Un 21 de abril de 1997, hace exactamente 25 años, se produjo un hito en la carrera espacial, un bautismo algo paradójico: se produjo el primer sepelio espacial de la historia. Las cenizas de 24 personas orbitando alrededor del planeta. Varios en esa tripulación fúnebre habían sido celebridades. Timothy Leary, el gurú del LSD, o Gene Roddenberry, el creador de Star Trek. Había también especialistas en ingeniería de cohetes, ex científicos nazis y el primero en diseñar una ciudad espacial. Lo que unía a los 24 era su vocación por conocer el espacio, el deseo incumplido de convertirse en astronautas. En inglés a estos pioneros póstumos los llamaron ashtronauts (un juego de palabras entre el ash de ceniza y astronauta).
En 1994 se creó una empresa muy particular. Celestis Inc, con sede en Houston, ofrecía funerales espaciales. Poder concretar la idea les llevó tres años. El primer vuelo o la primera misión estuvo integrado por 24 pequeñas cápsulas cilíndricas, similares a un lápiz labial, que contenían, cada una, 7 gramos de cenizas de estas personas. Las cápsulas eran de aluminio (uno de los discípulos de Leary dijo que se parecían mucho a los pequeños contenedores en los que ellas transportaban la cocaína para consumo personal: “Lo que en el caso de Timothy es muy gracioso, casi justicia poética”). Cada una tenía el nombre de la persona y llevaba una frase conmemorativa, un epitafio cósmico, elegido por sus familiares. El costo del servicio era de 4.800 dólares. No era demasiado más caro que un sepelio de lujo pero terrestre.
El compartimiento diseñado por Celestis Inc iba adosado al primer satélite español en ser puesto en el espacio. Por ese motivo el lanzamiento se realizó en las Islas Canarias. Hasta allí viajaron varios de los deudos.
En la ceremonia de lanzamiento, según contó el New York Times, había generales españoles de uniforme, empleados de la empresa fúnebre - como corresponde de traje negro-, ingenieros ocupándose de los últimos detalles, periodistas y familiares de los que serían lanzados al espacio. Cuando le preguntaron a un militar español si él deseaba un sepelio similar dijo: “Creo que mi esposa me va a poner en un lugar que le quede más cerca, para poder visitarme”.
Muchos de los familiares estaban realmente emocionados. Sentían que por fin habían cumplido el deseo de los que ya no estaban, que por fin tendrían un descanso cósmico.
Se estimaba que los restos mortales podían estar en órbita entre dos y diez años. Luego el contacto con la atmósfera terrestre los desintegraría. En ese momento se produciría en destello, una especie de leve rayo, y una estela se dibujaría en el cielo. Se convertirían literalmente en partículas cósmicas. Eso sucedió en el 2002, cinco años después.
Timothy Leary durante su vida fue un especialista en viajes algo extravagantes. Lo suyo eran los viajes lisérgicos. Y también se dedicó a las exploraciones, pero de la conciencia. Leary fue el gurú del LSD. A principios de la década del setenta, Richard Nixon llegó a decir que era el hombre más peligroso de Estados Unidos. Era psicólogo y profesor universitario que luego de probar un hongo alucinógeno se volcó de lleno a experimentar con LSD. El Rey de la Psicodelia. Fue detenido en 36 oportunidades en una decena de países.
En 1995, los doctores le informaron que padecía de cáncer de próstata en estado avanzado. Era inoperable y le quedaban pocos meses de vida. Leary anunció que haría de su muerte un espectáculo público. Que aprovecharía esa nueva arma -todavía desconocida para muchos en ese momento- que era internet para dar una gran fiesta virtual y transmitir sus últimos momentos de vida y perpetuar su partida. Murió el 31 de mayo de 1996.
Unos meses antes había averiguado sobre la suspensión criogénica, es decir la posibilidad de congelar su cuerpo y dejarlo en estado latente hasta que se encontrara una cura para su mal. Pero cuando vio que era posible llevar sus cenizas al espacio, pidió ser cremado.
Para Leary la muerte era el viaje final y el espacio, la nueva gran frontera, el lugar a conocer. El espacio era, para él, un gran símbolo de la libertad.
Uno de los aspectos del plan que más entusiasmó a Leary en sus últimos días de vida fue que la fricción de re entrada en la atmósfera desintegraría el vehículo, evitando que se convirtiera en basura espacial, y transformándolo en polvo cósmico. No podía imaginar mejor destino.
Gene Roddenberry fue el creador de Star Trek. Nunca ocultó que su mayor deseo era concretar lo que él le hacía hacer a sus personajes: viajar al espacio. Pero no lo consiguió en vida. Murió en 1991 a los 70 años por un problema coronario. De chico leía revistas pulp y lo fascinaban los relatos de ciencia ficción. Soñaba con conocer la luna. Se recibió muy joven de policía forense y también de piloto comercial. Lo alistaron para la Segunda Guerra Mundial; participó en decenas de misiones aéreas. Ya de vuelta en su país, ofició de piloto en una pequeña línea aérea durante unos años hasta que ingresó a la policía. Mientras tanto, intentaba abrirse paso en el mundo de la televisión. Escribió algunos capítulos de series policiales hasta que fue aprobado uno de sus pilotos. The Lieutenant fue su primer programa propio. No tuvo demasiado éxito pero le abrió las puertas del ambiente. Su siguiente proyecto se convirtió en un clásico: Star Trek. Era el vehículo para recrear esas historias que lo fascinaban en la infancia y para canalizar su obsesión por los viajes espaciales.
Poco antes de morir, Roddenberry le dijo a su esposa que de todos sus sueños, el único que no había podido cumplir era el de conocer el espacio exterior. Ella consiguió, un año después, que parte de sus cenizas viajaran en el transbordador espacial Columbia. Le cumplió el deseo a su marido. Cuando posteriormente existió la posibilidad de este funeral espacial, ella fue la primera en contratar los servicios de la empresa. Pero, eso no fue todo. La familia dosificó increíblemente bien (si eso fuera posible) las cenizas de Roddenberry. Todavía quedó un remanente que estuvo por ser lanzado al espacio en varias ocasiones, aunque se postergó por diferentes motivos. En esa pequeña cápsula pendiente del último viaje estelar las cenizas del creador de Star Trek harán la travesía junto con las de su esposa.
Con ellos también viajaron las cenizas de Gerard O’Neill, un físico que había muerto cinco años antes. Había realizado varias invenciones importantes para la Nasa y era un fanático de la exploración espacial. Diseñó, a mediados de los setenta, un complejo plan de asentamientos humanos en el espacio exterior. Tiempo antes se había presentado, dentro del Programa Apolo, como candidato a científico-astronauta para ser enviado a la luna. O’Neill consideraba que su destino final sólo podía estar en el espacio. Sus hijos no dudaron un segundo cuando se enteraron de que sus cenizas tenían la posibilidad de despegar en un cohete.
Otro de los pasajeros era Kraftt Ehricke, un científico nazi que tras la guerra logró ser llevado a Estados Unidos gracias a la Operación Paperclip, que permitió a los norteamericanos llevar como migrantes a importantes investigadores y científicos alemanes para que trabajaran para ellos en proyectos científicos, militares y nucleares. Ehricke fue fundamental como especialista en cohetes para el desarrollo del programa espacial norteamericano. Durante sus últimos años de vida, al parecer resurgieron sus inclinaciones nazis, ya que se lo vinculó con un líder de ultraderecha.
No había mujeres entre los 24. Lo que los unía era su pasión por la exploración espacial. La inclinación por descubrir lo desconocido.
Ese vuelo también tuvo otro tripulante, uno muy especial, que había vivido mucho menos que el resto. En una de esas cápsulas pequeñas viajaron al espacio las cenizas de un nene de cuatro años. “Lo que más le gustaba era hablar de las estrellas”, dijeron sus papás.
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