alistaría porque era ministro de la Nación del Islam.
La noticia ocupó la primera plana de los diarios. Pocos días después, el 8 de mayo de 1967, 55 años atrás, parecía que su carrera boxística llegaba a su fin y que nunca se convertiría en una de las grandes de su categoría. Le revocaron la licencia para boxear y le retiraron el título del mundo que él había ganado y defendido con probidad en el ring.
Su relación con el ejército había empezado bastante antes. En 1963 había dado los exámenes a los que se sometían todos los jóvenes norteamericanos de su edad. Sus resultados fueron paupérrimos. Quien los corrigió no notó nada raro; al fin y al cabo se trataba de un boxeador: no se podía esperar demasiado de él. La calificación estuvo en el peor rango posible. Según ese examen el coeficiente intelectual de Alí (Clay todavía en ese tiempo) era muy bajo. Alguien sospechó y unos meses después repitieron el procedimiento. Creían que había respondido mal de manera deliberada, que había saboteado los exámenes. Pero una vez más los resultados fueron pobrísimos. Se mantuvo su calificación.
Pero un par de años después, la situación cambió. Las cosas en Vietnam no estaban saliendo bien. El Vietcong resistía y se hacía fuerte en sus posiciones. Las bajas entre las tropas norteamericanas eran constantes (y mayores a las esperadas). El presidente L.B. Johnson aumentó considerablemente el envío de tropas. Alí fue recategorizado. Pasó a ser A1, apto para el servicio a pesar de sus calificaciones anteriores.
Ese trámite, ese pasaje cambio de nomenclatura, implicó un vuelco en la situación. Muhammad Ali sería citado para unirse al ejército.
Era una tradición norteamericana. Convocar a filas a celebridades, cortarles el pelo, ponerles el uniforme y simular que integraban un batallón como cualquier otro soldado. Lo habían hecho con Joe Louis en la Segunda Guerra y con Elvis, en el pico de su explosión, para la guerra de Corea. Maniobras propagandísticas que se apoyaban en la fama del enrolado.
Cuando llegó el llamado a filas al campamento de Alí, por más esperada que fuera la situación, no lo dejó de indignar. En esos días, el boxeador estaba rodeado de miembros de la Nación del Islam, ellos eran su entorno. Cuando la citación para presentarse circuló entre su séquito, comenzaron los gritos, los malos augurios, los insultos y las especulaciones apocalípticas. Alí se lamentaba y escuchaba como los hombres de negro y sombreros breves pintaban para él un panorama horrible. Le decían que los sargentos lo torturarían, que sería asesinado en el frente, que le darían de comer ratas.
Visceral y estentóreo como era, y siempre rodeado de periodistas como estaba, Ali habló con los hombres de prensa. Se quejó amargamente. Expresó con claridad e ímpetu su negativa a alistarse. Su primera reacción fue la de decir que se trataba de una injusticia. Dijo que “no llaman a ninguna de las decenas de figuras que tiene el fútbol americano, ni a ninguna estrella del béisbol. Sólo a mí, al campeón del mundo de los pesos pesados”. Recordó que su líder, Elijah Muhammad había estado detenido por negarse a alistarse durante la Segunda Guerra Mundial. De inmediato, apeló al argumento económico: “Con lo que me hacen pagar a mí de impuestos, pagan el sueldo de 50.000 soldados. Pueden comprar tres bombarderos de guerra con mis aportes”.
Habló, también, de racismo, de objeción de conciencia, de la situación irregular de su cambio de categoría, del sinsentido de Vietnam. Tan torrencial fue su alocución que a la gran mayoría de los periodistas se les pasó por alto la gran frase, la que inmortalizaría y dejara inmortalizado el momento, la que resume a la perfección la posición de Ali: “Yo no tengo ningún problema con el Vietcong. A mí no me hicieron nada” (I have no quarrells with the Vietcong…).
Esa frase tiene ingenio, contundencia y verdad. Y un asombroso poder de condensación de la situación.
Una digresión: habría que hacer el recuento de esas frases que pasaron a la historia pero que al día siguiente de ser pronunciadas no fueron casi registradas por los grandes medios, y que fueron creciendo con el tiempo, gracias a su poder de síntesis, a la gracia del que las pronunció. En esa lista estaría esta frase de Alí y, por supuesto, La Mano de Dios, de Diego Maradona que casi no apareció en los diarios del día posterior al Argentina 2 – Inglaterra 0, de México 86, tal como cuenta Andrés Burgo en su extraordinario libro El Partido.
Volvamos a Alí. Su frase sobre el Vietcong conoció otras versiones y hasta se convirtió en remera. Alí la repitió en varias oportunidades tal como hacía cuando descubría que algo que había dicho producía impacto: hacía valer sus hallazgos improvisados. Sin embargo, su versión más conocida, “Ningún vietnamita me ha llamado negro”, parece ser una recreación posterior, algo que nunca dijo Alí. O al menos, no hay registro fehaciente de ello.
El discurso del campeón del mundo sobre Vietnam, sobre los conflictos raciales y sobre las contradicciones de la sociedad norteamericana se fue haciendo más preciso y más profundo con el correr de los días.
Alí se presentó como objetor de conciencia. Adujo que su condición de ministro (religioso) de la Nación del Islam lo libraba de alistarse. Aunque de inmediato volvió a aprovechar la situación para denunciar el racismo rampante de Estados Unidos. Desnudó las situaciones de privilegio de los blancos no sólo respecto al reclutamiento. Su guerra, dijo, era interna. Era la de lograr que los de su raza, las personas negras, obtuvieran reconocimiento e igualdad de posibilidades.
Estas posturas, razonables y dentro del estricto sentido común de esta época, eran lacerantes y revolucionarias para su tiempo. Mucho más si eran pronunciadas por un deportista de enorme visibilidad: durante décadas el campeón de los pesos pesados, quizás, era el deportista más famoso del mundo. Él desde ese lugar de visibilidad eligió un discurso que confrontara con lo establecido.
Se sabe que hubo varios emisarios que le aseguraron que no tendría que combatir, que uno vez alistado su lugar estaría lejos del frente de batalla (ningún gobernante quería correr el riesgo de que una persona tan célebre cayera en combate y tener que pagar ese precio). Sus tareas serían protocolares y su imagen debía servir para que otros se alistaran o aceptaran de buen gusto el llamado a filas. Él se negó de manera rotunda. No aceptó negociar, no aceptó ser la cara de la guerra.
Hay que tener en cuenta varias cuestiones para valorar esa postura. En esos días de 1967, la guerra de Vietnam todavía no gozaba del rechazo que cosechó posteriormente. Todavía gran parte de la población norteamericana consideraba que era una parte razonable de la lucha contra el comunismo. Además, estaba muy presente en la sociedad el tema de la lealtad a la patria y del deber de alistarse: la Segunda Guerra Mundial había terminado hacía nada más que dos décadas y su recuerdo y el de las campañas para integrar las fuerzas armadas estaba muy fresca todavía.
La antipatía hacia Muhammad Alí no era una situación novedosa. Lo consideraban un fanfarrón, un bocón al que muchos querían ver en la lona. A él lo divertía la situación, y como un maestro innato del marketing, sabía que era importante para recaudar más: la gente iba a verlo aunque sea para verlo caer. Pero su rechazo a integrar el ejército exacerbó todos los sentimientos negativos que había a su alrededor, pareció confirmar todos los prejuicios que la sociedad blanca tenía sobre él.
¿Por qué un boxeador tenía que hablar? ¿Por qué se tenía que oponer a una política de Estado? ¿Por qué se metía en los conflictos raciales? ¿Por qué no seguía la corriente?
Sólo pretendían que él boxeara. Y, Muhammad Alí, que era el mejor de todos sobre el ring, tampoco pensaba seguir las reglas debajo de él. Iba a aprovechar su notoriedad para cambiar el estado de las cosas. Aunque en el proceso él se viera muy dañado.
La persecución fue durísima. La gente le gritaba cosas por la calle, los medios lo atacaban desde su editoriales y portadas, los promotores de boxeo no quería saber nada con él. Cuando estalló este escándalo ya tenía programada su pelea con Ernie Terrell pero la ciudad de Chicago la prohibió alegando un problema organizativo. Pero todo el mundo supo (y hasta aprobó) que era parte de la campaña contra Muhammad Alí. La sede se pasó a Canadá pero Terrell exigió otras condiciones. Tal vez, imaginó que le sacarían el título y de ese modo evitaba una derrota segura. De todas maneras, en Canadá, Londres y algunas ciudades no centrales de Estados Unidos, Muhammad Ali continuó defendiendo su título mientras pudo. Lo abucheaban, todos querían que perdiera, pero obtuvo alguno de los triunfos más extraordinarios y contundentes de su trayectoria frente a Cleveland Williams o el mismo Terrell (la pelea de ¿Cuál es mi nombre?: lo que le gritaba a su oponente que en la previa lo había llamado Cassius Clay repetidamente mientras lo castigaba sin piedad).
Pero la sanción y el perjuicio que recibió Alí por negarse a seguir la corriente, por denunciar el racismo, por construir un camino propio y crítico a los designios de su tiempo fue masivo y terrible. Le sacaron todo lo que pudieron. A cualquier otro lo hubiera destruido para siempre. Con él no pudieron
La pena dictada por la justicia fue durísima. Cinco años de prisión, 10.000 dólares de multa, se lo declaró desertor, se lo despojó del título de campeón del mundo y se le prohibió seguir boxeando. A eso debería agregarse la sanción social: le gritaban traidor, era objeto de agresiones cada vez que aparecía en la vía pública y la prensa se ensañó con él. La negativa a ir a Vietnam le salió muy cara.
Y esa era la idea de las autoridades. Disciplinar al resto a través de Alí. Y, naturalmente, hacerle pagar a él su osadía.
Estuvo tres años sin pelear. Se organizó una eliminatoria para determinar quién sería el campeón del mundo. Fue el tiempo de Jimmy Ellis y después de Joe Frazier. Mientras el boxeador perdía dinero, trajinaba tribunales y era castigado en sus apariciones públicas.
Recién en 1970 consiguió que se revocara la sanción y que se le permitiera volver al boxeo. La inactividad, creyeron muchos, sería determinante. El mejor Alí ya no volvería. Seguía atrayendo multitudes, seguía siendo un maestro del marketing haciéndose querer y odiar, atrayendo atención sobre él. Pero las piernas no eran las mismas. Ya no volvería el hombre que flotaba en el ring, que bailaba. Pero su regreso mostraría al mundo a otro Alí: más terrenal desde lo físico, más vulnerable, pero de una estatura mítica. Alguien que con su talento (hasta genio) pero sin tanta frescura física, estaba dispuesto a batallar, a sufrir sobre el ring.
En esos años, desde su oposición a Vietnam y en su regreso con las peleas épicas con Frazier y Foreman, con la recuperación del título y sus derrotas, se forjó la leyenda. La leyenda del deportista más importante e influyente del Siglo XX. El que por primera vez puso en riesgo su lugar en la cumbre, sus privilegios, para decir las cosas que los demás no querían escuchar, para denunciar las injusticias y el racismo. El que mientras tanto, más lento y más golpeado, demostró cabalmente que el boxeo, tal como afirmó Joyce Carol Oates, es más cuestión de saber cómo recibir castigo, cómo transitar el dolor que de golpear. En esos años, en esas disyuntivas, en esos malos momentos y en sus regresos gloriosos, en sus afrentas al sistema, se concibió el G.O.A.T, el más grande de todos los tiempos.
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