La noticia llegó rápido a ambos lados del océano. Pero algo tergiversada. Las redacciones de los principales diarios se conmovieron cerca de las 2 de la mañana. El Titanic había naufragado. Los diarios del 15 de abril sacaron una segunda edición con las noticias. Pero mientras preparaban la edición de emergencia, llegaron buenas noticias. El Carpathia había rescatado a los náufragos. El Daily Mail londinense anunció: “Titanic hundido. Sin pérdidas humanas”. El New York Evening Sun tituló: “Todos los pasajeros del Titanic rescatados”. Y agregaba algo más: el barco había sido remolcado a Halifax.
Esa mañana la conversación en las grandes ciudades era sobre el destino del barco. Los familiares de los pasajeros se amontonaron en las oficinas de la White Star Line, la empresa propietaria del trasatlántico. Les aseguraban que todos los que iban en el barco habían sobrevivido, que se había tratado de un leve incidente. Tras el atardecer se supo que se había tratado de un naufragio. Todos estaban convencidos de que era indestructible. Minutos después se supo que el Carpathia había rescatado a 700 personas. Eso indicaba que 1500 habían muerto. A la mañana siguiente el New York Times publicó la lista de sobrevivientes.
El estupor dominó el ánimo colectivo. Pesar por la tragedia, por la pérdida de vidas. Eso se profundizó porque se fueron conociendo casos particulares. Esos muertos comenzaron a tener nombres y una historia para contar. Jóvenes de luna de miel, ancianos millonarios, bebés, inmigrantes que buscaban un futuro en otro continente. Nadie creía que el Titanic podía sufrir algún problema.
Cuando comenzó el final, faltaba poco para que terminara el 14 de abril de 1912. Apenas veinte minutos. Hasta todo era lujo y diversión en el barco más imponente alguna vez construido. Durante esa jornada, el Titanic había recibido diez alertas de diferentes barcos de la presencia de peligrosos icebergs en la zona. En el puente de mando desestimaron cada aviso. No modificaron ni la velocidad, ni el rumbo. Unos bloques de hielo no podrían con ellos.
En medio de la noche alguien avisó de la presencia de un iceberg frente al barco, hubo una ligera maniobra y se produjo la colisión con otro. No fue demasiado contundente. La mayoría de la gente no se dio cuenta. Sí lo hizo el capitán Smith que salió de su camarote y se dirigió al puente de mando. Pidió que investigaran. Los primeros informes fueron tranquilizadores. El capitán insistió. Como era el viaje inaugural mandó llamar al constructor del barco que estaba disfrutando de su creación. Ese nuevo relevo fue preocupante. El agua había ingresado y ya había inundado cinco recámaras. El barco podía mantenerse a flote con cuatro inundadas. Eso significaba que a lo sumo en un par de horas el Titanic estaría en el fondo del océano.
El capitán mandó preparar los botes. Personal del barco fue por los camarotes y salones repartiendo chalecos salvavidas y pidiendo que se pusieran ropa de abrigo. Debían dirigirse a la cubierta. Creyeron que diciendo que se trataba de un simulacro se mantendría la calma. Lo que no calcularon fue que la gran mayoría no hizo caso al aviso. El capitán ordenó detener los motores e iniciar la evacuación. Pidieron socorro por radio y con bengalas lanzadas para atravesar la oscuridad de la noche. El Carpathia, que estaba cerca, se dirigió hacia la zona.
Los pasajeros tardaron un largo tiempo en tomar conciencia de la situación. El Capitán Smith le pidió a la orquesta que siguiera tocando en un rincón de la cubierta principal para serenar a la gente y para dar una atmósfera de normalidad.
La soberbia, la segura inexpugnabilidad del Titanic, el barco invencible, hizo que los constructores no dispusieran de la cantidad de botes necesarias para evacuar a la totalidad de los personas a bordo. Ni siquiera en los cálculos iniciales estaba considerada la posibilidad. El plan original era que hubiera casi 50 botes. Pero los constructores creyeron que los pasajeros de primera clase se merecían más espacio en la cubierta para disfrutar de sus paseos y esa cantidad bajó a la mitad. Finalmente sólo fueron 20 botes que no eran suficientes para mantener a salvo a todos. La capacidad de ellos era para 1.178 personas. Es decir, 1.030 de los que estaban en el buque no tenían lugar.
Recién una hora después del impacto, a las 00.40 del 15 de abril, se bajó el primer bote al agua. A pesar de tener una capacidad para 65 personas, en él sólo iban 28. Ni siquiera llenaron el primero de ellos. La desorganización se cobraba más vidas.
Pese a que en general se respetó el principio de Las Mujeres y los Niños Primero, en los primeros botes hubo muchos hombres porque el Capitán Murdoch a cargo de la evacuación los obligaba a subirse para que no fueran vacíos.
El segundo bote también sólo tenía ocupados la mitad de sus lugares. Con el correr de los minutos la situación no mejoró. El cuarto bote salió nada más que con 12 personas. Del otro, por babor, todo era más moroso y complicado. Recién después de la 1 de la madrugada bajaron el primer bote con menos de la mitad de sus sitios ocupados. En ese sector, casi todas las que lograban llegar al agua eran mujeres. El oficial a cargo casi no permitió hombres pese a los espacios vacíos.
Quince minutos después, el panorama dio un brusco giró. En realidad, la situación de desastre era igual que antes, pero ahora estaba más claro para los incrédulos que el tiempo se agotaba. Ya nadie movía el pie al ritmo de la orquesta. El agua avanzaba, cubría cada vez más superficie. Varios de los pasajeros de tercera clase habían logrado alcanzar la cubierta de los botes y peleaban por un lugar. Les había costado mucho por diversas razones. Estaban muy alejados de la cubierta de los botes, se cerraron muchas de las compuertas de acceso apenas comenzó la entrada de agua y eso impidió que algunos salieron de la parte inferior del barco; y como la mayoría eran inmigrantes europeos que viajaban a radicarse en Estados Unidos, no sabían inglés y no entendían ni los carteles ni las indicaciones para dirigirse al lugar adecuado. El resultado fue que más del 75 por ciento de los pasajeros de tercera clase no sobrevivió.
Ya no había morosidad en quienes hacían descender los botes al agua y ya no había lugares vacíos. Al contrario, un oficial debió disparar al aire para tratar de ahuyentar a los que desesperados se tiraban encima de los otros, para quitarles su sitio, para terminar con las peleas. Ya no había tranquilidad. Empujones, gritos, llantos. Unos pocos se resignaron. Alguna mujer se negó a entrar al bote. Prefirió morir junto a su marido.
El barco cada vez se inclinaba más. En ese momento quedó claro que muchos no podrían salir de ahí. A simple vista quedaba claro, no se necesitaba demasiada perspicacia. Y también en ese momento, los tripulantes, tomaron conciencia que habían subestimado la situación desde antes de zarpar. Y mucho más en los primeros momentos de ocurrido el siniestro.
Los minutos preciados que desperdiciaron costaron cientos de vidas. Los expertos calculan que se podrían haber salvado el doble de personas. Por babor se negó el ingreso de hombres por lo que hasta el final siguieron siendo lanzados con muchos espacios vacantes. Por estribor sólo dos botes completaron su capacidad. El último fue arriado a las 02.05. Ya casi no quedaba tiempo.
Hubo gestos de caballerosidad extrema, muchos de desesperación, mezquindades abundantes y algunos miserables. El dueño de la compañía llegó a meterse en uno de los últimos botes. Algunos hombres esperaron que la embarcación en la que iba su mujer estuviera en el agua para lanzarse y tratar de alcanzarlo. Algunos pocos lo consiguieron.
Minutos después, ante las nulas expectativas de otra solución, fueron muchos los que se lanzaron al agua y nadando trataron de llegar a los otros. El agua helada hacía su trabajo. Los miembros se dejaban de sentir, la respiración se dificultaba, como si una grúa se detuviera en el pecho. El Atlántico Norte, helado, se tragaba a los náufragos. Y, al mismo tiempo, ingresaba en el Titanic y avanzaba sobre cada vez más sectores.
El barco se hundía con un ritmo progresivo pero algo cansino. Dos horas y media después de la colisión, aumentó la velocidad en el que se escoraba. Una de las chimeneas se desplomó sobre la cubierta. El estampido funcionó como señal para que la orquesta finalizara su actuación. Se discute cuál fue la última canción que interpretaron. Algunos dicen que oportunamente fue Nearer, My God, To Thee (Más cerca de ti, Dios Mío). Otros sostienen que fue Songe de Automne (Canción de Otoño), una canción de moda (pareciera más probable que haya sido esta dado el estado de negación o la naturalidad con la que asumieron su destino trágico).
De los que quedaban a bordo, algunos se aferraban a las barandas sin animarse a lanzarse al mar, otros sólo se abrazaban con sus seres queridos y esperaban. Hubo quienes se encerraron en sus camarotes. Uno se sentó en el mejor sillón del salón de fumadores y disfrutó de su habano hasta el final.
Veinte minutos antes de que se cumplieran las tres horas del encuentro fatal con el iceberg, el barco se partió en dos y fue tragado por el océano. Esa succión arrastró a varios de los que estaban en el agua.
En los botes había quedado lugar. Mucho lugar. Un oficial decidió pasar sus ocupantes a otro e ir en busca de sobrevivientes. Pero ya había pasado demasiado tiempo. Muchos se habían ahogado. Sin embargo, pudo levantar a cinco personas. Dos de ellos murieron minutos después en el bote. El mar quedó sembrado de muerte. Golpes, caídas, ahogamientos, hipotermia, hasta debido a la tensión debe haber habido algún ataque cardíaco. Las diversas formas de la muerte.
Una hora después, el Carpathia llegó al rescate. De a poco fueron subiendo los náufragos. Antes del amanecer otro gran barco también se acercó. Los que estaban en los botes fueron puestos a salvo.
La cifra de muertes no se pudo precisar. Oscila entre los 1.492 y los 1.507. Muchos de tercera clase, pocos de primera, el 80 % de la tripulación, casi ningún niño.
Unos días después la empresa propietaria del Titanic envió varios barcos a patrullar la zona para recuperar la mayor cantidad de cuerpos posibles. Sacaron del agua 328 cuerpos. La mitad fue reconocida por sus familiares.
La noticia recorrió el mundo. Una tragedia. Un desafío al destino que había salido muy mal. Hubo investigaciones, hipótesis y revelaciones. Un cúmulo de errores, imprevisiones y subestimaciones ocasionó que hubiera mucho más muertes.
Las certezas y la repetición de las causas a través de los años dieron paso a las dudas y a las teorías conspirativas. Quienes eligen creer en ellas sostienen que el Titanic nunca se hundió. Así de disparatado como suena. Tratan de explicarlo de la siguiente manera: la White Star Line cambió el Titanic por el Olympic que fue el que finalmente naufragó. Lo hizo para cobrar el seguro. Y estos conspiranoicos responsabilizan a J.P Morgan, el poderoso banquero que de esta manera se aseguraba dos objetivos: recuperar lo invertido a costa de la compañía de seguros y eliminar a importantes banqueros que iban a bordo y eran los principales opositores a la iniciativa que lo desvelaba: la creación de la Reserva Federal.
Sin negar lo imposible, es decir el hundimiento, otras teorías conspirativas varían en cuáles fueron las causas. Una, bastante imaginativa, le echa la culpa a una princesa. Pero a una princesa muerta treinta siglos antes. La Princesa Amen-Ra era la figura de una momia pintada en una madera a la que se le atribuyen numerosas desgracias, entre ellas la del Titanic.
También están los que sostienen que el iceberg no tuvo que ver. Un submarino alemán que patrullaba la zona lo hundió con un torpedo. La versión tampoco tiene mayor asidero.
El Titanic y su tragedia se convirtieron en un tema que fascinó a generación tras generación. Un fenómeno popular en los que los ecos de la tragedia no se apagaron a pesar de que ya pasaron 110 años.
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