La televisión estaba encendida, pero hacía tres años que su show ya no se transmitía en Gran Bretaña el 25 de abril de 1992, cuando su amigo y agente Dennis Kirkland encontró el cadáver de Benny Hill sentado en un sofá frente al viejo aparato y rodea
do de diarios y platos sucios. Su clásico gag de la huida al ritmo de Yaketi Sax todavía despertaba carcajadas –y generaba millones en regalías– en 140 países, pero el pionero de la pantalla chica había muerto de una trombosis cinco días antes sin poder superar nunca el destrato que le dieron en su propia tierra los canales de los que había sido estrella.
Sir Michael Cane había bautizado como “el querubín del diablo” a ese hombre que había muerto y también había vivido demasiado lejos de la imagen del capocómico rodeado de Hill’s Angels –como llamaba a las actrices de su elenco– que mostraba la TV: solo y en la más absoluta austeridad, ajeno a la fortuna de 7 millones de libras esterlinas que terminaron heredando sobrinos con los que ni siquiera tenía contacto.
Jamás llegó a entender las acusaciones de sexismo que lo asediaron sobre los últimos años de su carrera. Había repetido los mismos chistes durante décadas, con una fórmula que parecía imbatible desde que desembarcó en la BBC en 1955: sketches en cámara rápida y plagados de persecuciones, caídas y accidentes, en los que aparecía como el estereotipo del inglés gordito y pícaro, rodeado de mujeres con poca ropa que daban pie al remate fácil, siempre al límite del acoso. Su humor –que lo hizo rico y famoso en todo el mundo– nunca cambió, lo que había cambiado era la sociedad inglesa, a la que dejó de causarle gracia.
A fines de los 80, las autoridades del Consejo de Radiodifusión británico difundieron un comunicado que apuntaba directamente en su contra: “Ya no es tan divertido como antes ver cómo un viejo verde persigue a chicas semidesnudas. Es ofensivo para mucha gente. Las actitudes cambiaron”. Cuando la señal Thames Television emitió por última vez en el Reino Unido El show de Benny Hill, en 1989, el comediante se convirtió en el primer cancelado de la historia.
Había nacido como Alfred Hawthorne Hill el 21 de enero de 1924 y heredó el oficio familiar: su padre y su abuelo fueron payasos de circo. Todavía como Alfie, llegó a la Londres de los años 40 con 17 años decidido a ser comediante y comenzó a girar por la Inglaterra de la guerra como parte de una troupe teatral hasta que fue alistado como mecánico y conductor. Con la paz llegaron también su nuevo nombre, que tomó de su ídolo Jack Benny, y las audiciones para los teatros londinenses, donde nunca destacó. Tenía pánico escénico y el público lo ponía nervioso. No solía recibir buenas críticas ni grandes papeles. De hecho, durante años bromeó con que, aunque ya no hiciera teatro, seguía teniendo “pequeñas partes” (un juego de palabras con “small parts”).
Tal vez por eso fue uno de los primeros en descubrir que el futuro estaba en la televisión: era casi una cuestión de supervivencia. Si en el teatro “transpiraba y temblaba de los nervios”, como narró Kirkland años después, el nuevo medio le permitía una complicidad con la audiencia hecha de miradas y guiños a cámara que marcó un antes y un después en la comedia británica y mundial. Con los efectos de sonido, ni siquiera tenía que esperar los aplausos del público: las risas grabadas garantizaban una aprobación que en la vida real siempre le había sido esquiva. Así lo reveló su amiga, la desaparecida actriz Sarah Kempt al periodista Graig Bennett en el libro True Confessions of a Shameless Gossip. Según Kempt, Hill le confió que se sentía inseguro, poco querido y estaba acomplejado por lo poco atractivo que le resultaba a las mujeres.
Lo cierto es que al comediante, que vivió con su madre hasta su muerte, poco antes de la suya, jamás en su vida se le conoció una relación estable. Sus propias explicaciones al respecto no parecen menos sexistas que su humor. Cuando, por ejemplo, en pleno ascenso de su carrera fue entrevistado por el Daily Mirror en 1955 y la periodista quiso saber por qué para un hombre rodeado de docenas de chicas era tan difícil encontrar una novia o una esposa, Benny respondió: “Es como trabajar en una fábrica de chocolates. Ves tantos chocolates que no te preocupás por mirarlos de cerca. Además, yo no quiero una chica glamorosa: quisiera una chica que trabaje en una fábrica, en una oficina o en un negocio. Ahí es donde se esconden las lindas con sentido común y eso es lo que yo estoy buscando.”
Lo más cerca que estuvo de casarse, sin embargo, fue con la bailarina de revista Doris Deal. La relación era casi platónica: la llevaba a comer y se daban la mano, pero él terminó diciéndole que no estaba listo para el matrimonio y ella lo dejó. Tuvo otra relación cercana con la actriz australiana Annette André, a quien sí llegó a proponerle casamiento. Ella pensó que era un chiste, o fue la manera más educada que encontró para rechazarlo. Las versiones sobre lo que en verdad pasaba van del terror a la intimidad, a las fuentes en off que aseguran –según el libro Beautiful Idiots, Brilliant Lunatics, de Rob Baker– que era homesexual o impotente y que era por eso que evitaba el contacto sexual.
En la biografía Funny, Peculiar, de Mark Lewisohn, el cómico Bob Monkhouse da otra pista sobre sus inclinaciones: “Quería que sus mujeres fueran más ingenuas que él, que lo admiraran. Quería que lo masturbaran y le hicieran sexo oral. Me dijo: ‘Tengo escalofríos cuando se arrodillan entre mis piernas y me miran. Y quiero que me digan Sr. Hill, no Benny. ‘¿Le parece bien así, Sr. Hill?.’ Cuando le pregunté por qué, me dijo: ‘Bueno, es que me parece respetuoso’”.
Sus biógrafos coinciden en que no sólo le escapaba a la intimidad, sino que también tenía un miedo atroz a gastar su dinero. Aunque el éxito internacional del Show de Benny Hill le reportaba millones, vivía con una frugalidad rayana en la avaricia. No tenía auto ni casa propia en Londres: alquilaba su departamento de Teddington, cerca del estudio donde grababa el programa, hasta donde prefería ir caminando antes que gastar en taxis. Usaba su ropa “hasta que se ajaba” y remendaba sus zapatos con pegamento una y otra vez antes de comprar unos nuevos. Compraba sólo comida de oferta en el supermercado y vivía prácticamente a base de “fish and chips”.
Esa dieta seguramente colaboró con sus problemas de obesidad: pesaba más de 100 kilos. El 11 de febrero de 1992, tras sufrir un ataque al corazón, los médicos le recomendaron que perdiera peso y que se hiciera un bypass coronario, a lo que se negó rotundamente. También se le diagnosticó una insuficiencia renal. Durante esa internación en el Royal Brompton Hospital, fue visitado por una celebridad que lo admiraba y que años más tarde sería otro de los primeros grandes cancelados: Michael Jackson. Su imagen junto al cantante es una de sus últimas fotos públicas.
Dos meses después moriría solo en su casa a causa de una trombosis coronaria. Tenía 68 años. Aunque la pantalla de su viejo televisor ya no transmitía su show, seguía siendo una estrella en el resto del mundo, que asociaba su nombre al humor inglés. El libro de Rob Baker da cuenta de sus dos involuntarios y algo macabros chistes póstumos. El 20 de abril de 1992 Benny fue citado por la prensa como “muy triste” por la muerte del comediante Frankie Howerd, que había sufrido un infarto: “Éramos grandes amigos”. Lo eran, pero Hill jamás hizo esa declaración, porque ya estaba muerto.
El que contestó por él fue su agente, Kirkland, que comenzaba a preocuparse porque el actor no respondía a sus llamados. Lo encontraría cinco días más tarde, alertado por un vecino. Fue entonces cuando trepó a una escalera y alcanzó a verlo en el sillón, frente a la única compañía con la que se había sentido seguro en toda su vida: la de la televisión.
En su última salida, Benny le había mandado un telegrama a su amigo Howerd deseándole una pronta recuperación de sus problemas cardíacos. El mensaje llegaría luego de la muerte de ambos: “Dejá de robarme los chistes, acá el que hace las bromas sobre ataques al corazón soy yo”.
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