Acostado en el fondo del camión, fingiéndose borracho y semidormido, cubierto con una manta militar y el casco volcado hacia adelante para ocultar el rostro, el hombre con uniforme de suboficial alemán trataba de pasar inadvertido. Si el engaño resultaba, en una hora llegaría a la frontera suiza y estaría provisoriamente a salvo.
Con los ojos cerrados, escuchaba las conversaciones de afuera. El teniente de las SS Fritz Birzer, al mando del convoy, acababa de negociar con los partisanos que, muy superiores en número y poder de fuego, lo habían rodeado cerca del pueblo de Dongo, en la costa noroeste del lago de Como.
Tal vez el hombre acostado en el fondo del camión haya pensado con los ojos cerrados en su personaje de borracho semidormido que el teniente Birzer había acertado al darle un uniforme de suboficial de la Wehrmacht como salvoconducto.
Los partisanos, que ya habían identificado al funcionario de la RSI (República Social Italiana) Francesco Barracu, acordaban permitir la retirada de los alemanes a cambio de la entrega de todos los italianos que viajaban con ellos.
Eran las siete de la mañana del 27 de abril de 1945 cuando, antes de dejar que los alemanes continuaran su viaje, los partisanos decidieron hacer una última revisión de los camiones. Uno de ellos, de nombre Giusseppe Negri, subió a la caja donde reposaba el suboficial borracho y lo miró con atención. Un segundo después gritó:
-¡Es Mussolini!
Urbano Lazzaro, jefe del grupo de la resistencia italiana, saltó a la caja del camión en el momento que el supuesto suboficial se ponía de pie, entregado. También lo reconoció y le ordenó bajar del vehículo.
“Su rostro era como cera y su mirada vidriosa, pero de alguna manera ciega. Leí agotamiento total, pero no miedo... Mussolini parecía completamente carente de voluntad, espiritualmente muerto”, contaría después.
Al otrora poderoso Duce le quedaban poco más de 24 horas de vida.
El final de Saló
Para mediados de abril de 1945, Benito Mussolini tuvo la certeza de que la Republica de Saló, el estado títere alemán en el norte de Italia donde lo había instalado Adolf Hitler, tenía los días contados. Con el colapso final de la “Línea Gótica” del ejército alemán en los Apeninos, la derrota total para la República Social Italiana y sus protectores nazis era inminente.
En un primer momento, Mussolini pensó que podría resistir en Valtellina, un valle de la Lombardía, si conseguía reunir las fuerzas suficientes. También barajó la posibilidad de hacerse fuerte en Milán, con la ilusión de transformar a la ciudad del norte de Italia en una suerte de Stalingrado, donde no pudieran capturarlo o, por lo menos, negociaría desde una posición menos débil.
En sus planes imaginó tres opciones: resistir con todas las fuerzas que pudiera reunir, llegar a un acuerdo con los aliados o la resistencia partisana para lograr una capitulación acordada que le salvara la vida o, en última instancia, escapar a Suiza, un país neutral desde donde podría refugiarse en la España franquista a la que tanto había ayudado durante la Guerra Civil.
Llegó a Milán el 18 de abril y consiguió concertar una reunión con la resistencia para el 25 de abril en el palacio arzobispal, con la mediación del cardenal Ildefonso Schuster. El encuentro empezó a las tres de la tarde del día fijado, pero no prosperó. En medio de la reunión llegó la noticia de que el general de la Waffen-SS Karl Wolff había solicitado el cese de las hostilidades para ese mismo día. El alemán quería llevar a sus tropas a Alemania, dejando al gobierno de Saló librado a su propia suerte.
Agotadas las opciones, Benito Mussolini planificó su huida: Suiza era la última posibilidad de salvarse que le quedaba.
Disfrazado para escapar
Los alemanes en retirada se prestaron a ayudarlo: lo llevarían a Suiza disfrazado de soldado de la Wehrmacht en un convoy que formaba parte de la retirada ordenada por el general Wolff. Salieron a las tres de la mañana del 27 de abril.
En su huida, Mussolini dejó atrás a su esposa, Rachele Guidi, y a sus cinco hijos, en el Lago de Como, pero se llevó consigo a su amante Clara Petacci y al hermano de esta, Marcello, que pretendían hacerse pasar por el cónsul español y su esposa. Petacci tenía un pasaporte de ese país a nombre de Donna Carmen Sans Balsells.
Los fascistas en fuga eran alrededor de cincuenta, entre los que se contaban también estaba la supuesta hija natural de Mussolini, Elena Curti, y los dirigentes Alessandro Pavolini y Nicola Bombacci. Todos iban como civiles, con pasaportes falsos, menos Il Duce enfundado en su uniforme de suboficial.
A las siete de la mañana el convoy fue interceptado cerca de Dongo por los partisanos al mando de Urbano Lazzaro. Hubo un breve tiroteo y un alto el fuego durante el cual se llegó a un acuerdo: a cambio de dejar a los italianos, los alemanes podrían seguir.
Con su disfraz de soldado, Benito Mussolini estuvo a punto de lograrlo.
La detención
Arrestado, Mussolini pasó el resto del día y parte de la noche en el cuartel de policía de Dongo. Allí respondió voluntariamente las preguntas que se le hicieron y pasó el tiempo discutiendo sobre política y guerra con sus guardianes. Antes de acostarse, alrededor de las once y media de la noche, los partisanos le pidieron que firmara una declaración:
“La 52.ª Brigada Garibaldi me capturó hoy, viernes 27 de abril, en la plaza Dongo. El tratamiento utilizado durante y después de la captura ha sido correcto”, decía.
La firmó.
A las dos y media de la mañana lo despertaron y lo trasladaron a una granja de las afueras de la ciudad, propiedad de una familia de campesinos y partisanos de apellido De María. Cuando preguntó la razón, le dijeron que había combates cerca del lago y que querían evitar que fuera rescatado por algún grupo fascista.
Allí Mussolini se encontró con Clara Petacci, que había pedido a los partisanos que le permitieran estar con él.
Para entonces el líder socialista de los partisanos Sandro Pertini –que con los años sería presidente de Italia– había anunciado por radio la suerte del Duce prisionero:
“El jefe de esta asociación de delincuentes, Mussolini, aunque amarillo por el rencor y el miedo y tratando de cruzar la frontera suiza, ha sido arrestado. Debe ser entregado a un tribunal popular que pueda juzgarlo rápidamente. Queremos esto, aunque pensemos que un pelotón de ejecución es demasiado honor para este hombre. Merecería ser asesinado como un perro sarnoso”, leyó frente al micrófono de Radio Milano.
Tironeos con los Aliados
El comunicado leído por Pertini en nombre del Comité de Liberación Nacional de la Alta Italia (CLN) contradecía el acuerdo firmado en Malta, en septiembre de 1943, por el general norteamericano Dwight Eisenhower y Pietro Badoglio, primer ministro en la Italia liberada por los Aliados.
El acuerdo establecía que “Benito Mussolini, sus principales asociados fascistas y todas las personas sospechosas de haber cometido crímenes de guerra o delitos similares, cuyos nombres figuran en las listas que serán comunicadas por la Sociedad de las Naciones y que ahora o en el futuro están en territorio controlado por el comando militar aliado o por el gobierno italiano, serán arrestado de inmediato y entregados a las fuerzas de la sociedad de las Naciones”.
Pero el CLN no estaba dispuesto a entregar a Mussolini. Apenas el alto mando partisano supo que Lazzaro había capturado al Duce y sus acólitos envió una misión a Dongo con una orden precisa: matar a Mussolini.
El encargado de ejecutarlo sería Walter Audisio, un partisano comunista que usaba el nombre de guerra “Coronel Valerio” (Colonnello Valerio).
La decisión fue tomada al más alto nivel del CLN por los representantes del Partido Acción, Leo Valiani; el representante socialista, Sandro Pertini, y los comunistas Emilio Sereni y Luis Longo.
Estos mismos dirigentes idearon una maniobra de distracción para que los aliados no intentaran interferir en sus planes. A las tres de la mañana el servicio de radio partisano envió un fonograma al mando aliado en Italia informando que no podrían entregar a Mussolini porque había sido juzgado por el Tribunal Popular y ejecutado “en el mismo lugar donde quince patriotas fueron fusilados previamente por nazifascistas”.
Mussolini todavía estaba vivo, pero su suerte había sido sellada.
La ejecución y el escarnio
Durante décadas corrieron versiones contradictorias sobre cómo fue ejecutado Mussolini: desde que lo mataron por accidente cuando lo trasladaban; que lo había fusilado el partisano que lo capturó, Urbano Lazzaro, luego de un juicio sumario; que los disparos finales los realizó un comando británico de acciones encubiertas por expresa orden de Winston Churchill. Se llegaron a barajar doce nombres para identificar el ejecutor.
En 1975, luego de la muerte de Audisio y de otro integrante del grupo partisano enviado por el mando del CLN para matar a Mussolini, Aldo Lampredi, se conocieron escritos inéditos de ambos que coinciden en lo esencial al describir los últimos minutos y las muertes del dictador prisionero y Clara Petacci.
El comando liderado por Audisio fue a buscar a Mussolini y Petacci a la granja donde estaban prisioneros y los trasladó hasta la aldea de Giulino di Mezzegra, donde se los hizo bajar del vehículo frente a las puertas de Villa Belmonte.
Llegaron poco después de las cuatro de la tarde del 28 de abril y, con Mussolini y Petacci de pie contra una pared, Audisio leyó una breve sentencia de muerte en nombre del pueblo italiano. Luego levantó su ametralladora y le gritó a Petacci que se alejara, que ella no estaba condenada a muerte.
En lugar de obedecer, Clara abrazo al Duce caído e intentó interponerse. Audisio apretó el gatillo, pero se le trabó la ametralladora y debió pedirle la suya a un compañero. La primera ráfaga mató a Petacci, que cayó a los pies de Mussolini. La segunda impactó cinco balas en el pecho del dictador. Mussolini se derrumbó todavía con vida y Audisio le dio un tiro de gracia en el corazón.
Al día siguiente, los dos cadáveres fueron colgados cabeza abajo en la Plaza Loreto de Milán, en el mismo lugar donde en agosto de 1944 los fascistas habían fusilado a quince partisanos como represalia por los bombardeos aliados.
Una versión nunca comprobada sostiene que, después de esas ejecuciones, Mussolini dijo: “Por la sangre de la Plaza de Loreto, pagaremos caro”.
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