No vale hoy ni las escasas palabras que recuerden su caída, hace cuarenta y tres años. Nunca valió demasiado: fue un criminal, un torturador, un tipo que, entre otras cosas, se vanagloriaba de comer carne humana, a la que encontraba “un poco más salada” que la carne común, si es que hay carne común; fue un militar bastante iletrado que se coronó casi como un emperador de su país, Uganda, al que sumió en la miseria y el descontrol.
A Idi Amín, que de él se trata, le contabilizan más de trescientos mil ugandeses asesinados en el lapso breve de su reino de terror, entre 1971 y 1979; llenó el Nilo de cadáveres que alimentaron a miles de cocodrilos de manera que aquel río, que llevó y trajo cultura, civilización y misterio al Egipto de los faraones, arrojó en esos años la podredumbre de la carne humana, la advertencia que decía cuídense de Idi Amín, el terror sigiloso de un miserable cruel e imprevisible. Sus crímenes y su proclamado gusto por la carne humana, le valieron el apodo de “El carnicero de Uganda”.
¿Nadie lo vio venir? ¿Nadie vio venir a los grandes criminales de la Historia? ¿Nadie vio venir a Hitler, a Stalin, a Milosevic, a Putin? Idi Amín hizo de Uganda una gran cámara de torturas y ejecuciones a cielo abierto, sostenido por la riqueza oculta y ocultada de esa zona de África, oro y marfil, y por el tráfico de armas, a menudo mezclado con el de la droga. Lo sabía todo el mundo y todo el mundo dejó hacer.
Amín jugó con placer a ser el payasito de las potencias coloniales que habían devastado el continente, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Bélgica. Y aquel mundo de los años 70, incluido el post colonial, rió con el payasito gordo y lleno de condecoraciones que se había otorgado a sí mismo. a falta de algo mejor. En el fondo, desde los años 60, bullía el reacomodamiento africano: el colonialismo había trazado a su antojo las fronteras del continente, un fresco inteligible de miles de mosaicos con sus propias etnias, sus tribus, sus idiomas, sus leyendas, sus dioses y hasta su música. Aquel enfrentamiento tribal por el pasado y el futuro, terminó, no es que haya cesado, en 1994 con la masacre de un millón de ruandeses enfrentados en dos tribus, tutsis y hutus.
Amín era de la tribu kakwa de Uganda, una etnia nilótica oriental, que significa que estaba asentada al este del Nilo y en la que influía el cristianismo por encima de las creencias tribales. No se sabe cuándo nació, se supone que hacia 1925 y en Koboko. Era hijo de Andrea Nyabire, que se había convertido del catolicismo al islamismo en 1910. Su madre era de la tribu lugbara, asentada al oeste del Nilo, donde predominaba también el catolicismo y el Islam; era herborista, trataba los males del cuerpo con las hierbas de la zona y había tratado a miembros de la realeza Buganda.
Amín estudió poco en el colegio islámico de Bombo; dejó todo en 1941, a los dieciséis años y en plena segunda guerra. Tonteó y trabajó en oficios que le eran ajenos, cultivó algo de tierra en los dominios escasos de su madre, hasta que un oficial del ejército colonial británico lo alistó en los Fusileros Británicos del Rey. Fue pinche de cocina.
De pinche de cocina a líder africano, hay un trecho que Amín recorrió veloz y ligero. Lo de ligero es una metáfora: medía un metro noventa y tres, era robusto y pesado, campeón de boxeo de Uganda categoría semipesado entre 1951 y 1960, y un buen jugador de rugby. Lo juzgaban buen atleta pero un poco corto de entendederas. “Necesitan que le expliquen las cosas con palabras claras”, dijo de él un oficial británico.
Como fusilero, Amín cató la sangre entre 1947 y 1949, cuando luchó en Somalia para combatir a los rebeldes musulmanes shiftas. En 1952 combatió la rebelión de los Mau-Mau en Kenya, acaso el más sangriento de los alzamientos de la época contra el poder colonial británico. En 1959 fue ascendido a suboficial, la más alta graduación que podía alcanzar un nativo ugandés en el ejército de la corona. Pero los vientos se dieron vuelta y en 1961, un año antes de la independencia de Uganda, fue uno de los dos primeros ugandeses en alcanzar el grado de oficial. En 1964 era el segundo en la cadena de mandos de aquel ejército en formación y en una nueva nación.
En 1965, Milton Obote, primer ministro de aquella monarquía de papel maché en manos del rey Mutesa II, se metió de lleno en el contrabando de oro y marfil a cambio de armas. Lo secundó Amín. Entregaban armas al Zaire para que embistiera al Congo, a cambio de los materiales preciosos. El Parlamento exigió una investigación, y Obote barrió con el Parlamento, la constitución y con la monarquía; se declaró presidente ejecutivo de Uganda y nombró a Amín coronel y jefe del ejército, faltaría más, que se encargó de atacar el palacio real y obligó a Mutesa a huir a Londres. Gran Bretaña sostuvo al rey exiliado y a los nuevos jerarcas ugandeses porque todavía obtenía frutos del viejo enclave colonial.
Pasar de pinche de cocina a cabeza del ejército en catorce años no es un ejemplo de la movilidad social de Uganda, sino más bien de la ambición desmadejada de Amín., que vio el poder total al alcance de la mano. Era cuestión de tiempo. Y de fuerza. Amín se rodeó de tropas militares de las etnias kakwa, lugbara y nuba y de otras regiones del oeste del Nilo, en la frontera con Sudán. Los nubios habían vivido en Uganda desde inicios del siglo XX porque habían llegado para servir en el ejército colonial británico.
Como era previsible, Obote y Amín se distanciaron, una grieta inevitable. El presidente le reprochó al jefe del ejército la composición étnica de sus tropas, cierto apoyo dado a escondidas a las rebeliones del sur de Sudán y, en 1969, hasta cierta responsabilidad en un atentado contra su vida, que Obote conservó por milagro.
En octubre de 1970 el cristal se quebró: Obote tomó el control del ejército y de las fuerzas armadas y degradó a Amín de comandante de todas las fuerzas a jefe sólo del ejército. Después, el presidente cometió dos yerros. El primero, dejó trascender que arrestaría a Amín de malversar fondos de las fuerzas armadas y, el segundo, viajó al extranjero a una cumbre de la Commonwealth que se celebró en Singapur.
El 25 de enero de 1971 las tropas leales a Amín cerraron el aeropuerto internacional de Entebbe, la principal vía de acceso s Uganda, y tomaron la capital, Kampala. Obote fue acusado de corrupción y de favorecer a las etnias de la región de Lango, otra etnia nilótica del centro y norte del país. Por la razón que fuere, Obote decidió que no era prudente regresar a su país y Amín se hizo con la presidencia. Anunció, lo de siempre, que él era militar y no político, que su régimen sería provisional hasta que todo volviera a la normalidad y, cómo no, llamaría a elecciones. Los ugandeses lo recibieron bien. Y el resto del mundo, también. Tenía cierto carisma, era marchoso, sus orígenes humildes le daban por default cierto aire de benevolencia, un disparate de la sociología, y prometía lo imposible, que eso siempre atrae multitudes.
Así que con la venia de su pueblo y el guiño del resto del mundo, Amín suspendió el parlamento, prohibió los partidos políticos, desmanteló los gobiernos provinciales, nombró a oficiales militares como gobernadores, debilitó el sistema judicial, se nombró a sí mismo presidente de Uganda, comandante de las fuerzas armadas y jefe de los estados mayores del ejército y del aire, suspendió algunas normas de la constitución de Uganda, puso a los tribunales militares por encima del derecho civil, nombró a simples soldados kakwas en altos puestos del gobierno y de las empresas públicas, creó un Consejo Asesor de Defensa que presidía él mismo, o sea que se asesoraba a sí mismo, y reemplazó la oficina de inteligencia por la Oficina de Investigación de Estado, con cuartel general en el suburbio de Nakasero, en Kampala, centro de tortura y ejecuciones en los años siguientes.
Y desató el terror. Todo de un zarpazo.
Lanzó una persecución étnica que, en julio de 1971, a seis meses de asumir masacró a todos los soldados de las etnias acholi y lango en los cuarteles de Jinja y Mbarara. A principios de 1972 cinco mil militares y más de diez mil civiles de esas etnias habían desaparecido. También lanzó una purga contra las fuerzas que todavía respondían, o eran sospechosas de responder, a Obote, luego de un intento del ex presidente de invadir Uganda ayudado por Tanzania. Años después, la Comisión Internacional de Juristas calculó que la cifra de muertos durante los años de gobierno de Amín no era inferior a ochenta mil y superaban los trescientos mil. Amnesty International elevó la suma a quinientas mil personas.
El payasito hizo de las suyas para divertir a Occidente, mientras planeaba cambiar de aliados. La leyenda cuenta que un día de 1971, flamante gobernante, Idi Amín tomó su avión y cayó sin ser invitado, ni esperado, en una Gran Bretaña sorprendida. A las corridas, se armó en Buckingham una cena de Estado con la reina Isabel II y el entonces primer ministro Edward Heath. En medio de la cena, su majestad, con un tonito irónico, le dijo muy amable que tal vez sería conveniente que la próxima vez, avisara con más tiempo su intención de visitar el imperio, cosa de que pudiera ser atendido como él merecía. Y cuando le preguntó qué era lo que había llevado a Amín a una visita tan imprevista, el payasito contestó: “En Uganda no consigo buenos zapatos de mi medida, el cuarenta y ocho”. No era eso, había viajado para decirle a la Reina que pensaba invadir Tanzania, para facilitar a Uganda, un país sin litoral marítimo, una salida hacia el Océano Índico. Tanzania era gobernada entonces por Julius Nyerere, amigo y aliado de Isabel II, que le advirtió lo que se avecinaba.
Una vez de regreso a su patria, Amín envió un telegrama a su Majestad en el que la llamó “Liz”, como a Elizabeth Taylor, y la invitó a visitar Uganda si quería conocer “a un hombre de verdad”. No se sabe si Isabel II, siempre tan atenta con los dignatarios extranjeros, respondió de alguna forma al mensaje.
El papa Paulo VI lo recibió en el Vaticano, una audiencia que la Iglesia definió años después como una concesión inevitable, aunque no dio las razones. La preocupación de la Iglesia era, aquella mañana, la vestimenta del visitante. ¿Iría Amín con su uniforme de gala y su enorme rastra de condecoraciones brillantes y metálicas? Porque aquello podía hacer temblar al genio de Bernini y a su famoso baldaquino de San Pedro. Pero no, Amín fue vestido con traje y corbata, llegó media hora después de lo previsto y con una mujer desconocida. Son estilos.
Los años de su gobierno estuvieron teñidos, además de por la sangre de los ugandeses asesinados, por los alardes extravagantes insólitos y estrafalarios del dictador. En 1973, el embajador de Estados Unidos en Uganda, Thomas Patrick Melady, recomendó reducir la presencia diplomática de su país en Uganda y describió al régimen de Amín, y a Amín, como “racista, errático, impredecible, brutal, inepto, belicoso, irracional, ridículo y militarista”. Washington cerró su embajada en Kampala. Sí que lo vieron venir.
Ya para entonces Amín había cambiado de aliados. Sus nuevos amigos fueron Muahmmar el Khadafy en Libia, o la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) al mando de Yasser Arafat y la URSS de Leonid Brezhnev. Khadafy le recomendó expulsar de Uganda a los asiáticos, muchos de ellos de la India que habían llegado al país cuando era una colonia británica, y también a sus familiares. Amín llamó a su decisión una “guerra económica”, que tenía como finalidad expropiar los bienes y el capital de esos asiáticos, y también de los europeos.
En agosto de 1972 expulsó a sesenta mil asiáticos que no eran ciudadanos de Uganda, casi todos tenían pasaporte británico, y una enmienda incluyó a otros ochenta mil asiáticos ugandeses, que no ejercieran como médicos, abogados o maestros. Casi todos eran propietarios de negocios, de empresas medianas y grandes que eran la columna vertebral de la economía del país. Madsen Pirie, titular del Instituto Adam Smith, del Reino Unido, escribió: “La expulsión de los asiáticos tuvo un efecto devastador en el país (…) Amín favoreció a la gente de su propio origen étnico y les dio las propiedades y los negocios de los expulsados a sus compinches, que lo echaron todo rápidamente al suelo por incompetencia y mala administración”.
India rompió relaciones con Uganda y Uganda las rompió con Gran Bretaña, de paso nacionalizó ochenta y cinco empresas británicas. También rompió con Israel, en otros tiempos proveedor de armas a Uganda, expulsó a los asesores militares israelíes y se convirtió en un fuerte crítico de ese país.
El 27 de junio de 1976, un comando del Frente Popular para la Liberación de Palestina Maniobras Externas (FPLP-ME) y dos miembros de las “Células Alemanas”, secuestraron el vuelo 139 de Air France, un Airbus A300, con doscientas cuarenta y ocho pasajeros y doce tripulantes a bordo que se dirigía a París, procedente de Tel Aviv con escala en Atenas. Los secuestradores exigían la liberación de cuarenta palestinos detenidos en Israel. El gobierno francés de Valery Giscard d’Estaing, negoció con Amín para que admitiera en su aeropuerto de Entebbe al avión secuestrado, para evitar que la nave volara a países más remotos.
Los terroristas dividieron a los pasajeros entre judíos y gentiles, liberaron a los no judíos y retuvieron al resto de en la sala de espera del aeropuerto durante una semana: amenazaron matarlos si Israel no cumplía con sus demandas. El 4 de julio de 1976 un operativo del Mossad llevó hasta Entebbe a un grupo comando, a bordo de un avión Hércules, que copó el aeropuerto, liberó a los secuestrados, mató a los terroristas, que antes habían asesinado a tres rehenes y herido a diez, y partió rumbo a Kenya con una sola baja entre sus filas, la del comandante Yonatan Netanyahu, hermano mayor de quien luego sería primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu.
Fue una gran humillación para los palestinos y, en especial, para Amín que reaccionó a su modo: hizo asesinar a una rehén herida e internada en el hospital Mulago, de Kampala; era Dora Bloch, una inmigrante judía británica de setenta y cinco años que fue sacada a rastras de su cama y asesinada por dos militares a las órdenes de Amín. Sus restos fueron recuperados recién en 1979, en el baúl de un coche con chapas del servicio de inteligencia ugandés y en una plantación de azúcar, a treinta y dos kilómetros al este de Kampala. Amín también hizo asesinar a centenares de kenianos que vivían en Uganda, por el apoyo que Kenya había dado a las fuerzas israelíes en el rescate. Todo el apoyo había consistido en permitir aterrizar en Kenya al Hércules israelí.
El payasito siguió con su show que ahora era visto con ojos diferentes, y tardíos, en el resto del mundo. Sus títulos honoríficos, que incluían unas iniciales con las condecoraciones que se había regalado, rezaba: “Idi Amín Dadá, Presidente vitalicio, Jefe de las Fuerzas Armadas, Mariscal de Campo, Doctor, VC. DSO. MC., Señor de todas las bestias de la Tierra y de todos los peces del mar, Conquistador del Imperio Británico de África en general y de Uganda en particular y último Rey de Escocia”. De no haber estado embebido todo en tanta sangre, hubiese sido pintoresco. Pasó no hace mucho y no tan lejos.
Sus actos extravagantes, todos criminales, también incluyeron la poligamia, la cantidad de esposas es difícil de calcular. Las oficiales fueron siete. Hubo tres entre 1966 y 1972, de las que se divorció. Una fue detenida en la frontera con Kenya acusada de contrabandear un corte de tela y pudo huir luego a Londres. Otra, Kay, a la que Amín repudió en 1974, apareció en el baúl de un auto, decapitada y desmembrada poco después del divorcio, aunque este último hecho se toma como parte de la leyenda tejida alrededor de Amín. Tal vez. En agosto de 1975 casó con Sarah Kyolaba, que era una bailarina desnudista de diecinueve años. El chico que había sido novio de Sarah desapareció y nunca más se supo de él. Le adjudican cincuenta y tres hijos, o treinta y dos, o quién sabe cuántos: al menos Amín posó en una foto con veintisiete.
Mientras, las mazmorras de Amín se llenaban de opositores y se vaciaban de cadáveres. Los centros de tortura estaban alojados en edificios céntricos de Kampala, además del legendario centro de detención en el suburbio de Nakasero, y como el calor era tremendo, se torturaba a ventana abierta: cualquier ugandés podía escuchar los alaridos de las víctimas y los disparos que ponían fin al suplicio. Alimento para los cocodrilos del Nilo. De paso, el espectáculo sonoro, alaridos y disparos, sembraban el terror en el resto de los ciudadanos. Uganda estaba sumida en la pobreza, sus instituciones demolidas por la corrupción, sus fuerzas armadas debilitadas por el hastío, por las purgas constantes y por la negligencia.
En 1978 a Idi Amín le quedaba poca cuerda. Ni fervor popular ni aliados demasiado firmes en el extranjero: era un tipo irremediable. Su mala estrella había crecido en 1977, cuando ordenó asesinar al obispo anglicano de Uganda, Janani Luwum y a dos de sus ministros, el del Interior, Charles Aboth-Ofumbi y al de Tierra, Minerales y Recursos Hídricos, Erinayo Wilson Oryema. Fue así: los tres fueron detenidos acusados de complotar contra Amín. Al día siguiente, estaban muertos. La versión oficial dijo que el vehículo que los transportaba a la prisión, había chocado con otro. Y a otra cosa, muchacho.
En noviembre de 1978, el vicepresidente de Uganda, general Mustafá Adrisi, salió ileso por milagro de otro “accidente” de autos: sus tropas se amotinaron contra Amín, que envió tropas leales a masacrarlos. Huyeron a Tanzania, donde el viejo enemigo de Amín, Julius Nyerere, les dio asilo, lo que fue tomado por Amín como una declaración de guerra: ordenó invadir Tanzania y anexar a Uganda una región vecina a la frontera. En enero de 1979, Nyerere movilizó su Fuerza de Defensa Popular y contraatacó, junto a miles de exiliados ugandeses que habían sido parte del Ejército de Liberación Nacional de Uganda.
Tanzania ganó fácil ese conflicto. Pese a la ayuda militar enviada por Libia, Amín se vio obligado, o no y optó por lo más sano, a escapar en helicóptero a los brazos de Khadafy cuando las fuerzas tanzanas tomaron Kampala. Era el 11 de abril de 1979. La pesadilla, al menos esa pesadilla, había terminado para Uganda. Algunas cuentas viejas, como era de esperar, fueron saldadas y la etnia kawka fue masacrada a su vez en revancha a sus abusos de poder. Pero esa es otra historia.
Amín se refugió en 1980 en Arabia Saudita, al amparo de la familia real saudí que le dio un generoso salario mensual con una condición: que se alejara de la política y no abriera la boca. Amín obedeció gustoso y vivió varios años en las dos últimas plantas del Hotel Novotel de Yeda. En 1989 intentó regresar a Uganda para liderar un golpe de Estado. Pero en el Zaire, por orden del presidente Mobutu Sese Seko, fue detenido, puesto bajo arresto domiciliario y devuelto luego a Arabia Saudí.
Murió el 16 de agosto de 2003, por una insuficiencia renal, en el Hospital de Yeda. Está enterrado en el cementerio Ruwais de esa ciudad.
Fue un error de la historia, que no suele aprender de sus errores.
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