Hamburgo. 1 de mayo de 1945. En la radio sonaba Wagner. Interrumpieron un movimiento de manera abrupta. Una voz apagada avisó que en pocos minutos habría noticias trascendentes. Un grave e importante anuncio, dijo. Siguió Wagner. Eran las 9 y media de la noche. La voz se corrió por Alemania. En casi todas las casas del país se sentaron a esperar, inmóviles, con los ojos clavados en sus aparatos de radio. Aunque, a esa altura, sabían que ninguna novedad podía ser buena.
En el mismo momento a unas decenas de kilómetros de Londres, un joven luchaba contra el sueño que le provocaba la música clásica; debía mantenerse alerta y escuchar, traducir y después transmitir ese importante mensaje a sus superiores. Cabeceó varias veces durante la Séptima Sinfonía de Bruckner.
Más de una hora después del anuncio, de la convocatoria a prestar atención, tras Bruckner, apareció la voz del Almirante Karl Dönitz. Grave, se notaba la tristeza y la preocupación en cada sílaba pronunciada. Las certezas del pasado se habían desvanecido. “Hombres y mujeres alemanas, soldados de nuestras fuerzas armadas: Nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído”. Afirmó que había muerto combatiendo al enemigo. Y no dio demasiadas precisiones más sobre las circunstancias del deceso. Aclaró que él había sido designado sucesor, insistió en que había que defenderse de los bolcheviques y que la lucha continuaba.
En Alemania sabían que eso significaba el fin. Que eso que ellos imaginaban, pese a la desinformación en la que vivían, se había convertido en realidad. La guerra estaba por terminar y ellos quedarían a merced de sus enemigos. Dönitz les evitó enterarse que Hitler se había suicidado. No quería desmoralizar aún más a su gente.
El almirante recibió varias propuestas de sus allegados. Al fin y al cabo, él era el que estaba al mando, el nuevo presidente, el sucesor de Hitler. Lo había nombrado Hitler en su testamento. Fue una elección sorpresiva. Goring había sido expulsado del partido Nazi y del círculo íntimo de Hitler una semana antes por intentar desplazar al Führer y asumir la conducción. Y Himmler por intentar una rendición frente a los Aliados.
Alguien le propuso rendirse de inmediato; otros, más realistas, trasladar tropas al Oeste para encontrarse con británicos y norteamericanos y entregarse a ellos y esquivar a los soviéticos. Algunos más lunáticos, menos resignados, quisieron refugiarse en las zonas de Dinamarca y Noruega que todavía estaban bajo el (frágil) dominio nazi.
Cuando semanas después fue detenido y los interrogadores norteamericanos le preguntaron por qué pensaba que fue el elegido, Dönitz dijo: “Seguramente Hitler pensó que el único hombre razonable y honesto que podía obtener un buen acuerdo de paz era yo”.
Lo que no recordó fue que él se mantuvo fiel hasta el final, demostró su lealtad ciega hacia el Führer aun en los momentos más aciagos.
Algunos historiadores sostienen que Dönitz se sorprendió cuando se enteró de su nombramiento testamentario como sucesor. Hasta algunos generales alemanes llegaron a preguntar quién era ese hombre.
Dönitz trató de alcanzar un acuerdo de paz, una rendición en la que Alemania conservara algo. Los Aliados exigían rendición incondicional. La derrota era total. Dönitz retrasó todo lo que pudo ese momento para evitar caer en manos soviéticas. De esa manera logró salvar a casi dos millones de sus soldados.
Pero el 7 de mayo recibió el ultimátum para la firma de la rendición. Mientras, los jerarcas nazis se suicidaban, se disfrazaban de campesinos y soldados rasos para pasar desapercibidos, o escapaban como ratas, Dönitz y algunos de sus hombres mantuvieron un poder residual. Conformaron el Gobierno de Flensburg. Los Aliados lo dejaron para tranquilizar a la población alemana y para que colaboraran en algunas tareas logísticas indispensables para que las poblaciones no murieran de inanición. El Almirante creyó que entre tanta muerte y caída, él saldría indemne. Pero no. Ese gobierno residual fue breve. El 23 de mayo lo depusieron y fue detenido. Al año siguiente lo juzgaron en Nuremberg como criminal de guerra. La condena fue de diez años de prisión. Tras cumplirla retomó su vida en Alemania y vivió hasta 1980.
Volvamos al joven que escuchaba la radio alemana a decenas de kilómetros de Londres. Hacía casi diez años que él y su hermano estaban en Inglaterra. Su padre, un alemán de origen judío, los envió a las Islas Británicas apenas percibió el avance del nazismo. La familia ya nunca pudo volver a juntarse. Karl Lehmann escuchaba las radios alemanas y pasaba la información a autoridades militares inglesas. Esa noche, la música clásica lo estaba durmiendo. Cuando escuchó el discurso de Dönitz anotó a toda velocidad, palabra por palabra. Luego, comunicó la información y todos los que estaban allí se pusieron a gritar y a bailar de la alegría. Hitler estaba muerto. El fin de la guerra se aproximaba.
Los diarios de Inglaterra y Estados Unidos tardaron casi 48 horas en comunicar la noticia. El 2 de mayo muchos con letras catástrofe consignaban: Murió Hitler. Casi ninguno habló de suicidio. Tampoco afirmaron de qué manera se había producido el deceso. No creían del todo las afirmaciones de Dönitz. Repetían lo que él había dicho: la guerra continuaba. La revista Time unos días después, publicó en tapa la cara de Hitler tachada con una gran equis roja. Modalidad que repitió pocas veces en su historia. Los otros tachados fueron Saddam Hussein, Bin Laden y Abu Musab al Zarqawi, otro terrorista islámico. En el cuerpo de la nota Time decía que Hitler estaba fuera de juego, ya sea porque estuviera muerto o porque se hubiera escapado con destino incierto.
Porque en esos días las versiones eran muchas y las certezas muy escasas. Los militares aliados en Europa y los servicios de inteligencia recibían casi diariamente reportes de que Hitler había sido visto en lugares insólitos, muy alejados entre sí y simultáneamente. En Insbruck, en Oslo, en una isla mediterráneo italiana, paseando por España o instalado en un campo en medio de la Pampa Húmeda en Argentina.
Apenas conoció la noticia en medio de la noche, Stalin ordenó a sus generales que investigaran y que le llevaran certezas. Los soviéticos avanzaron sobre la Cancillería. Cuando ingresaron el 3 de mayo no encontraron los cuerpos de Hitler ni de Eva Braun. Rescataron piezas dentales, huesos y un cráneo, todo chamuscado por el fuego, que fueron enviadas a Moscú. Apresaron a ex colaboradores y los interrogaron. Las versiones eran coincidentes. Hitler se había suicidado junto a su esposa y luego sus cadáveres habían sido prendidos fuego por una orden suya. Pero Stalin sabía que sembrando la duda confundía al resto de las potencias.
Los británicos tiempo después enviaron al historiador Hugh Trevor Roper a reconstruir los hechos. Su informe fuero claro. Estableció que Hitler había ingresado al búnker en enero de 1945 y ya nunca había salido de allí, hasta que se suicidó el 30 de abril cuando había toda esperanza de la victoria nazi.
El Tercer Reich que prometió 1.000 años de hegemonía se apagó en 1945 con la derrota bélica. Un día después de la rendición incondicional ante los norteamericanos, el 8 de mayo otro general alemán debió firmar la capitulación ante los soviéticos.
Berlín estaba bajo el mando del Ejército Rojo. Eisenhower había subestimado la importancia de la ciudad. Psicológica y políticamente Berlín era el epicentro. Allí se quedó Hitler hasta que fue dejado sin opciones. Los soviéticos tuvieron una ventaja de más de un mes y medio en el lugar. La Guerra Fría ya había empezado.
Aquellos que creyeron que una vez que terminaron los enfrentamientos todo volvería a la normalidad, estaban muy equivocados. El daño era demasiado grande.
Berlín era un revoltijo de escombros, cadáveres, gente deambulando sin tener donde ir, hambre atroz, hedor y crímenes horribles. Un paisaje post apocalíptico. Las tropas soviéticas saqueaban lo poco que quedaba en pie, y saciaban sus necesidades sexuales violando a cada mujer con la que se cruzaban. Los soviéticos acumulaban odio contra los nazis. Cualquier “devolución” les parecía apropiada, nada era desmedido para ellos. Los habitaba la convicción de que los alemanes se merecían lo peor. La anuencia y falta de castigo por parte de las autoridades de la fuerza vencedora colaboró. La impunidad era la norma.
Una imagen de un día cualquiera de mayo o junio de 1945 en Berlín: El frío es muy intenso. Los que caminan, lo hacen con lentitud, abrigados con lo que encontraron, con los que les quedó, o con lo que le pudieron sacar a algún muerto. Las bocas y narices tapadas por pañuelos sucios; el polvo convierte al aire en irrespirable. Las miradas están vacías. Alrededor, cada edificio, que se ve está destruido. Solo quedan estructuras corroídas por las bombas. En toda la ciudad no debe haber resistido el vidrio de ninguna ventana. Por esos huecos se asoman brazos de fuego. No se distingue la calle de lo que fue la vereda. Los escombros se amontonan con desorden en cada metro cuadrado. Las columnas de humo, erguidas y fantasmales, funcionan como telón de fondo. Berlín, mayo de 1945. El que pensó que lo peor ya había pasado se equivocó.
Se repite que luego del suicidio de Adolf Hitler el 30 de abril, la capitulación alemana del 8 de mayo, el triunfo definitivo de los Aliados (y por ende la derrota total del nazismo) y el descubrimiento de los campos de concentración, una nueva era comenzaba en Europa. El nazismo había sido vencido. La Hora Cero de Alemania (y del nuevo mundo). En alemán, no sorprende, hay una expresión para denominar ese momento: Stunde Null. Un quiebre radical con el pasado. Y un nuevo comienzo. Suele creerse que a partir de ese momento todo cambió para mejor. Pero para que eso sucediera tuvo que pasar mucho tiempo, demasiadas muertes y atravesar desgarros inimaginables.
Esa Hora Cero se convirtió en un tiempo tenebroso para los alemanes. No se trataba de la humillación de la derrota. Ni siquiera de la destrucción de sus viviendas e industrias. Fue todo mucho peor.
La escasez de comida en los últimos días de la guerra se transformó en un problema severo. Cuando algún producto llegaba a un negocio, la voz corría a gran velocidad y se formaban largas colas. A veces la necesidad era tan grande que las filas se mantenían invariables en medio de los bombardeos.
El general soviético Berzarin ordenó instalar cocinas de campaña en las calles destruidas para alimentar a la población civil. Los grandes depósitos con comida, que antes se comerciaban en el mercado negro, fueron saqueados por los soldados soviéticos que utilizaron esos bienes para saciar su hambre y para conseguir saciar otros apetitos. Más allá de que empezó a funcionar el trueque como paliativo, muchos alemanes también robaban. Se instaló un nuevo término: Fringsen que significaba algo así como “robar para subsisitir”. Se originó en unos dichos de un cardenal de Colonia, Joseph Frings, que dio su bendición a los que robaban para alimentar a sus familias. Existen también rumores de que ante el desesperante cuadro hubo quienes incurrieron en el canibalismo.
La ciudad se convirtió en un “coto de caza” de mujeres de todas las edades. Los soldados soviéticos se dedicaron a violarlas bajo cualquier circunstancia. Adolescentes, adultas, ancianas, fuertes o enfermas fueron sometidas por soldados que celebraban con algarabía cada uno de estos violentos abusos. De nenas de 12 años a señoras de 70. Según el historiador William Hitchcock la mayoría fue abusada en repetidas ocasiones. Algunas sufrieron 60 violaciones. Se calcula que 10 mil mujeres murieron a causa de estos hechos ya sea directamente por las agresiones recibidas, por complicaciones con los abortos o por suicidio.
“Recuerdo a una alemana violada. Yacía desnuda y en la entrepierna le habían metido una granada. Ahora siento vergüenza pero en ese momento no la sentí. Una vez unas mujeres alemanas llegaron a nuestro batallón para ver al comandante, lloraban. Cuando el médico las revisó vio que tenían heridas ahí. Estaban completamente desgarradas. Las bombachas estaban completamente teñidas por la sangre”, dice A. Ratkina en el testimonio recogido por Alexeivich en La guerra no tiene rostro de mujer. La mujer luego le pidió a Svetlana que no publicara eso, que borrara el cassette, al tiempo que decía: “Es verdad. Todo es verdad”.
Una periodista llevó un diario de esos días de 1945. Con el tiempo ese cuaderno fue encontrado y publicado, con el título de Una mujer en Berlín. La autora permaneció en el anonimato. El texto es un testimonio cruel, seco y revelador. Cuenta como un atardecer la vinieron a buscar para que con sus conocimientos rudimentarios de ruso hiciera desistir a unos soldados soviéticos de violar a la dueña de un local de venta de bebidas alcohólicas. La mujer tenía varios kilos de más. Los soviéticos las preferían de esa manera, consideraban que más carne implicaba más vida. El primer blanco de los violadores eran las mujeres más rellenas. Pero en Berlín eran pocas las personas que mantenían su peso. La mayoría había bajado muchos kilos en los últimos meses. Pero como el negocio de la señora funcionaba (todos compraban alcohol para olvidar los malos momentos) se convirtió en uno de los primeros objetivos de las violaciones. Cuando nuestra periodista fue a mediar encontró a la mujer en el suelo rodeada de soviéticos en medio de un refugio. Había muchos otros civiles alemanes que miraban impávidos. La conversación con la recién llegada distrajo a los soldados que salieron del refugio para parlamentar e hicieron que ella los siguiera. Ya en el pasillo comenzaron a tironear de la intérprete. Rasgaron su vestido, destrozaron la ropa interior. La puerta del refugio se cerró de inmediato. La habían dejado sola. Cuando los tres soldados soviéticos se cansaron y se marcharon, ella regresó pero para que le abrieran tuvo que asegurarles que los soldados se habían ido. Cuando ingresó, los increpó porque la habían abandonado. Nadie pudo mirarla a los ojos.
La autora, al avanzar las páginas de ese libro extraordinario que refleja los hechos y la atmósfera de esos días en Berlín, cuenta que negoció con ella misma para intentar sobrevivir y aceptaba las visitas de un comandante del Ejército Rojo. De esa manera dejaba de ser la presa de decenas de soldados. Entre un episodio y otro solo había pasado una semana.
A veces, sin embargo, no se trataba de un ataque artero en una calle o en la intrusión a un domicilio privado. A algunas mujeres les golpeaban la puerta con comida en la mano. Algún oficial traía un pedazo de carne o algunas verduras para que la alemana que vivía en ese lugar le cocinara. Ellas debían simular que todo estaba bien, que se trataba de una situación natural. Luego de la amable cena, el militar abusaba sexualmente de la dueña de casa.
Otro punto fue la bebida. Los jerarcas nazis habían decidido no destruir las reservas de alcohol del país en su repliegue hacia Berlín. La hipótesis que manejaron era que los soviéticos, con su propensión cultural al alcohol sumada a la larga abstinencia, arrasarían con esas bebidas almacenadas y su capacidad de combate disminuiría de manera notable. Creían que esa era su chance de vencerlos. Pero el cálculo, una vez más, resulto erróneo. Ese alcohol tomado desbocadamente convirtió la situación en más inmanejable todavía.
Estos sucesos no fueron demasiados difundidos. Primó el silencio y el ocultamiento durante décadas. Lo motivos fueron diversos. Por un lado el régimen soviético desmintió y desestimó las acusaciones. Como solía hacer, el Kremlin aducía que todo se trataba de una campaña de desprestigio coordinada desde Occidente, que el Hombre Nuevo Comunista era incapaz de tales actos. Por su parte las mujeres alemanas callaban por vergüenza; ocultaban el ultraje para evitar ser mal miradas, para no tener que cargar con semejante peso. Pero en Alemania había otra causa de silencio: los hombres de esas mujeres las hacían callar; eran ellos los que no querían que esas historias terribles tuvieran difusión.
Las cifras que los historiadores manejan son escalofriantes. Se cree que hubo en ese periodo alrededor de dos millones de violaciones en toda Alemania. Algunas mujeres eran abusadas por 20 hombres que se turnaban. Aumentó también el número de abortos de manera drástica. Se calcula que el 90 por ciento de los embarazos producto de esos eventos fueron interrumpidos en clínicas de Alemania. Hubo un incremento dramático en los casos de suicidios femeninos y de las muertes provocados por estos. A los chicos que nacieron nueve meses más tarde se los conoció como Los bebés rusos.
La guerra había terminado. Pero faltaba mucho para que la vida volviera a ser normal.
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