9 de abril de 1942. En Filipinas, en la Península de Bataan, las tropas locales y de los Estados Unidos se rindieron ante las fuerzas japonesas. Las decenas de miles de prisioneros de guerra fueron trasladados a un campo. Lo hicieron a pie. Muchos no llegaron a destino debido a las malas condiciones físicas, el clima agobiante y la impiedad de sus captores. Ese viaje de algo más de cien kilómetros se convirtió en un catálogo del horror. Maltratos, torturas, mutilaciones y asesinatos a mansalva. Pasó a la historia como La Marcha de la Muerte.
Los japoneses estaban exultantes. Las pocas energías que les quedaban después de meses de enfrentamientos feroces las dedican a la celebración de la victoria. Pero el general Masaharu Homma les recordó que las obligaciones continuaban. Que nada había terminado. Dos eran las tareas principales en ese momento. La primera, la más importante, asegurar la plaza, seguir avanzando y desplegar sus tropas por toda Filipinas para hacerse más fuertes en el Pacífico. La segunda, vaciar de enemigos el lugar para que el avance fuera más veloz y sin riesgos. Transportar a los prisioneros de guerra, a la masa de soldados norteamericanos y filipinos que se rindieron, a un campo de detención. Pero el cálculo había sido erróneo. Los prisioneros de guerra eran 80.000, más del doble de lo que habían supuesto. Aproximadamente 65.000 filipinos y 15.000 norteamericanos. La capacidad logística para trasladarlos hacia el campo de detenidos estaba sobrepasada. Los hombres estaban deshechos tras meses de enfrentamientos: exhaustos, mal alimentados y en muchos casos heridos.
Después de cuatro meses de lucha Japón había logrado derrotar al ejército local y a las tropas norteamericanas. El asedio hacía semanas que era insoportable.
Todo empezó después de Pearl Harbor. Los japoneses bombardearon Filipinas; pero a diferencia de lo ocurrido en el lugar en el que la flota norteamericana fue destrozada, en Filipinas el ataque aéreo fue acompañado con una invasión de un gran número de tropas. Los combates fueron sangrientos y desiguales. La superioridad nipona era muy evidente. Durante cuatro meses fueron empujando a los norteamericanos y a los filipinos hacia la península de Bataan.
Allí quedaron encerrados, defendiéndose cómo podían. Cercados y asilados, se empezaron a quedar sin suministros. Las raciones de los hombres se fueron achicando. Primero a la mitad, en los últimos días sólo consumían un cuarto de ración. Habían quedado desconectados del resto y estaban rodeados por el enemigo que no le daba tregua. El Gral. Mac Arthur, a cargo de los tropas, fue enviado a Australia. El ánimo de los soldados al enterarse de la noticia se terminó de oscurecer, esa fue la señal de que ya todo era inútil. El riesgo de morir de inanición era inminente.
El comandante norteamericano del lugar, el Gral. King, firmó la rendición. Los japoneses prometieron un trato humanitario.
Las primeras escenas no fueron uniformes. Hubo algunos gestos amables, la atención de algún herido enemigo de gravedad, un cigarrillo compartido entre guardias y cautivos. En simultáneo, otros ejercieron violencia sobre los derrotados. Pero mientras avanzaban las horas, la conducta de los japoneses se volvió homogénea. La crueldad fue la regla.
A un grupo de soldados norteamericanos, les exigieron que sacaran todas sus pertenencias de los bolsillos. Alguno se tomó más tiempo del necesario, tal vez hasta hubo un gesto de desdén. Un japonés le repitió la orden a los gritos. Antes de que tuviera la oportunidad de cumplirla, otro le pegó un tiro en la nuca. A partir de ese instante, el contenido de los pantalones y las chaquetas de los rendidos comenzó a caer torrencialmente sobre el terreno. Los soldados japoneses se abalanzaron sobre las pertenencias de sus enemigos. Parecía tan sólo un saqueo. Pero de pronto uno encontró dinero japonés y otros elementos de ese país. El antiguo poseedor fue puesto de rodillas y fusilado delante de los demás. Así lo hicieron con cada uno que tenía billetes de los vencedores u otras pertenencias. Supusieron que los norteamericanos se los habían robado a compatriotas. El resto de los prisioneros comenzó a destruir lo que tenían encima intentando no ser descubiertos por los captores. En estas requisas también arrancaron con una tenaza los dientes de oro de las dentaduras.
Un grupo de unos 500 soldados filipinos fue separado del resto. Eran oficiales del ejército. Los llevaron hasta la margen del río Partigan, pero en un sitio elevado para que el resto pudiera ver lo que sucedía. Un espectáculo macabro y aleccionador. Hubo disparos a quemarropa, otros que cayeron a golpes de bayonetas y unos cuantos degollados. Los cuerpos se apilaban desordenadamente. Se la conoció como la Masacre del Río Partigan. Hubo alguien que se reveló a las órdenes recibidas, una excepción. El General japonés Takeo Imai se negó a llevar a cabo la orden de su comandante. Asesinar prisioneros de guerra era contario al Bushido, a sus códigos de conducta y a sus principios.
Se inició la marcha hacia el otro extremo de la Península de Bataán. Los prisioneros caminaban como podían bajo el sol infernal. Heridos, con hambre, muertos de sed. Los japoneses se mostraron impiadosos.
Los motivos fueron varios. Tal vez, el principal, fuera la soberbia de la victoria. Otros sostienen que despreciaban al enemigo que se había rendido, que no había luchado hasta el final. Muchos quisieron descargar la ira de todo lo sufrido en los combates de los cuatro meses previos. También querían terminar rápido con la odisea y al que amenazaba con retrasarlos, lo liquidaban.
Fueron más de cien kilómetros. Los primeros ochenta los hicieron a pie. No había comida para todos. En el camino encontraron pozos de agua que se podía tomar pero casi con sadismo no se los dejó acercarse. El que rompía filas sufría un castigo feroz. Varios fueron linchados por sus captores.
No había un criterio claro en los castigos para la violación de las inhumanas reglas del periplo. Regía sólo la arbitrariedad y la abyección. Algunos fueron desnudados y estaqueados bajo el sol; otros asesinados de inmediato; muchos, apaleados.
En los momentos de descanso, no los dejaban guarecerse en las sombras. Debían sufrir la impiedad de los rayos solares. A esa técnica la denominaron El Tratamiento Solar.
En algunos tramos del camino, los civiles filipinos de las aldeas que eran atravesadas por esa peregrinación de tullidos, vencidos y captores, lanzaban comida para las decenas de miles de famélicos. Los que eran descubiertos haciéndolo recibían palizas atroces y eran incorporados a la marcha.
Detrás de todos, un pequeño batallón. Una veintena de soldados japoneses que cerraba las filas. Estaban fuertemente armados. Eran Los Limpiadores. Su tarea era asesinar a los que no podían seguir el ritmo, a los rezagados.
Varios miles murieron en el primer y largo tramo de 80 kilómetros de caminata. Luego fueron subidos a unos vagones desvencijados de trenes que databan de la Primera Guerra Mundial para hacer otro trecho. Viajaron hacinados. Había más de 100 prisioneros por vagón. Las enfermedades se diseminaron con gran velocidad. Cuando el tren se detuvo y los obligaron a bajar, fueron varios los que no pudieron hacerlo. Encañonados por los japoneses, otros prisioneros filipinos y norteamericanos debieron cargar los cuerpos y tirarlos en una fosa.
Todavía faltaba otra decena de kilómetros a pie para llegar a O’Donnell, el campo de prisioneros de guerra.
Allí tampoco reinaba el confort. La comida seguía siendo escasa. Y el espacio para dormir no alcanzaba para todos. Se equivocaron los que creyeron que luego de atravesar el suplicio de esos más de cien kilómetros estaban salvados. Las enfermedades se propagaron con una velocidad increíble. La disentería se cobró cientos de víctimas.
Se estima que alrededor de 10.000 prisioneros de guerra murieron en ese camino tras la batalla de Bataan. Otros estiran esas estimaciones hasta 18.000.
Cuatro años después de la Marcha de la Muerte la situación había cambiado radicalmente. La Guerra había terminado. Los Aliados habían vencido. Y uno de los derrotados era Japón. El General Homma fue juzgado como criminal de guerra. En el juicio adujo que él no había ordenado ninguna matanza. Sus juzgadores no pensaron lo mismo. Lo encontraron culpable de haber permitido atrocidades y homicidios brutales. Fue condenado a muerte.
El 3 de abril de 1946, en Filipinas, el General Homma enfrentó al pelotón de fusilamiento.
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