“¿Qué pasa? ¿Porqué desde el bosque llegan aullidos, gritos destemplados y palabras incomprensibles? Algunos han visto a las niñas, en lo más hondo del bosque, bailar desnudas, unir sus cuerpos con lascivia para ofender a Dios, y también se ha visto volar a pájaros negros con sus picos sangrantes, perros furiosos enviados por los siete demonios. Seguramente las inocentes niñas son ya siervas de Satanás”.
Estas palabras no pertenecen a la literatura. Juntas y en desorden, son algunas de las que atormentaron a los atónitos habitantes de Salem, Massachusetts, entre febrero y octubre de 1692, y a las que ninguna explicación racional alcanzó, aunque hubo testimonios de obscenidades, blasfemias, niñas frotando sus cuerpos unas con otras, perturbadas, y encender velas en círculo en un claro del bosque mientras repetían una letanía convocando a los demonios menores: Asmodeo, Rodmentor -dueño de un gigantesco pene-, Unza (lujuria), Verrine, Belfegor, Braatwatte (ignorancia), Bucón (odio), Gresil (impureza), Balam (rebeldía)… Todos ellos, ecos medievales “apoderándose de nuestra pacífica aldea en la que ya no habrá peces que pescar ni buenas obras del alma”, como se oía bajo las nubes y en los helados pantanos.
El génesis
“Sin tormento no hay confesión”, rezaba el siniestro ADN de la caza de brujas que ensangrentó a gran parte de Europa y muchas de sus colonias en América entre los siglos XIII y XV. Según el libro Caza de brujas en el mundo occidental, decenas de miles de almas fueron quemadas o ahorcadas, y millones padecieron cárcel, torturas, interrogatorios signados por el odio y el terror, y sin pruebas ni abogados defensores.
Sistema de condenas y muertes masivas con ecos en el siglo XX –los campos de exterminio del nazismo–, fue práctica común en Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Holanda, Luxemburgo, Suiza, y se extendió a Massachusetts, Nueva Inglaterra, a treinta kilómetros de Boston.
La gran usina que alimentó esas masacres fue la Inquisición, creada por la Iglesia Católica en el siglo XIII: la policía de la fe, destinada “a convertir a los herejes y evitar que otros se extraviaran en el reino de Satanás”, como rezan los libros ad hoc de aquellos tiempos.
Pero, ¿qué es una bruja, y qué es la brujería? Algo demencial e indefinible que, sin embargo, en diciembre de 1484, inspiró al papa Inocencio VIII a redactar una bula de condenación, y nombró a dos lúgubres personajes -Jakob Sprenger y Heinrich Kramer- para que escribieran la obra Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas). La biblia del horror, sin el menor asidero racional: se inspiró en la superchería popular, producto de la infinita ignorancia y credulidad de la gleba, y en absurdos e insostenibles argumentos teológicos y legales. Pero el desiderátum del criminal disparate fue su método “para la identificación y eliminación de esas enviadas del Averno”. La obra fue calificada como la más despiadada de la literatura planetaria, y para colmo desplegada por la imprenta de tipos móviles hacia 1440 por el genio de Johannes Gutenberg, que llevaría varios ejemplares a América.
¿Qué eran las brujas para la estupidez, el miedo y la ignorancia de sus verdugos? Mujeres -mayoría del 70 por ciento-, viudas en especial, pobres (algunas urdían remedios de hierbas), de quienes nadie estaba a salvo. Según varios tratados: “Causan heladas y plagas de caracoles y orugas para destruir los granos y las frutas. Si el granizo destruye una cosecha, si una vaca no da leche, si un hombre es impotente o una mujer es estéril, la culpa es de ellas. ¿Cómo se identifica a una bruja? Las sospechosas son atadas y sumergidas en agua fría y bendita. Si se hundían, eran inocentes y se las sacaba del agua sin cargos. Pero si flotaban, ¡a juicio, condena y muerte!, porque es bien sabido que las brujas no pesan nada, o casi nada. Otra prueba es la marca del diablo, señal a fuego hecha por el Ángel Caído en el cuerpo de brujos y brujas para sellar su pacto con el Mal. En los juicios, los oficiales rapaban el pelo de los acusados y les revisaban en público hasta el último rincón del cuerpo, y pinchaban sus lunares, verrugas o cicatrices. Si no dolían o no sangraban… ¡eran señales satánicas!”.
Terror en Salem
Pero en febrero, invierno de 1692, cuando los juicios y condenas contra brujas empezaban a agonizar en Europa -en 1631 el cura jesuita Friedrich Spee dijo “todas eran inocentes”, y los médicos hablaron de ataques epilépticos, no de posesión demoníaca-, la ola criminal bañó el pacífico pueblo de pescadores de Salem.
De pronto, en la inhóspita villa, enclavada entre pantanos, la hija del pastor Parris, Betty (9 años), y su prima Abigail (11 años), empezaron a comportarse de modo muy extraño, al parecer por influencia de Tituba, una esclava de las Antillas adoradora de fetiches que les leía el futuro en claras de huevos y les enseñaba inocentes trucos de manos que, sin embargo, los estrictos puritanos no tardaron en condenar.
Al poco tiempo, las niñas sufrieron convulsiones, pronunciaron palabras y frases sin sentido, llantos súbitos sin motivo aparente y “comportamientos bestiales” según las crónicas de la época, sin especificar qué cosas: un modo de ocultar los juegos sexuales de Betty y Abigail, a las que pronto se unió Ann Putnam (12 años), hija de una de las familias más ricas y notorias de la aldea, que apenas llegada desde el bosque juró y perjuró que “luché contra una bruja que quería decapitarme”.
El único médico, después de examinarla, sentenció: “No hay ningún problema físico que cause ese comportamiento. No hay dudas de que se trata de la influencia directa del demonio”.
Así las cosas, la cuestión pasó a manos del Reverendo Parris, que -como todo Salem- creía en las brujas y su influencia como la única razón posible.
Además, cuatro años antes, en 1688 y allí mismo, ya habían sido fue ahorcadas otras mujeres. El caso-emblema, Ann Glover, una mujer libre de toda sospecha, y rica: fortuna que no sería ajena a su ejecución. Porque otro elemento que jugó un papel decisivo en los fenómenos de Salem fue la codicia. Muertos algunos dueños de tierras sin heredero, éstas pasaban a otras manos: brujería y oportunismo.
La investigación para dilucidar el errático comportamiento de Betty y Abigail mereció la medalla de oro al delirio: un vecino, para comprobar si las niñas eran un instrumento de las brujas, hizo hornear una tarta con centeno, harina, huevos, restos de comida destinados a los perros -animales considerados emisarios del demonio-, y la esclava Tituba la empapó con orina de las sospechosas. El Reverendo Parris se enfureció. Aún en su ignorancia y ceguera religiosa, creía que el único antídoto contra la maldición que había caído sobre Salem era la oración y el ayuno.
Pero no funcionó: el miedo era más fuerte. Tanto, que las impulsó a la mentira y la delación. Con tal de no morir en la horca, culparon a Tituba, la antillana de la tribu wabanaki, de iniciarlas en ritos satánicos.
Empezado el juicio, a cargo de los magistrados Howthorne y Corwin, y con la sala del tribunal atestada, Tituba, para eludir las atroces torturas que la esperaban, prefirió confesar: “He visto al diablo en el bosque. A veces toma la forma de un hombre muy alto de pelo negro, o de perro negro, o de cerdo, y he visto a un pájaro amarillo besar el dedo de otra bruja, y Betty, Abigail, Ann Putnam, Sarah Osborne, Sarah Good… ¡están al servicio de Satanás! Y he visto el nombre de otros vecinos en el libro del Mal”.
Entre los gritos, las oraciones y los cánticos del público -un coro estremecedor-, Tituba acusa también a Martha Corey. Y a cada palabra de la defensa, las Putnam se oponen a los gritos. Ese episodio es una de las verdaderas caras de los fenómenos de Salem: los Corey y los Putnam son enemigos irreconciliables desde que los segundos quisieron crear una nueva iglesia y los Corey –y muchos aldeanos– se opusieron porque de ese modo debían pagar más impuestos.
Era la economía, ¡idiotas! El juego de intereses. Lo que empujó a los Putnam y sus aliados en el negocio a desatar las acusaciones de brujería, que crecieron hasta señalar ¡a una niña de cuatro años!, hija de Sarah Good. Otro trasfondo de intereses: cada vez que el magistrado Corwin encarcelaba a alguien por sospecha de trato con el Malvado, su sobrino confiscaba las propiedades del acusado. Negocio canalla y redondo…
Uno de los primeros hombres señalados por los Putnam fue el Reverendo George Burroughs, pastor de Salem entre 1680 y 1683. Según Ann Putnam, “su espíritu aparece en mis sueños y me dice que es el líder de los adoradores de Satanás, que mató a sus dos primeras esposas, y que embrujó a los soldados que combatían a los indios en las fronteras de Maine”.
Por supuesto, el hombre acabó en la única e inhóspita cárcel. Se acerca el final…
El 27 de mayo del mismo año se crea un tribunal especial: tres jueces (comerciantes sin el menor conocimiento de las leyes) y un jurado de vecinos del condado. El 2 de junio, el juez William Stauton manda a la horca a Bridgette Bishop, que doce años antes había sido declarada inocente del cargo de brujería. Entre el 19 de julio y el final de septiembre de 1692 fueron acusados entre 150 y 200 vecinos no sólo de Salem: la locura llegó hasta los condados de Essex, Suffolk, Middlesex, Ipswich, Andover. De ellos, veinte murieron en la horca, cinco en la cárcel, y el marido de Martha Corey aplastado por rocas apiladas lentamente: un martirio de dos días.
Epílogo
En 1697, un lustro después de aquella locura colectiva, Tituba es perdonada y entregada a un nuevo amo, ya que el pastor Parris se niega a pagar por ella otra vez. En 1703 el tribunal de Massachusetts rechaza casi todas las pruebas presentadas durante los juicios de Salem. En 1706 Ann Putnam pide perdón a su iglesia y a las familias de quienes ayudó a morir en la horca: “Lo hice engañada por Satanás”, dice.
En 1711 la colonia empieza a pagar indemnizaciones a esas familias. En adelante, el sistema jurídico rechaza toda acusación de brujería, satanismo o cualquier cargo basado sobre supersticiones populares. En tiempos modernos ya no quedan dudas: el caso de las brujas de Salem no fue otra cosa que venganzas entre familias por intereses, histeria colectiva, explosión de precoz sexualidad en las niñas, superstición, ignorancia y puritanismo llevado a sus peores extremos.
Tal vez hay una sorprendente explicación científica. El pan de centeno fermentado -muy común en Salem- contiene micotoxinas derivadas del hongo Claviceps purpurea (o cornezuelo de centeno), que puede devenir en efectos similares al alucinógeno LSD.
En 1950, Arthur Miller creó su colosal obra Las brujas de Salem, una vigorosa e inequívoca metáfora contra el macartismo: la cacería lanzada contra el fanático y obtuso senador Joseph McCarthy contra cualquier persona o suceso que se le antojara comunista,
En 1958 y en Buenos Aires, el autor Carlos Gorostiza escribió una notable pieza teatral que tituló El pan de la locura, cuyo argumento central transcurre en una panadería en la que sus operarios descubren esta toxina y, pese a la orden del patrón, se niegan a entregarla para la venta. Un conflicto entre intereses y responsabilidad humana.
En esos dos casos, las brujas estuvieron del lado del Bien…
* El artículo original de Alfredo Serra fue publicado el 10 de noviembre de 2018.
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