Poco antes de las 8 de la mañana del 10 de abril de 1912, la estación de trenes de Londres rebalsaba de gente, baúles y valijas enormes. Los que se subían al tren que los llevaría hasta el puerto de Southampton vestían de manera muy elegante. En el andén quedaban los que habían ido a despedirlos. Entre otra parte de la estación varios más se subían a otro tren que partiría media hora después. Estos iban con menos equipaje y con ropas más baratas. Eran los que viajarían en segunda y tercera clase.
La expectación era enorme. Iban a participar del viaje inaugural del barco más imponente jamás construido. El Titanic zarparía al mediodía.
Al llegar a Southampton, los de primera clase tenían, más allá del que ellos habían llevado, personal que esperaba para asistirlos con el equipaje y el traslado, por un sendero especialmente diseñado para que pudieran abordar el barco sin complicaciones.
Varias horas antes, la tripulación fue arribando. El capitán ocupó su lugar cerca de las 7 de la mañana. Un hombre canoso, con bigote tupido y la mirada tranquila que dan los años y la felicidad de sus últimas jornadas de trabajo. El del Titanic sería el último viaje del capitán Edward Smith, de 62 años: un retiro glorioso al mando de un barco legendario. Al ser el más experimentado, y también el más popular (su trato con los pasajeros era muy amable, lo llamaban El Capitán de los Millonarios) de los capitanes de la compañía, la elección fue sencilla. Trabaja en la White Line desde hacía 32 años. Era el corolario perfecto para su trayectoria.
En los días previos, el barco se había aprovisionado. Miles de kilos de carne, pescado, frutas, verduras. Más de 20.000 botellas de vino y bebidas blancas.
Hubo una gran reunión en la cubierta con toda la tripulación, deseos de buena suerte y cada uno fue a ocupar su lugar. Un funcionario del estado terminó la revisión de la nave y determinó que todo estaba en condiciones para zarpar.
A media mañana los pasajeros comenzaron a abordar. Todo era felicidad. Y deslumbramiento. Recorrían las distintas zonas del Titanic y comprobaron que era tan majestuoso cómo se lo describía. Todo era sorprendentemente lujoso.
2223 personas irían a bordo entre pasajeros y tripulación. No estaba lleno: podían viajar alrededor de 3500. La tripulación estaba integrada por 908 personas. Sólo 23 eran mujeres.
Los pasajeros se dividían en tres clases. En primera viajaban empresarios, celebridades, hombres de negocios. En segunda gente de clase media que deseaba participar del viaje inaugural y muchos otros que debían cruzar el Atlántico para trabajar allá. Pero también iban muchos de los empleados y personal de los millonarios de la primera clase. En tercera viajaban familias pobres que buscaban hacer la América. Inmigrantes ingleses, irlandeses, escandinavos, judíos provenientes de Europa Oriental y hasta varios libaneses que buscaban un futuro mejor del otro lado del Atlántico.
Las comodidades eran diferentes para cada categoría de pasajeros. Aun dentro de la primera clase, la jerarquía de los camarotes era muy disímiles. Dos de ellos eran de súper lujo. Dos habitaciones, baño propio, un living, mobiliario de primera calidad, calefacción eléctrica y sus propias cubiertas-terrazas.
Los que le seguían variaban su decoración según el gusto del pasajero. Había Luis XV, renacentistas, victorianos y varios estilos más. Tenían escritorio propio, cómodos sillones, camas elegantes. Pero la gran mayoría tenían un pequeño sector para lavarse y nada más. En la actualidad sorprende saber que en la mayoría de las habitaciones de primera clase no contaban con baño privado. Para bañarse había que reservar turno con los empleados que estaban destinados en ese sector, que a la hora señalada se encargaban que las bañeras estuvieran llenas con el agua a la temperatura deseada por el pasajero. Los inodoros tampoco abundaban. A veces había que cruzar todo el largo del barco para llegar a uno.
Los camarotes de esta clase estaban ubicados en la parte superior y central del Titanic. Era el lugar en el que menos vibración había y en el que el ruido de los motores era casi inaudible, sólo un suave rumor.
Mientras se descendía, se encontraban los lugares de segunda y tercera clase. Los primeros eran habitaciones más estrechas en las que había hasta tres camas. Los de la clase más barata tenían varias literas y no conocían comodidades. Un ejemplo: sólo había dos bañaderas para todos los de tercera clase.
La comunicación entre los distintos estratos no era sencilla. Los de la clase inferior no podían acceder a los lugares de los otros. Todos los sitios de lujo y confort les estaban vedados. La comunicación entre la segunda y primera clase era más fluido. Eso es lógico porque varios de los pasajeros de segunda debían brindar servicios a los de primera, eran sus empleados.
Mientras los de tercera utilizaban un gran comedor con largas mesas y un menú poco sofisticado, los de primera clase tenían una oferta variada y de gran calidad. Un restaurante de lujo llamado A la Carte, un comedor amplio, varios cafés entre los que sobresalían Le Parissianne, ambientado como uno que estuviera a la vera del Sena y un salón de té perfectamente londinense.
Los salones en los que se reunían antes de las comidas o para hacer la sobremesa eran inmensos, mucho más amplios que los del resto de los cruceros de su tiempo. Las paredes cubiertas en boiserie. La decoración no era ostentosa ni cargada.
Los que querían hacer deportes tenían una oferta amplia. El gimnasio contaba con bicicletas fijas, un caballo y un camello eléctrico (aparatos que simulaban el movimiento de esos animales), máquinas de remos, pesas, bolsas de boxeo. Había una cancha de squash. Y una gran novedad: una pileta; los pasajeros podrían meterse cuando quisieran sin importar el clima porque era techada y estaba climatizada. Para relajarse podían ir al sauna, tomar baños turcos o a la sala de masajes. O meter todo el cuerpo en una caja metálica que constituía una novedad tecnológica: sólo quedaba fuera la cabeza y se recibían baños de vapor y calor que hipotéticamente purificaban las impurezas.
Para los hombres había un gran salón para fumar. Las mujeres tenían el acceso vedado a ese sitio. Ellas, como contrapartida, tenían el salón de lectura y de correspondencia; aunque estrictamente era mixto se consideraba que el de fumador lo utilizaban los varones y el otro las mujeres.
La biblioteca era imponente. Al igual que los salones en los que se organizaban bailes de gala. Había, también, una importante oficina telegráfica para que los influyentes pasajeros recibieron y mandaran mensajes cuando quisieran. También recibían un diario que se imprimía en el barco con noticias europeas y americanas y con las últimas novedades del viaje y cronograma de las actividades.
El Titanic costó 7 millones de dólares de la época, alrededor de 200 millones actuales. La construcción tardó casi tres años. Hasta los últimos días se estuvieron terminando detalles, incorporando muebles, elementos de ornamentación y dándole los últimos toques a los sectores de más lujo.
Todo el barco estaba a la vanguardia en lo que se refería a confort, tecnología y facilidades e instalaciones de higiene. Nada le faltaba. Los constructores se habían encargado de que los materiales utilizados fueran de la mejor calidad.
Los botes salvavidas eran veinte y alcanzaban para transportar a la mitad de las personas a bordo. Pero a nadie le preocupó demasiado esa cuestión. El Titanic era indestructible.
Varios de los pasajeros no tuvieron la intención original de participar en el viaje inaugural del Titanic, de conocer por dentro el nuevo gigante. Fueron puestos en el barco por las circunstancias políticas. Por esos días hubo una larga huelga de mineros. Eso produjo escasez de carbón. Las compañías navieras acopiaron lo que pudieron y destinaron esa reserva para sus naves más emblemáticas. La White Star Line privilegió al Titanic, su estrella. Eso hizo que debieran cancelarse las partidas de otros de sus cruceros. Los pasajeros de esos viajes suspendidos, en especial los de las clases más económicas, fueron transferidos al Titanic. Aquello que creyeron que se trataba de un beneficio impensado –viajar en el mejor barco del momento- se convirtió en su insospechada condena.
Otros sí eligieron el Titanic. Un lugar inolvidable para un momento inolvidable. Trece parejas decidieron pasar allí su luna de miel.
Volvamos a la mañana del 10 de abril. En las explanadas del puerto se fue reuniendo una pequeña multitud. Miles de personas que se acercaron para presenciar como el gigante se adentraba en las aguas. Era un gran espectáculo y nadie quería perdérselo. Aunque eran muchas menos que las 100.000 que se juntaron en Belfast el año anterior la primera vez que el Titanic tocó el agua luego de salir del astillero.
Cuatro hombres jóvenes trataban de abordar pero ya era tarde. Gritaban, gesticulaban pero fue imposible. Debían trabajar en la sala de máquinas pero habían tenido una noche tumultuosa y habían llegado tarde. Se lamentaban porque perdieron un gran trabajo. Otro que maldecía su mala suerte era Milton Hershey, el inventor de las famosas barras de chocolate, que a último momento no pudo utilizar los pasajes que había comprado para él y su esposa porque estaba cerrando nuevos negocios en Londres.
A las 12.15 del 10 de abril de 1912, el puerto de Southampton se convirtió en un festival de sonidos. La sirena del Titanic anunciaba que zarpaba. El traqueteo ronco de los motores del trasatlántico y de los remolcadores que lo ayudaban. El rugido de las miles de personas que desde tierra gritaban emocionadas por sentir que presenciaban un momento histórico. Los pasajeros que saludaban a los que habían ido a despedirlos. La orquesta que, desde cubierta, interpretaba piezas clásicas que los pasajeros de primera clase podían seguir en el libro que les entregaban al subir que contenía partituras de 352 piezas musicales distintas.
Los pasajeros se dedicaron a disfrutar de las comodidades del lugar. Cada nuevo sitio que visitaban los sorprendía por su calidad, por el servicio atento, por el lujo. Había comida, bebida, bailes, juegos, risas. El barco realizó dos paradas en puertos europeos antes de lanzarse al cruce del Atlántico para llegar a Nueva York.
La noche del 14 de abril, en el restaurante A la Carte, con la presencia del capitán, los pasajeros más encumbrados comían ostras, caviar, filet mignon, langosta, salmón y postres deliciosos. Hasta que un estruendo los distrajo, un inesperado cimbronazo, el parpadeo de las luces. La gran mayoría siguió comiendo, brindando, celebrando. Nada malo les podía pasar a bordo de ese gigante indestructible.
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