“Es mejor quemarse que desvanecerse”, decía la nota suicida que la policía halló junto al cuerpo de Kurt Cobain. La escribió en tinta roja, encerrado en una invernadero ubicado junto al garaje de su casa de Seattle. Es parte de la letra de una desgarradora canción de Neil Young llamada Hey hey my my. Se la dedicó a Boddha, el amigo imaginario que había inventado en su niñez. Para que nadie lo molestara en sus momentos finales, trabó la puerta con una silla. El valor se lo dieron las tres dosis de heroína que se inyectó. Guardaba la droga dentro de una caja de tabaco Tom Moore. Bebió cerveza, fumó. Colocó una toalla en el piso y dejó sobre ella la licencia de conducir y su billetera. Cargó la escopeta Remington calibre .20 comprada cinco días atrás. Se recostó. Apretó el arma contra su pecho. Apuntó el caño al mentón. Y ¡bang!, disparó. Era el 5 de abril de 1994.
Los últimos dos meses de la vida del líder de Nirvana habían sido un infierno. En febrero de 1994, la banda arrancó el tramo europeo de su gira mundial. Presentaban In Utero, su tercer disco, el sucesor del exitoso Nevermind. El tour fue un fiasco. Cobain no estaba en condiciones de pisar un escenario. El 1 de marzo dieron el último show en Munich. Bajó del escenario antes del final. Sus productores adujeron un problema en las cuerdas vocales. Lo que tenía roto Cobain era el alma. La gira se suspendió hasta marzo. Y viajó a Italia.
En Roma estaban su esposa, Courtney Love, y Frances, su hija de un año y medio. El reencuentro fue un desastre. El 3 de marzo por la noche pelearon. Con violencia, como sucedía en los últimos tiempos. Al día siguiente, cuando Courtney despertó, Kurt yacía sobre la alfombra. Tenía sangre en su nariz, había un frasco de Rohypnol a su lado y una botella de champagne a medio vaciar. Cobain agonizaba. Llamó de urgencia al médico. Cuanto tomó el teléfono, vio sobre la mesa de luz una nota dirigida a ella: “Prefieron morir antes que atravesar otro divorcio”. No se refería al de ellos, sino al de sus padres, casi 20 años atrás. La ambulancia llegó a tiempo: lo internaron, lavaron su estómago y lo trajeron de vuelta a la vida. Había tomado 50 pastillas y mucho, demasiado alcohol.
De regreso a Seattle, todo empeoró. El 18 de marzo, el 911 registró la voz desesperada de Courtney. “¡Intento de suicidio! ¡Intento de suicidio!”, gritó desesperada. Cobain, con un arma en su poder, se había encerrado en su habitación. Cuando llegó la policía, descubrió un pequeño arsenal y varios frascos de pastillas. Kurt adujo que se escondía de la violencia de su mujer. No le creyeron. Apenas 48 horas después, una sobredosis de heroína casi lo lleva otra vez a un hospital. Cuando estas crisis sucedían, Courtney sabía administrarle naxolona, una suerte de antídoto contra los opiáceos. Pero ya era suficiente.
Pocos días después, en la casa de Cobain de Lake Washington se hizo una reunión. Más bien parecía una junta médica. Entre otros, estaba el bajista de Nirvana, Kris Novoselic. También Dylan Carlson, un amigo. Y un ejecutivo de su discográfica. Le pidieron que ingresara en rehabilitación. Kurt se puso irónico y se negó. Lo amenazaron: Courtney con el divorcio, Novoselic con el fin de Nirvana. La respuesta fue violenta y a los gritos.
Courtney Love -que también era adicta- tomó a Frances y se marchó a Los Ángeles. Allí, ella sí comenzó un tratamiento. Para despistar a la prensa, no se internó en una clínica, sino en el hotel Peninsula. Cuando se encontró solo, Cobain aceptó seguirla. El 30 de marzo, antes de viajar a California, le pidió a Carlson que lo acompañara a comprar un arma y municiones. En Stan’s Gun Shop gastaron 300 dólares en la escopeta y las balas. Algunos fans habían intentado intrusar su casa y quería ahuyentarlos de manera convincente.
Los primeros días de la rehabilitación en el Exodus Recovery Center parecían marchar bien. Kurt hasta era amistoso con los médicos. Le llevaron a su hija Frances y jugaron. Habló por teléfono con Courtney, que estaba en el hotel Peninsula.”Solo recuerda, no importa qué, te amo”, le dijo esa última vez. Al tercer día, de noche, salió a fumar un cigarrillo. Saltó una pared hacia la calle y se esfumó.
Tomó un taxi rumbo al aeropuerto de Los Angeles y un avión a Seattle. Al llegar se vistió con una gorra de cazador y un sobretodo largo para camuflarse. Nadie sabe muy bien que hizo en los dos días que mediaron entre su huida y su muerte. Creen haberlo visto muy desmejorado, caminando sin rumbo por un parque. Otros aseguran que visitó a un amigo. En Los Ángeles, Courtney contrató a un detective privado para que lo hallara. Su madre, Wendy O’Connor, hizo la denuncia por su desaparición. Durante 72 horas removieron cielo y tierra. Para todo, ya era demasiado tarde.
Tres días después, el 8 de abril, el electricista Gary Smith llegó a su casa. Debía instalar un sistema de seguridad. Llamó a la puerta y, como nadie atendió, se puso a trabajar. Subió a una escalera. Por la ventana de un invernadero, junto al garage, creyó ver un maniquí tirado en el suelo con una escopeta sobre él. Cuando miró mejor, vio que era un cuerpo. Y que de la oreja caía un hilo de sangre seca. Llamó a la policía.
Lejos de allí, Courtney Love era atendida por una sobredosis. Poco después le darían el alta. La carta escrita por Cobain con tinta roja dedicaba sus últimas líneas a la pequeña Frances, de sólo 20 meses. Decía que sin él viviría mejor: “No puedo soportar la idea de que Frances (su hija) se convierta en el rockero miserable y autodestructivo que me volví”.
Kurt Cobain tenía 27 años al morir. El nombre que había querido para In Utero, el tercer y último disco de Nirvana -que la discográfica no aceptó-, había sido premonitorio: “I hate myself and I want to die” (Me odio y quiero morir). Cuando se voló la cabeza llevaba vendidos 30 millones de discos. Lideraba la revolución del grunge. Era la voz de su generación. Nada alcanzó. Y a nadie le sorprendió su final.
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