A pesar de estar recién casados las cosas no iban de todo bien para Arlis y Bruce Perry. Tanto que la noche del 12 de octubre de 1974 a eso de las diez y media, una pequeña discusión sobre quién debía inflar las gomas del auto terminó en una fuerte pelea de pareja. Tanto que Arlis, de 19 años, prefirió ir a rezar a la iglesia más cercana en lugar de volver entrar a la casa y Bruce la dejó ir sin pensar que la noche estaba oscura y podía ser peligrosa.
Bruce –lo reconocería después– estaba tan enojado que se acostó y se quedó dormido cerca de la medianoche sin preocuparse por Arlis, que todavía no había vuelto. Recién se preguntó dónde estaría su mujer a las 3 de la mañana, cuando se despertó y no la vio a su lado, en la cama, ni tampoco en el departamento que ocupaban en el campus.
Entonces sí se asustó y llamó a la policía de Stanford, aunque sin suerte, porque le dijeron que para declarar desaparecida a una persona debían pasar 48 horas.
Arlis apareció a las 6 de la mañana, pero muerta. La encontró Stephen Crawford, un guardia de seguridad de la Universidad de Stanford -donde ella y Bruce estudiaban–, en el altar de la Iglesia Conmemorativa del campus. Estaba boca arriba boca arriba con las manos cruzadas sobre su pecho, desnuda de la cintura para abajo, con una vela del altar insertada en la vagina y otra entre los senos. Las velas medían un metro de largo. En la parte posterior de la cabeza de Arlis sobresalía un pico de hielo al que le faltaba parte del mango. Con eso la habían matado.
La policía sumó uno más uno y tuvo dos sospechosos: el marido Bruce y el guardia Crawford. El primero porque en casos así el marido siempre es sospechoso hasta que demuestre lo contrario; el segundo por haber encontrado el cadáver, pero también porque había cumplido su turno de guardia durante toda la noche cerca de la escena del crimen.
La escena y las coartadas
La policía pudo reconstruir –gracias al testimonio de una estudiante– que Arlis había entrado a la Iglesia alrededor de las once de la noche. También que a esa hora había otros seis fieles en su interior. Cinco de ellos fueron descartados porque tenían coartadas; uno no pudo ser identificado, nadie lo conocía.
Crawford dijo en el interrogatorio que había entrado a la Iglesia poco después de las once de la noche para avisar a los feligreses que en pocos minutos la cerraría y que se fue a dar una vuelta por los alrededores. Según sus cálculos, volvió unos quince minutos después y cerró la puerta con llave, sin mirar si quedaba alguien adentro. Cuando volvió a las seis de la mañana, testimonió, encontró la puerta del lado oeste abierta, forzada desde adentro, y el cuerpo de la difunta en el altar.
En la escena del crimen, los investigadores encontraron los jeans de Arlis a unos metros del cuerpo y semen sobre la almohada de un reclinatorio. También descubrieron la impresión parcial de la palma de una mano sobre la vela que Arlis tenía en la vagina.
En 1974 los análisis de ADN para identificar criminales eran todavía ciencia ficción y la huella no coincidía con las de Bruce ni las de Perry. Además, todo el mundo tocaba esas velas, la huella podía ser de cualquier feligrés.
Por esa razón, Crawford fue descartado como sospechoso. Perry, en cambio, tuvo que esperar más para que dejaran de tenerlo en la mira: reconoció que había discutido con Arlis y su única coartada era que pasó toda la noche en su casa, pero no tenía a nadie que lo confirmara. Su llamada de las tres de la mañana a la policía bien podía ser una maniobra para desviar la investigación.
Demoraron meses en descartarlo, hasta que se convencieron de que no podían probarle nada.
El hijo de Sam y un ritual satánico
Por la manera y el lugar en que fue encontrado el cuerpo de Arlis, los investigadores manejaron también la hipótesis que la chica hubiera sido víctima de un ritual satánico. Durante la época del asesinato de Perry, la familia Manson se abría paso por el sur de California y se multiplicaba ese tipo de sectas.
En cambio, descartaron que el crimen tuviera relación con dos casos de mujeres asesinadas en la zona el año anterior. El modus operandi de los asesinos era completamente diferente.
La teoría del crimen ritual era plausible, pero no sirvió de nada a la hora de encontrar a uno o más culpables. La investigación quedó estancada durante casi cuatro años, hasta que en 1978 entró en escena David Bercowitz, el asesino en serie conocido como “El Hijo de Sam”.
Berkowitz había confesado haber matado a seis personas e herido a varias más en una serie de espeluznantes crímenes perpetrados en las calles de la ciudad de Nueva York a partir de 1976. Después de su arresto en agosto de 1977, le dijo a la policía que había actuado solo y que sus asesinatos eran porque una voz le ordenaba matar a alguien.
La policía, sin embargo, creía que Berkowitz no había matado en soledad, sino que era parte de un culto satánico al que pertenecían, entre otros, los hermanos John y Michael Carr. Cuando John Carr apareció muerto a tiros en circunstancias misteriosas solo seis meses después de la captura del “Hijo de Sam”, los investigadores también encontraron testigos que sugirieron no solo que Berkowitz y John Carr se conocían, sino que estaban involucrados en el ocultismo.
Por eso, cuando la policía de Stanford recibió un paquete enviado por Berkowitz desde la cárcel, volvió a tener esperanzas de resolver el caso. El envío consistía en una suerte de postal con la imagen de una persona participando en un culto del diablo y un libro titulado “Anatomía de la brujería”, de Peter Haining. En los márgenes de una de las páginas del libro, se leía un escrito de puño y letra de Berkowitz: “Arlis Perry, acechada, cazada y asesinada”, decía.
Cuando lo interrogaron sobre el mensaje en 1978, “El Hijo de Sam” no abrió la boca. Sin embargo, tres años después envió una carta donde aseguraba que tenía información sobre el asesinato de Arlis, que había estado en una reunión satánica donde alguien dijo que la había matado.
Volvieron a interrogarlo, pero no quiso revelar la identidad del asesino. “Si sigo hablando, van a pensar que soy un soplón”, fue su única respuesta. Los investigadores se fueron con las manos vacías y llegaron a la conclusión de que Berkowitz no sabía nada, que simplemente los estaba molestando.
El caso siguió abierto, pero durante 44 años no hubo novedades. Se transformó en un “cold case” sin resolución.
El ADN y un suicidio
Hubo que esperar hasta 2018 para que en los Estados Unidos se comenzaran a realizar cotejos de muestras de sangre, semen, restos de piel o cabellos de casos antiguos que no estaban resueltos con las muestras de los bancos de ADN.
En junio de ese año, finalmente, el ADN del semen encontrado sobre el almohadón de un reclinatorio en la escena del crimen de Arlis Perry en la Iglesia Conmemorativa de Stanford. El resultado no dejó dudas: coincidía en un 99.99% con el del guardia Stephen Crawford.
Hubo algo de suerte para que saltara la coincidencia. En 1974 no se tomaban muestras de ADN de los sospechosos, pero Crawford había sido procesado por el robo de libros y obras de arte de la Universidad de Stanford en 1992 y ahí sí había entrado en el registro.
Como consecuencia del robo, además de quedar en el banco de datos, Crawford había perdido el trabajo y no tenía un domicilio registrado.
Los investigadores de Oficina del Sheriff del Condado de Santa Clara, California, demoraron unos días en localizarlo: vivía en un complejo de departamentos en San José. Un grupo de policías llegó allí el 28 de junio y le preguntó al encargado de los edificios cuál era el departamento que ocupaba Crawford. El hombre se los indicó, no sin antes preguntar:
-Es un buen tipo, amable con todos, ¿qué hizo?
No obtuvo respuesta.
Los policías golpearon a la puerta del departamento y cuando Crawford preguntó desde adentro quiénes eran, se identificaron. Sin abrir la puerta, les pidió unos minutos para vestirse. Un minuto después se escuchó un tiro. Al entrar encontraron a Crawford, de 72 años, muerto sobre la cama de un disparo en la cabeza.
Acorralado, el asesino de Arlis Perry no quiso entregarse y se llevó a la tumba los secretos de la escabrosa escena que montó alrededor de su crimen.
En su exigua biblioteca guardaba un ejemplar de “Anatomía de la brujería”.
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