Hace casi veinte años, mucho antes de que la bofetada de Will Smith en los premios de la Academia escandalizara al mundo, otro favorito de Hollywood impresionó a todos con su mal comportamiento en público. Aunque en su caso, el desliz en la conducta no era realmente una sorpresa. Después de todo, eran otros tiempos, y Russell Ira Crowe se había hecho famoso –y se había llevado el Oscar, todo al mismo tiempo– por Gladiador, la película de Ridley Scott en la que juraba venganza “en esta vida o en la próxima” y se enfrentaba nada menos que al emperador de Roma en el Coliseo.
Mitad maorí y descendiente por parte de su padre de los reos galeses y escoceses que poblaron las colonias penales británicas de las islas de Oceanía, lo de Crowe nunca fueron los buenos modales. Nació en Strathmore Park, un suburbio de Wellington, en Nueva Zelanda, el 7 de abril de 1964, en una familia asociada a la industria cinematográfica: sus padres tenían una empresa de catering para producciones y rodajes; su abuelo materno fue cineasta.
Los Crowe se mudaron a Sydney en busca de mejores oportunidades en la pujante industria de televisión australiana cuando Russell tenía cuatro años. Pronto comenzaron a trabajar para las cadenas más importantes. Russell corría por los sets; tenía cinco años cuando dijo sus primeras líneas en una serie.
Cuando tenía 14, la familia volvió a Nueva Zelanda. Dos años más tarde, dejó el colegio: estaba convencido de que lo suyo era la actuación. En lugar de eso, se dedicó a la música con el seudónimo de Russ Le Roq. Tocaba en los pubs y grabó varios temas, incluyendo su premonitorio hit Yo sólo quiero ser como Marlon Brando, aunque lo de hit es un decir, porque sus canciones nunca rankearon en las carteleras ni en las radios. Ni siquiera en las locales.
Pensó entonces en anotarse en el conservatorio, pero alguien le dijo que no tenía sentido: “Vas a perder el tiempo. Lo que pueden enseñarte ahí vos ya lo venís haciendo desde siempre”. Era cierto. Con 22 años, acababa de pasar el casting para su primer papel importante en el musical The Rocky Horror Show que se estrenaba en un teatro neozelandés. Lo de ser actor iba en serio.
En 1990 hizo su primera película en Australia, The Crossing, y también comenzó a actuar con continuidad en la televisión de ese país. Los premios no tardaron en llegar, y aunque nunca le otorgaron la ciudadanía, se convirtió en el actor mimado del público y la crítica.
A Hollywood llegó de la mano del thriller de ciencia ficción Virtuosity, con Denzel Washington, en 1995. Hacía de androide y ni siquiera figuraba en el afiche: en Australia podía ser un número uno, pero para internacionalizarse tenía que pagar derecho de piso.
Tres años más tarde, sin embargo, Crowe estaba compartiendo cartel a pantalla partida con Al Pacino en The Insider (1999), a las órdenes de Michael Mann. El film no fue un éxito de taquilla, pero tuvo una nominación para mejor actor en los Oscars: la suya. Su nombre empezaba a sonar fuera de los límites de Puerto Jackson.
Entonces, la fiebre de Gladiador (2000), uno de esos dramas épicos, mezcla de acción, historia, honor, deber y amor, a la manera de Espartaco o Ben Hur pero con los efectos de este milenio, y con un protagonista musculoso y nuevo, que llevó en masa a las familias a las salas de cine, hizo el resto. La superproducción de Scott había costado US$100 millones, pero recuperó US$35 millones sólo en su primer fin de semana en los Estados Unidos. En total, recaudó más de US$460 millones en todo el mundo y recibió once nominaciones a los Oscars. De las cinco que se llevó, una fue la de Mejor Actor para Crowe.
Tímido, sonriente, agradecido con sus antepasados –llevaba en el jacquet la medalla de la orden del Imperio Británico de su abuelo Stan Wemyss por filmar durante la Segunda Guerra Mundial–, pero sobre todo con el director que le dio la oportunidad y que desde ese momento se convertiría en su padrino y protector en la industria, el actor dio al recibir el premio un discurso sobre lo que significaba estar ahí para un chico que había crecido en los suburbios de Sydney y dio también una clase de humildad. Lo que comenzaba a filtrarse, en cambio, era que ese maorí hipertalentoso distaba de ser humilde.
Pronto se supo, por ejemplo, que había cuestionado duramente el guión original de David Franzoni –retocado a su vez por John Logan a pedido de Scott–. Se decía que Crowe había amenazado con abandonar el set de Gladiador si no hacían los cambios que él quería y que había intentado reescribir todo el guión de la película sobre la marcha. “¿Conoce la frase del tráiler, ‘Alcanzaré mi venganza en esta vida o en la próxima’? Bueno, al principio se negó rotundamente a pronunciarla”, revelaría después un ejecutivo de Dreamworks.
El propio William Nicholson, tercer y último guionista contratado, aseguró en una entrevista que Crowe le dijo: “Tus frases son basura, pero yo soy el mejor actor del mundo y puedo hacer que incluso la basura suene bien”. Lo peor era que, por legitimidad de resultados, tenía razón.
Un año antes había conocido a la cantante australiana Danielle Spencer y fue ella quien lo acompañó en esa noche de gloria en los Oscars, pero también había otro secreto a voces: llevaba meses saliendo con la entonces “novia de América”, Meg Ryan, que –decían los tabloides– “se había enamorado perdidamente de él” mientras filmaban Prueba de Vida.
Ryan todavía estaba casada con Dennis Quaid, con quien tenía un hijo, y cuando se anunció el divorcio, los ingredientes del escándalo estaban servidos: el musculoso actor del momento como tercero en discordia y voces en off dispuestas a decir que todo el rodaje había sido incómodo porque las escenas se pasaban de reales.
La culpable, para el público americano conservador acostumbrado a que Ryan fuera la heroína de sus comedias familiares, era ella. La actriz de Cuando Harry conoció a Sally tuvo que bajarse de la gira promocional de la película –que fue un completo fracaso comercial– para evitar preguntas indiscretas, pero así y todo, su carrera nunca se recuperó. Su relación con Crowe, tampoco, si bien siempre le guardó cariño y con el tiempo asumió lo que había pasado entre ellos, confesó que le había sido infiel a su ex con él, pero también que nada había tenido que ver con su separación: “Fue una gran historia”, dijo Ryan.
Lo que también se supo con los años fue que quien en verdad estaba perdidamente enamorado era Crowe, que quería casarse y tener hijos con Ryan. La revista People publicó en su momento que la llenaba de regalos –como un cachorrito y un Buick Riviera de 1963–, y también que para ella era demasiado: sentía que no podía salir de un matrimonio de años para entrar en otro compromiso.
Así fue como él volvió a los brazos de Spencer para concretar su plan de formar una familia; si no era con Ryan, sería con ella. Cuando años más tarde le preguntaron por Meg, sin embargo, no dudó en decir que “es una mujer hermosa y valiente. Me duele haber perdido su compañía, pero nunca perdí su amistad”. Algunos todavía aseguran que fue el gran amor de su vida y, de hecho, tras su divorcio de Spencer, en 2018, nunca volvió a conocérsele otra pareja estable, hasta hace unos meses, cuando se mostró junto a la actriz australiana Britney Theriot.
Siempre dijo que Una mente brillante (2001), de Ron Howard, por la que recibió su tercera nominación consecutiva al Oscar y se alzó con el Globo de Oro y el BAFTA, fue su mejor película. Y es que algo de las malas pasadas que podía jugarle la química cerebral a una persona de una inteligencia deslumbrante como el matemático John Nash debía resonarle al componer el personaje. También fuera de la ficción los problemas comenzaron a notarse cada vez más.
Justo el día que cumplió 39 años, el 7 de abril de 2003, se casó con Spencer en una capilla que mandó a construir especialmente en su rancho de Australia. Ella ya estaba embarazada de Charles (18), y después llegaría Tennyson (15). El seguía filmando tanques como Master and Comander (2003) y Cinderella man (2005) y tocando con su banda, 30 Odd Foot of Grunt.
Siempre manejó su exceso de testosterona como hincha fanático del equipo de rugby South Sydney Rabbitohs, al que alentó desde la infancia. Cuando se hizo famoso, intentó que Ted Turner les hiciera un salvataje financiero y él mismo colaboró con su presencia y grandes donaciones, además de jugar y presentar partidos a beneficio. Pero, eventualmente, el rugby no fue suficiente.
Era junio de 2005 cuando fue detenido por la policía de Nueva York después de tirarle con un teléfono al conserje del Hotel Mercer porque el empleado supuestamente se negó a ayudarlo a hacer una llamada. El conserje tuvo que ser atendido por las heridas que sufrió en la cara y a Crowe lo acusaron de tenencia ilegal de armas: el teléfono. Sus fotos esposado recorrieron el mundo. Tuvo que declararse culpable y pagó una fortuna –jamás revelada– para evitar el juicio.
La imagen de Crowe quedaría para siempre asociada a esos arranques que parecen escritos en su segundo nombre, Ira; hay incluso un episodio de South Park que hace alusión a su agresividad, y es algo sobre lo que se le pregunta en cada nueva entrevista. “Todos podemos ser desagradables –le dijo por ejemplo a El País hace unos años–. Simplemente, yo lo reconozco”.
Pero, por supuesto, su carrera, con altibajos, nunca fue cancelada del modo en que ahora se discute sobre la de Will Smith. Quizá porque el talento de ese hombre capaz de engordar 30 kilos a la manera de De Niro para componer un personaje, como lo hizo para Dos buenos tipos (2016), o la miniserie The lowdest voice (2019) nada tiene que ver con su temperamento. O, al revés, porque es parte del combo del gladiador que lo hizo saltar desde un suburbio de Sydney a la gloria de Hollywood.
SEGUIR LEYENDO: