Fue hace casi una década, pero podría hacer un siglo. Las revistas de actualidad todavía marcaban agenda y con el entonces director de Fotografía de Gente, Santiago Turienzo, llegamos una semana antes a Amsterdam para contar el clima de la previa. Mi compañero –mi amigo– tenía mucha más experiencia que yo: ya había estado ahí en febrero de 2002 para el casamiento de Máxima Zorreguieta con el príncipe Guillermo Alejandro de Orange-Nassau, y me aseguraba que aunque el despliegue que yo veía era impresionante, no era el mismo que el que él había visto en su visita anterior. Pero para nosotros, sin embargo, lo que estaba a punto de ocurrir era mucho más trascendente, histórico: por primera vez una argentina sería reina de una corona europea.
Desde la redacción, en Buenos Aires, insistían en que mandáramos una gran cobertura sobre la “Maximanía”, había que llenar una edición completa de venta asegurada. Pero lo cierto era que en las calles de Holanda aún no había tanto como eso, sino un pueblo que adoraba a su monarca, Beatriz, y que mientras se resignaba a despedirla después de treinta y tres años, había también aceptado a su hijo como el rey venidero. Las figuras omnipresentes en los discursos y en las imágenes públicas eran ellos: pasado y presente en armoniosa transición.
La de Holanda es una monarquía parlamentaria y moderna como su sociedad, y la entonces princesa Máxima se había ganado su segundo o tercer lugar –el de inminente reina consorte– a pura sonrisa y corazón. Aunque desde la Argentina quisiera forzarse para ella un rol más estelar, se notaba también en la gente que a ella también parecía alcanzarle con ese papel y que esa sencillez –la misma que la hacía llevar a sus hijas en bicicleta a la escuela pública o disfrutar de la llegada de sus amigas más íntimas a su refugio de Wassenar como cualquier mortal– era la que hacía que la quisieran y confiaran en ella. Sin exageraciones, pero también sin reparos. Al punto en que cuando con Santiago decíamos que éramos argentinos, los locales nos respondían como en otro lugar del mundo, con el clásico: “Evita, Maradona”; para ellos Máxima era tan holandesa como los tulipanes.
Todo el sacrificio, las horas de estudio hasta hablar el idioma a la perfección, las lágrimas por la ausencia de su padres en la misma Nieuwe Kerk en donde pronto sería ungida reina, el dolor de saber que ahora también debían estar ausentes; todo eso había valido la pena. El mismo Parlamento que estuvo a punto de impedir su boda diez años antes, votó en 2011 para que pudiera ser consorte cuando Guillermo fuera coronado. Y el pueblo estaba de su lado. Si la Maximanía todavía no era evidente, sí era cierto que las vidrieras de las boutiques copiaban su look y su foto junto al futuro rey se reproducía en platos, tazas, banderines y todo tipo de souvenirs.
Con el correr de los días, las calles de la ciudad se tiñeron de naranja: la gente iba vestida con los colores de la corona de la cabeza los pies y el merchandising se vendía en cada esquina; había bailes de puertas abiertas en todas las cuadras y en pequeñas embarcaciones en los canales; el humo anaranjado cubría la zona roja, las hordas de bicicletas y los smoking bars. Y si con eso no alcanzaba, vendedores ambulantes ofrecían pelucas y gafas naranjas para entender la realidad con el color local. Amsterdam era una fiesta.
El enviado oficial del gobierno argentino, entonces presidido por Cristina Ferrnández de Kirchner, era Amado Boudou junto a su novia de ese momento, Agustina Kämper. En la comitiva que había llegado desde Buenos Aires para representar al país de la futura reina en la ceremonia también estaba la entonces presidenta del Senado, Beatríz Rojkés de Alperovich. En la puerta de la casa de Ana Frank, aseguraron traer “el saludo de Cristina y del pueblo argentino”. Con el diario del lunes es extraño pensar que Máxima tuvo que aceptar que su padre no estuviera entre los dos mil invitados a su entronización, pero fue forzada a recibir en cambio a tan particulares embajadores.
La noche del 29, con Santiago no dormimos. Él sabía por experiencia que había que buscar lugar temprano en la plaza si queríamos ver llegar a los nueves reyes en su carroza de oro. A eso de las siete de la tarde nos acomodamos bien cerca de la entrada de la Iglesia. A esa hora parecía una locura, pero hacia la medianoche ya era un hervidero de cronistas y fotógrafos de todo el mundo. Lo habíamos logrado: estábamos en un lugar de privilegio.
Contábamos además con el factor argentino. Sabíamos que si en el momento exacto Máxima escuchaba nuestro acento, teníamos más chances que otros periodistas de que nos devolviera lo que más cotizaba para nuestra edición de esa semana: la sonrisa con la que había conquistado al príncipe heredero y a su pueblo. Estábamos decididos a hacer el intento.
Creo que esa noche llovió y hacía frío. Tengo la memoria de los pies helados aunque era primavera. A la mañana salió el sol y estábamos pasados de vueltas. La ceremonia comenzaría recién después del mediodía del 30 de abril de 2013. De pronto empezamos a ver llegar uno por uno a los invitados, los miembros de las otras casas reales, políticos y amigos que no podíamos googlear porque en esa época no había conexión.
Reconocimos a sus tres amigas incondicionales, que se habían alojado con sus maridos en casa de Máxima. Sabíamos que ella todavía casi no había podido verlas a solas. Les pegamos un grito argentinísimo y nos devolvieron el saludo. Punto para nosotros: teníamos la foto.
Entonces la vimos llegar, azul y perfecta en un diseño del holandés Jan Taminiau, ya con la tiara de diamantes y zafiros que el rey Guillermo III regaló a la reina Emma en el SXIX. A paso firme hacia su destino de reina y, como en su casamiento, sin dejar de sostenerle la mano a Alex, que acababa de jurar en la Reunión Plenaria de los Estados Generales. Cercana, pero nacida para moverse entre la realeza; sin perder de vista a Amalia, su hija mayor –vestida también de azul, igual que sus hermanas, Alexia y Ariane–, y primera desde ese día en la línea sucesoria tras el accidente del príncipe Friso un año antes.
Habíamos visto en vivo su última entrevista como princesa junto a Guillermo. Era verdad que parecía holandesa. Y que todo parecía darse con más naturalidad y alegría que en otras coronas europeas. Detrás del protocolo y las formalidades, ellos se reían con la gracia sin impostaciones de los que se quieren en serio. Contaron cómo hablaron con sus hijas de lo que estaba a punto de pasar y cuánto le agradecían a la Reina haberles dado un tiempo para disfrutar con ellas y sus más íntimos un último tiempo antes de asumir el compromiso más grande de sus vidas.
Hablaron de la ambigüedad de lo que sentían y del valor de enfrentarlo juntos. Contaron los consejos que les dio Beatriz el día que les dijo que abdicaría: “Sean fieles a ustedes mismos, manténganse en su eje y traten de no soplar contra todos los vientos. Si son auténticos y defiendan sus opiniones, su reinado será largo”.
Parecían auténticos también esa tarde en la Nieuwe Kerk. Y era encantador verlos. Ni Santiago ni yo atinamos a gritarles como habíamos pensado, sino a respetar la magia de ese momento histórico. Para cuando recuperamos el habla, ya habían pasado delante nuestro y seguramente eso nos salvó de ser apercibidos por la guardia real. Pero en mi recuerdo, que ahora se desdibuja entre el humo naranja de los festejos, la foto en la que saluda sonriente mirando a nuestra cámara, la logramos después de estar parados 24 horas y gracias a que le gritamos: “Máxima, ¡somos argentinos!”
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