Seguramente a Sigmund Freud lo hemos nombrado infinidad de veces a lo largo de nuestras vidas y, casi siempre, cuando nos referimos a temas sexuales. Paradójicamente, de la vida amorosa del creador del psicoanálisis es muy poco lo que se sabe. Lo más curioso es que, este hombre que estudiaba y hablaba de sexualidad más que nadie y elaboraba teorías revolucionarias para la época, a los 39 años se retiró de la vida sexual con su esposa para practicar la castidad. Pero eso no es todo, hay mucho más para contar.
El primer amor… platónico
Sigismund Freud nació, hace hoy 166 años, el 6 de mayo de 1856 en Freiberg, Moravia (en la actualidad el lugar se llama Příbor y queda en la República Checa). Fue el mayor de seis hermanos. Su padre Jacob, que se dedicaba al comercio con lanas, le agregó al nombre Sigismund el de Schlomo, que quiere decir Salomón, para homenajear su origen judío. Para Amalia Nathansohn, su hijo mayor era claramente el favorito, estaba convencida de que era un ser fuera de lo común y se lo hacía saber. Sus hermanos morían de celos. Él lo recordaría así: “Si un hombre ha recibido de niño el cariño indiscutible de su madre, mantendrá el resto de su vida un sentimiento de triunfo, la confianza en el éxito”. No se equivocaba.
En 1860 la familia se mudó a Viena. Jacob buscaba mejorar su alicaída economía.
De estos primeros años infantiles Freud recordará años más tarde, según Revista Médica de Uruguay, varias cosas que valen la pena mencionar: haber sentido excitación a los 4 años al ver a su madre desnuda; haber tenido juegos sexuales con su primo Hans y haber hecho pis a propósito, a los 7 años, en el dormitorio de sus padres.
Lo cierto es que las vicisitudes monetarias de su familia no impidieron que sus padres le dieran una buena formación. Fue un excelente alumno, ávido lector y fanático de William Shakespeare a quien leía en inglés. Freud fue educado, según él mismo contó, “sin religión y permaneció incrédulo” por el resto de su vida.
A los 16 años el joven Freud conoció a Gisela Fluss quien era tres años menor. Quedó muerto por la adolescente, pero no se animó a decirle ni una palabra. Ella terminó yéndose a estudiar a otra ciudad y él se tragó, sin poder hablar, su despertar sexual.
Había sido su primer amor y fue tan virtual como unilateral.
Con 17 años, en 1873, ingresó a la Universidad de Viena. Tenía la idea de estudiar Derecho pero, luego de asistir a una conferencia de Carl Brühl sobre un ensayo de Goethe, cambió de idea y se inscribió en medicina.
En 1877 decidió acortar su nombre y cambió el Sigismund a Sigmund, tal como pasaría a la historia.
Durante sus años universitarios, Freud enfrentó en muchas oportunidades el creciente antisemitismo y la humillación de sus pares. Lo insultaban y lo tildaban de “sucio”, pero eso no lo acobardó. Por el contrario, le infundió más coraje. Sentía que el hecho de ser excluido por su condición de judío le daba independencia de criterio y le permitía estar blindado contra los prejuicios. En la facultad se reveló como una persona extremadamente inteligente. De hecho, aprendió solo a hablar español.
Experimentos con cocaína y casamiento
En 1881, luego de haber pasado un año en el servicio militar obligatorio, se graduó como doctor en Medicina.
El erotismo y el sexo volvieron a asomarse a su vida cuando conoció, en el verano de 1882, a la nieta de un rabino de Hamburgo llamada Martha Bernays, cinco años menor que él. Pálida, inteligente y bajita fue un amor a primera vista.
La cosa prosperó y estuvieron cuatro años comprometidos. Se escribieron, en ese período, unas 900 cartas. El mismo año en que conoció a Martha, él comenzó a trabajar en el Hospital General de Viena. Se desempeñaba en el área de psiquiatría y de trastornos nerviosos. Estuvo unos tres años y, como investigador científico, fue sumamente disruptivo: practicó la hipnosis y estudió la histeria.
Esta enfermedad nerviosa crónica, que aparecía con frecuencia en mujeres, en aquella época solía tratarse de una manera que hoy nos parecería más que sorprendente: masajes pélvicos y estimulación manual por parte de un doctor para que esas mujeres llegaran al orgasmo e, incluso, lavajes vaginales con agua. Freud conjeturó que los síntomas de la histeria (desfallecimientos, insomnio, retención de líquidos, irritabilidad, dolores de cabeza e innumerables etcéteras) eran, en realidad, manifestaciones de una energía emocional no descargada que estaban asociadas a traumas psíquicos olvidados. Era algo que estaba en el inconsciente. Por ello su propuesta fue sacarlos a la luz a través del estado hipnótico del paciente: así podría recordar y hacer catarsis. Freud también hablaba de la histeria en varones, lo que provocó el enojo en otros médicos que decían que histeria venía de la palabra útero en griego (hysteron) y que, por ende, un hombre no podía serlo.
En 1884 encabezó otro audaz estudio sobre el uso terapéutico de la cocaína como analgésico y estimulante. Le solicitó al laboratorio Merck cocaína para poder estudiarla. Era una sustancia alcaloide poco conocida en la época. Comenzó sus experiencias y quedó tan maravillado con esta droga que se la recomendó a su novia Martha. ¡Le enviaba cocaína en sus cartas por correo!
Aplicando sus ideas, pero sin hacer referencia a Freud, Carl Koller comenzó a utilizar con éxito la cocaína en sus cirugías oftalmológicas luego de probarla en animales. Freud, por su parte, la probó y comprobó cuánto disminuía su mal humor y cuánta energía le otorgaba. Estaba tan encantado con la magia de la cocaína que fue imprudente y se la aconsejó a su amigo Ernst von Fleischl-Marksow para tratar de reemplazar su adicción a la morfina. Lamentablemente no funcionó: Ernst sumó a sus males la adicción a la cocaína.
Después de muchas idas y vueltas, finalmente la pareja se casó el 14 de septiembre de 1886, en Hamburgo.
Cuando Ernst murió, en 1891, ya muchos hablaban de los estragos provocados por las intoxicaciones y las adicciones a la droga. Señalaban con el dedo acusador a Freud por haber estimulado su uso.
En 1891 los Freud se mudaron a una casa más grande en Viena, sobre la calle Bergasse 19. Allí en esa casona de cinco pisos, con entrada de carruajes y jardín, fueron naciendo los chicos. Por ese entonces Freud abrió una clínica privada especializada en trastornos nerviosos. Recurría a la electroterapia, a la hipnosis y al método catártico para tratar algunos tipos de neurosis. Más adelante, en 1895, evolucionó en las terapias y comenzó a utilizar una técnica propia: la asociación libre, que es la regla fundamental de la técnica psicoanalítica. Por su experiencia con sus pacientes con neurosis notó que podía aliviar sus síntomas si ellas expresaban sin censura cualquier ocurrencia que se les cruzaba por la cabeza.
Bienvenida castidad
En siete años de matrimonio Martha Bernays y Freud tuvieron cinco hijos: Mathilde (en 1887), Jean Martin (1889), Oliver (1891), Ernst (1892) y Sophie (1893). Martha había dejado de ser el objeto del deseo de Freud para convertirse en una esposa extenuada, muy ocupada y sin ningún erotismo. Estaba agotada por los últimos tres nacimientos ocurridos en tres años consecutivos. A ella le molestaba la obsesión de Freud por el sexo y consideraba que las teorías de su marido eran un tanto “pornográficas”. Discutían mucho.
Freud decidió llamarse a la abstinencia. Sin embargo, hubo descuidos y recaídas en su objetivo y llegó la sexta hija en diciembre de 1895: Anna (quien luego sería su gran discípula y una pionera en el psicoanálisis infantil).
Después de este nuevo y no deseado embarazo y del nacimiento de Anna, el agobio de Martha fue total. Freud decidió volcarse a la castidad. Dejarían de lado todos los métodos anticonceptivos como el coitus interruptus, el preservativo, el diafragma o la esponja. Simplemente no tendrían sexo. Martha quedó liberada del sexo y él quedó sujeto a su imaginación frondosa. Ella se sintió libre y él manifestó una enorme curiosidad por esta nueva y casta experiencia.
Freud tenía apenas 39 años cuando dejó de tener relaciones con su mujer. La vida sexual del gran teórico del sexo había durado menos de nueve años.
Hubo algunos biógrafos que interpretaron que Freud había abandonado su vida sexual con Martha para intentar sublimar el impulso sexual y tener una vida intelectual más prolífica. Pero la mayoría de los historiadores coincide en la idea de que a la pareja le resultó más sensato dejar procrear. El riesgo de los embarazos y el cansancio corporal de Martha conformaban una carga demasiado pesada.
La cuñada amante
En 1896, la hermana de Martha, Minna Bernays, quien acababa de quedar viuda por culpa de la tuberculosis que le había arrebatado a su marido, se fue a vivir con ellos para ayudarlos con la prole. Terminó quedándose allí para siempre.
Es casi obvio lo que ocurriría. Además, de ser como una segunda madre para los chicos, Minna se convirtió también en amante de Freud.
Desde su infancia Freud se había mostrado fascinado por temas complejos como el incesto, los matrimonios consanguíneos y las relaciones intrafamiliares. Así que no debería resultar tan extraña la idea de que Minna, además de su gran confidente, podría haber sido para él como una “segunda esposa”.
Algunos estudiosos sostienen que, en esos años, Minna quedó embarazada de Freud y tuvo un aborto. Eso sería lo que justificaría su larga estancia en un sanatorio en Merano, Italia. Los detractores de esta teoría del amantazgo aseguran que su internación se debió a problemas respiratorios. Algo difícil de comprobar a estas alturas.
De todos modos, en el año 2006, salió a la luz la gran prueba del romance. Fue descubierta por el sociólogo de la universidad de Heidelberg, Franz Maciejewski. Él encontró una ficha de registro en el hotel suizo Schwiezerhaus, en Maloja, el cantón de los Grisones de los Alpes, donde figura que Minna y Sigmund Freud estuvieron alojados allí como un matrimonio. La firma de Freud quedó estampada el 13 de enero de 1898 y la habitación en la que se alojaron fue la 24 y era una de las más grandes del hotel. Estuvieron dos semanas de vacaciones mientras Martha se quedó en Viena. En ese momento Freud tenía 42 años y Minna 33. Apenas conocido el dato, los dueños del hotel lo confirmaron: así estaba registrado en sus cuadernos de la época. Además, hubo testimonios que afirmaron que ellos se presentaban como marido y mujer ante los demás huéspedes.
Los que odiaban a Freud andaban murmurando que era un hombre libidinoso, que vivía masturbándose y que acudía a los burdeles de la época. Lo más probable es que estas acusaciones fueran solo chismes maliciosos.
Lou Andreas-Salomé, quien fuera pareja de Nietzsche y amante del poeta Rilke, fue una de las grandes amigas de Freud a quien llegó primero para atenderse como paciente. La novelista, ensayista y crítica tuvo tanta atención por parte de Freud que despertó enseguida los celos de Minna.
El hombre metódico y la hija díscola
Freud era un hombre metódico, rígido pero bondadoso, al que los cambios abruptos no le gustaban. Se levantaba a las siete de la mañana, se duchaba con agua fría, atendía pacientes a partir de las 8 (a cada uno le dedicaba exactos 55 minutos), almorzaba con sus hijos todos los días y recurría con regularidad a recortarse la barba. Terminaba de trabajar a las nueve de la noche y comía con su familia.
No bebía casi alcohol, prefería la carne al repollo, le gustaba practicar senderismo, era buen nadador, patinaba y jugaba al ajedrez. Leía mucho, hablaba en voz baja y podía dar una conferencia de dos horas sin tocar un papel. Le encantaban las vacaciones de verano, los perros y aseguraba que el dinero era “para gastarlo”. Pero convengamos que lo más increíble de su historia es que no disfrutaba de la libertad sexual que preconizaba, aunque se refugiaba en sus infinitos sueños eróticos. Le daba mucho placer analizarlos y no dejaba de buscar causas “sexuales” a casi todos los comportamientos humanos.
Cuando su madre murió a los 95 años por una gangrena Freud reconoció: “Tengo un sentimiento de liberación, porque entiendo que yo no estaba autorizado a morir hasta que ella lo hiciera y ahora lo estoy”.
En 1899 publicó lo que sería su gran obra, La interpretación de los sueños. Es curioso pero su publicación fue, al comienzo, un total fracaso comercial: vendió solamente 351 copias en los primeros seis años. Sus teorías no eran aceptadas por la mayoría. En muchos generaban rechazo y resistencia. Sigmund se sentía un incomprendido y empezó a rodearse con los que lo apoyaban. Se estaba generando el futuro movimiento psicoanalítico. Freud había engendrado una nueva forma de comprender la mente y, por ello, trascenderá como el padre del psicoanálisis.
Fue recién en 1902 que se lo reconoció oficialmente como el creador del psicoanálisis al obtener el nombramiento imperial como profesor extraordinario. En una de sus cartas se expresó con ironía y dijo que era “...como si de pronto el papel de la sexualidad fuera reconocido oficialmente por su Majestad…”. En 1909 consiguió su primer reconocimiento internacional cuando la Universidad de Clark, en Massachusetts, Estados Unidos, le concedió el título honorífico doctor honoris causa.
Y el sexo en su vida, ¿cómo andaba? Poco se sabe, ya que el intelectual fue bastante críptico al respecto y su mujer también resguardó sus cartas. Aun así, trascendió que en algún momento habría intentado retomar sus relaciones sexuales con Martha, pero no funcionó. Se sintió viejo y torpe y expresó: “El erotismo que nos ha ocupado durante el viaje se ha fundido lamentablemente a causa de las penas del trabajo. Me acomodo al hecho de que soy viejo y no pienso ni siquiera de forma constante en la vejez”.
Si bien Freud fue innovador en sus propuestas e introdujo conceptos revolucionarios sobre el inconsciente, el deseo y la represión, en su vida intrafamiliar, fue más bien conservador.
Por ello, la relación con su hija menor, Anna, su sucesora, fue compleja. La sometió a tratamiento y le costó aceptar que fuera homosexual. Ella manifestaba su impulso por las mujeres y él creía que podría encaminarla a través del psicoanálisis. Así fue que Anna vivió toda su vida entre lo que sentía y lo que debía. Convivió con una mujer durante cincuenta y cuatro años, Dorothy Burlingham (la heredera de la fortuna de Tiffany), pero estaba llena de contradicciones.
Un golpe tras otro
En 1917 Freud tuvo el primer síntoma de cáncer. Refirió “una molestia en el paladar a la derecha que estimo se debió a dejar de fumar”. Vendrían años más que difíciles.
El 25 de enero de 1920, la Gripe Española mató en cinco días a su adorada hija Sophie. Se enteró dos días después y con Martha ni siquiera pudieron ir a su entierro en Hamburgo: la pandemia azotaba.
El carraspeo y su sinusitis crónica iban de la mano con su adicción al tabaco. De tanto fumar puros, unos veinte por día, en 1923 Freud tuvo la terrible noticia: cáncer de paladar y mandíbula. El 20 de abril de ese año le hicieron la primera cirugía para extirparlo.
Muchos años después se supo, por estudios especializados, que lo que Freud padeció fue un carcinoma verrugoso de la cavidad oral.
Tres meses después del diagnóstico demoledor, llegó un golpe más fuerte todavía. Su nieto Heinz, el segundo hijo de Sophie, falleció por tuberculosis. Fue una de las pocas veces en que se vio llorar a Sigmund Freud: “Siendo como soy profundamente antirreligioso, no tengo a quien culpar (...) Esta pérdida es insoportable. No creo haber pasado jamás por una pena tan grande. Quizá mi propia enfermedad contribuya al disgusto. Trabajo por pura necesidad porque todo ya perdió significado para mí”. Había perdido el gusto por la vida.
Pedir la muerte
El camino, en la batalla contra el cáncer, de Freud fue sinuoso. Llegó a ser sometido a 3 radioterapias y a 33 cirugías, algunas muy invasivas. Sufría mucho y llamaba a su enfermedad “El monstruo” o “Mi querida neoplasia”. Terminó perdiendo la audición de su oído derecho y estuvo obligado a utilizar una prótesis de paladar que le dificultaba el habla. A pesar de eso, Freud no dejó nunca de fumar sus Don Pedro, ni de hablar.
En 1925 Freud conoció a la princesa Marie Bonaparte, descendiente directa de Napoleón, quien llegó a su consultorio para curar su “anormalidad orgásmica”. Se hizo operar tres veces el clítoris con el objetivo de acercarlo a la vagina para conseguir orgasmos vaginales. No funcionó, pero continuó con su terapia con Freud de quien fue paciente, alumna y amiga.
En 1936 Freud no soportaba más su enfermedad. La prótesis le ocasionaba un dolor terrible y persistente. A finales de ese año, la radioterapia le provocó ceguera parcial del ojo derecho. Se negaba a los sedantes porque decía que podía aguantar el dolor con tal de pensar con claridad.
En 1938, tras la anexión de Austria por los Nazis y por su condición de judío y fundador de la escuela psicoanalítica, el Tercer Reich lo declaró un enemigo. Sus libros fueron quemados públicamente. Con sarcasmo dijo: “En la Edad Media me habrían quemado a mí, ahora se conforman con mis libros”.
El acoso hacia él y su familia se instaló de manera permanente y peligrosa. Si bien Freud no quería irse de Viena tuvo que hacerlo. Lo terminaron de decidir los allanamientos en su casa y donde funcionaba la editorial psicoanalítica; que su hijo Martín fuera detenido durante un día y que su hija Anna fuera interrogada por la Gestapo. Solo había una salida, escapar. Cuatro de sus hermanas que se quedaron en Viena fueron apresadas tiempo después y terminaron asesinadas en los campos de exterminio.
La que los ayudó a huir fue su amiga Marie Bonaparte. Partió hacia Londres el 4 de junio de 1938 con Martha y Anna y dos empleados de servicio. El resto de su familia se había ido antes. Llevaba a cuestas sus penas, sus dolores y sus 79 años.
A principios de 1939 el tumor regresó en el piso de la órbita de su ojo derecho. Dijo resignado: “Mi viejo y querido cáncer ha vuelto. Hace 16 años que estoy compartiendo con él mi existencia”.
En la segunda mitad de 1939 el intelectual austríaco ya estaba muy deteriorado físicamente y tenía serias dificultades para comer. Su boca, debido a la necrosis de los tejidos, tenía un olor fétido. Ni su amada perrita quería entrar al cuarto, el olor la ahuyentaba.
El dolor, por el avance de su cáncer, era insoportable. Pidió llamar a su médico personal Max Schur. Cuando llegó, le recordó el pacto que habían hecho años atrás: en caso de sufrimiento extremo, él lo sedaría.
No quedaron demasiados registros sobre cuánta morfina ni cuantas veces se le inyectó, seguramente para proteger al médico amigo. Anna estaba al tanto.
La mañana del viernes 22 de septiembre de 1939, el doctor Schur le inyectó la primera dosis de morfina. Once horas después la siguiente. Las últimas palabras de Freud antes de entrar en coma fueron: “Es absurdo, esto es absurdo…”.
Falleció a las 3 de la madrugada del sábado 23.
Había sido disruptivo hasta en su propia muerte pidiendo la eutanasia.
Lo sobrevivieron las hermanas que lo acompañaron en vida: Minna (quien murió en 1941 debido a una insuficiencia cardíaca) y Martha (su esposa y fiel compañera, quien murió en 1951).
A la luz de los datos recabados no parece que la vida sexual de Freud haya sido ni tan alocada ni tan intensa ni tan promiscua como la gente podría suponer del mayor estudioso del sexo. De hecho, hay una carta fechada en 1915, que Freud escribió al neurólogo James J. Putman, en la que admite sin tapujos: “Soy partidario de una vida sexual mucho más libre. Sin embargo, yo usé muy poco esa libertad”.
SEGUIR LEYENDO: