Cuando Floyd Garland Hamilton llegó a la prisión de Alcatraz a mediados de 1940, tenía 36 años pero ya era una leyenda en el mundo del crimen. Compañero de correrías de Bonnie Parker y Clyde Barrow casi hasta la muerte de la famosa pareja, su prontuario incluía muertes, robos y asaltos a mano armada. Había tenido a la policía de varios estados detrás de él y Edgard J. Hoover, el implacable director del FBI, le había asignado el dudoso honor de nombrarlo “enemigo público número uno″, al tope de la lista de los criminales más buscados del país.
También era famoso por la brevedad que tenían sus pasos por las cárceles, de las que no salía pronto por buena conducta sino por sus espectaculares fugas. Precisamente por esta razón lo habían trasladado a Alcatraz cuando estaba cumpliendo una condena en la prisión de Leavenworth, de la que se habían escapado una vez y donde planeaba una nueva fuga.
Si no la logró fue por obra de un preso soplón, que le avisó al director que con un compañero de celda estaban preparando, con materiales entrados clandestinamente, 16 bombas para hacer explotar la torre de vigilancia y la puerta delantera por donde escaparían en un camión de la propia prisión.
Descubierto el plan, las autoridades decidieron que para un tipo tan escurridizo como Floyd Hamilton no encontrarían mejor alojamiento que Alcatraz, la famosa “Roca”, emplazada en una isla rodeada por las heladas aguas del Pacífico y de la que, se decía, era imposible escapar. Los que lo habían intentado estaban muertos. Los pocos que habían esquivado las balas de los guardias terminaban ahogados en las feroces aguas que rodeaban a “La Roca”.
La más segura del mundo
Construida en una isla ubicada en la Bahía de San Francisco, California, La Roca, como todo el mundo la llamaba, había sido inaugurada como prisión federal de máxima seguridad en agosto de 1934 y se la consideraba “a prueba de fugas”.
En sus inicios fue concebida como una fortificación de defensa naval y a partir de 1861 se transformó en prisión militar. En sus primeros años albergó a soldados desertores o culpables de algún crimen grave, pero también a una veintena de indios hopi de Arizona que seguían resistiendo al gobierno norteamericano. También fue lugar de confinamiento de “traidores” a la bandera, como los soldados americanos que en 1900 se habían pasado al enemigo durante la guerra filipino-estadounidense.
En 1933, con un edificio más moderno, el ejército transfirió el control de La Roca al Departamento de Justicia, que la destinó a tener bien guardados a los presos más peligrosos, problemáticos o famosos.
Entre sus primeros huéspedes se contó Al Capone, que llegó en 1934 para cumplir su condena por evasión de impuestos. El capo mafioso la pasó mal en Alcatraz, donde se le asignó el número de prisionero 85 y una celda muy pequeña, de 2,7 por 1,5 metros. Estuvo hasta 1939, cuando enfermo y con signos de una demencia provocada por la sífilis, lo dejaron ir para que muriera en su casa. Ya no era un peligro para nadie.
Socios para la fuga
Al entrar a La Roca, Floyd Hamilton pasó por el ritual de todos los prisioneros, a los que además de explicarles el régimen de la cárcel y los reglamentos que debían contemplar, también les informaban que planear una fuga era un trabajo inútil y posiblemente fatal.
Hamilton se enteró de que las cinco veces que uno o más presos habían intentado escapar desde la inauguración de la cárcel el resultado fue siempre el mismo: un fracaso que la mayoría pagó con la vida.
La arenga intimidatoria no tuvo efecto en el caso del viejo “enemigo público número 1″ de Hoover. A los pocos meses de llegar, Floyd Hamilton ya tenía armado un equipo que buscaba la manera de escaparse de La Roca.
Sus socios eran Fred Hunter, un antiguo miembro de la banda mafiosa de “Old Creepy”; Harold Brest, secuestrador y ladrón de bancos; y James Boarman, un asaltante reincidente dispuesto a cualquier cosa para recobrar la libertad.
El plan de fuga
Destinado al taller de carpintería, Hamilton se dio cuenta de que el edificio tenía forma de “L”, lo cual impedía que los guardias pudieran ver a todos los presos al mismo tiempo.
Eso le permitió, con una suerte de sierra que Brest construyó en el taller de industrias, ir limando lentamente –de a segundos por vez– los barrotes de una ventana que daba al mar. Al final del día, ocultaba las huellas de su trabajo con grasa oscura. Brest también fabricó dos cuchillos, con los que, llegado el momento, podrían reducir a los dos guardias del taller.
Hunter robó de la lavandería, donde estaba destinado cuatro uniformes de guardias. Lo fue haciendo de a una prenda por vez, para que nadie notara la falta. Esa sería la ropa que usarían si lograban fugarse con éxito y llegar a tierra. La idea era utilizar unas latas con mangos de alambre para poner los uniformes robados, con la idea de mantenerlos secos.
También en la carpintería prepararon cuatro tablas, al estilo de las de surf, pintadas de azul para que se confundieran con el color del mar y les hicieron unos agujeros por donde a último momento pasarían unos tubos de respiración robados de la enfermería. Querían nadar bajo el agua, debajo de las tablas, respirando por ellos.
Una vez que tuvieron todo, Hunter y Breast pidieron pasar al taller de carpintería, donde ya trabajaban Hamilton y Boarman.
Para principios de abril de 1943 no les faltaba nada y los barrotes de la ventana se desprenderían con solo darles un golpe fuerte.
Un salto al mar
El 13 de abril se quedaron en el taller más tiempo que los otros presos con la excusa de terminar un trabajo. Cuando estuvieron solos, redujeron con los cuchillos al guardia George Smith y al jefe de seguridad Henry Weinhold, al que tuvieron que “pinchar” un poco para que dejara de resistirse. Los ataron y los amordazaron.
Después se desnudaron y se untaron los cuerpos con grasa que se utilizaba en el taller de carpintería. Eso los ayudaría a soportar la baja temperatura del agua.
Sacaron los barrotes con facilidad y tiraron dos de las latas al mar a través de la ventana. En ese momento se dieron cuenta de que habían fallado un cálculo: las otras dos, un poco más grandes, no pasaron por la abertura. No tenían tiempo para buscar otras, de modo que las dejaron.
Después tiraron las tablas y, a continuación, saltaron al mar desde la ventana, que estaba a unos veinte metros de altura, en el extremo noroeste de la isla. Había niebla y confiaban en que no los verían.
Dos que perdieron
Llegaron al agua los cuatro ilesos, pero ahí empezaron los problemas. La corriente se había llevado las tablas, de modo que debieron empezar nadar sin ellas. No habían calculado que eso podía pasar. En cambio, los dos tanques todavía estaban al alcance.
Otro error fue atar mal al jefe de seguridad Weinhold, que no demoró en soltarse e hizo sonar el silbato alertando la fuga. Desde la torre de vigilancia, el guardia Frank L. Johnson, los vio y empezó a dispararles con un rifle Springield 30-06. No podía apuntar bien por la niebla, pero tuvo suerte.
Hirió a Hamilton y a Boarman. El antiguo “enemigo número uno″ del FBI siguió nadando, pero Boarman se empezó a hundir. Brest intentó sostenerlo a flote con una de las latas, pero no tuvo éxito.
Para entonces había una lancha buscándolos. Los guardias pudieron capturar a Brest pero no alcanzaron a rescatar a Boarman antes de que se hundiera.
En cambio, Hamilton y Hunter se les escaparon. Se hizo de noche y debieron suspender la búsqueda. Pensaron que lo más probable era que se hubiesen ahogado.
En la cueva
Pero estaban vivos y lograron llegar nadando hasta un islote cercano donde había una cueva. El lugar era una suerte de depósito de objetos inútiles, donde había máquinas viejas y neumáticos.
A la mañana siguiente, un grupo de guardias llegó hasta allí y disparó hacia la cueva. Fred Hunter salió con las manos en alto y se entregó. No soportaba el frío y creyó que, si se quedaba, moriría. Les dijo que estaba solo.
No le creyeron y tres guardias armados recorrieron la cueva tratando de encontrar a Hamilton. Fue una búsqueda infructuosa y al rato estaban de regreso en Alcatraz con Hunter, al que le esperaba un aumento de 15 años a su pena por el intento de fuga. Igual que a Boarman.
A Hamilton dejaron de buscarlo, convencidos de que había muerto ahogado.
Regreso sin gloria
El jefe Weinhold no dio crédito a sus ojos cuando, cuatro días después, encontró a Floyd Hamilton acurrucado contra una de las paredes del taller, justo debajo de la ventana a través de la cual los fugados se habían arrojado al mal.
Estaba en posición fetal, semidesnudo y aterido, con el cuerpo endurecido por la sal y lleno de contusiones y con el roce de una bala. Había regresado nadando desde el islote cuando se convenció de que si se quedaba allí moriría de hambre o de frío.
“Acabo de encontrar a Hamilton, quien dice que estaba en una cueva. Nunca llegó lejos porque no pudo hacerlo. Dice que está enfermo, dolorido, mojado, hambriento”, informó el guardia por el walkie-talkie.
Hamilton fue a parar a la enfermería, donde estuvo quince días recuperándose antes de que lo metieran en una celda de castigo durante un mes.
“Cuando llegué al agua, quise agarrar una tabla para escapar, pero no la alcancé. Pude llegar a la cueva con Hunter. No me encontraron porque me metí en una grieta por la que solamente se puede pasar arrastrándose y los guardias no miraron ahí. Pensé que me asfixiaría, estaba mojado y tenía frío todo el tiempo. El agua subió a mi alrededor cuando subió la marea. Anoche vi que no podía resistir. Ya no había ninguna posibilidad, entonces volví”, contó mientras lo atendían.
A pesar del fracaso, Floyd Hamilton podía jactarse de ser el único hombre que había escapado de Alcatraz y regresado a la cárcel por sus propios medios.
Nunca más intentó huir y obtuvo la libertad condicional en 1956.
Alcatraz siguió siendo la prisión más segura del mundo durante casi veinte años.
Recién el 11 agosto de 1962, Frank Morris y los hermanos John y Clarence Anglin lograron quebrarle el invicto. Esa fuga también marcó su final: la cerraron al año siguiente.
Hoy La Roca está abierta al público. Por 39.90 dólares cualquiera puede entrar al lugar del que todos querían escapar.
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