Marlon Brando nació el 3 de abril de 1924 en Omaha, Nebraska. Fue fatalmente Marlon Brando junior, porque Marlon Brando senior era su padre, un mal tipo: dominante, fanfarrón, iracundo, desdeñoso, donjuán insaciable, nunca reconoció el genio de su hijo.
En cuanto a su madre, Dorothy Pennebaker, rubia, muy bella, actriz de segunda, alcohólica y maltratada por cuanto hombre se le acercaba, no equilibró los tantos: su hijo llegó a rescatarla, borracha y desnuda, de un bar de mala muerte.
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Ergo, la única salvación era la fuga hacia delante. Y la fuga se detuvo en las tablas. Como debiera estar escrito en la Biblia, y sí está en la más antigua y profunda Grecia: “En el principio fue el teatro”.
Los inicios del actor
Luego de algunos roles iniciáticos y olvidables, ese rebelde expulsado de varios colegios y de una academia militar logró, en 1944, dos impactos: I remember Mamma, y Candida, nada menos que con la firma de George Bernard Shaw. Y casi trascartón, su trabajo en una pequeña obra, Truckline Cafe, desató fuertes vientos de admiración. Pauline Kael, crítica más que respetable, escribió: “Su actuación fue tan realista, que creí que el actor sufrió en escena un verdadero ataque”.
Pero aun faltaba, y llegó pronto, la noche de epifanía. Tennessee Williams, el autor de piezas inmortales como El Zoo de Cristal, Verano y humo, La gata sobre el tejado de cinc caliente… empezó a buscar un protagonista para Un tranvía llamado Deseo, acaso su texto más salvaje, seductor, patético. La acción exigía a un trabajador vulgar, tosco, brutal a veces, Kowalski de apellido, que vivía con su mujer, Stella –vaya sincronía: el nombre de su maestra– en el pobretón departamento de un inquilinato, y el drama que desata un tercer personaje: Blanche Dubois, hermana de Stella.
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Por supuesto, y aun contra su voluntad –"Odié a Kowalski, nada tiene que ver conmigo. Es una bestia, y yo soy un hombre sensible"–, Un tranvía llamado Deseo batió récords en la taquilla de Broadway, y pasó al cine con no menos furor, dirigida por Elia Kazan, también maestro de Marlon en el famoso Actors Studio… Según Williams, "Brando y yo paseamos por la playa para hablar de su papel en la película, pero no cambiamos una palabra. Enmudecí, porque ese hombre era el más hermoso del Universo".
Belleza que, contra todo pronóstico, creció a raíz de un accidente. En un descanso de la filmación, Marlon y un grupo de técnicos jugaron de manos, cambiaron en broma algunas trompadas, un puño se estrelló contra la perfecta nariz del protagonista, y le partió el tabique. No hubo manera de arreglarlo –el cirujano plástico no lo aconsejó–, y desde entonces esa curvatura, ese toque aguileño, esa mínima (y máxima) anomalía convirtió su cara en algo más recio, inquietante, feroz…
No exageró Patricia Boswort, del New York Times y Vanity Fair, cuando escribió “… un actor cuyo magnetismo sexual, su melancólico egocentrismo y sus rasgos infantiles (su casa está llena de trenes de juguete, tortugas, mapaches), lo hacen irresistible a los ojos de cualquiera: mujer, hombre, animal…”.
Y el resto no fue silencio, como la línea final de Hamlet. El resto fue el cometa Brando girando en torno de su planeta. Fue el cine. Fueron sus cuarenta películas desde The men, 1950, en el rol de un lisiado de guerra, hasta The Score, 2001. Pero con hits tallados en mármol. El coronel Kurtz de Apocalypse Now. El padre de Superman: ¡cuatro millones de dólares por cinco minutos en pantalla en 1978! El desolado y ambulante personaje de Último tango en París, famosa por una escena sexual y tres palabras, pero desgarradora y envuelta en el saxo del Gato Barbieri… Golpeado sin piedad en dos ficciones: La jauría humana y Nido de ratas. Desdoblado hasta el límite: Julio César y ¡Viva Zapata! Y el gran ícono, logrado a fuerza de genio y apenas con dos bolas de algodón en la boca para agrandar sus carrillos…
Grandes como James Dean, Paul Newman, Al Pacino, Jack Nicholson y Robert De Niro admiten que influyó en ellos más que las largas clases de actuación: nada menos, viniendo de super stars nada célebres por su humildad.
Los desnudos, la escena de la manteca, las denuncias posteriores de violación, el escándalo, la intensa actuación de Brando, la caída de María Schneider, la censura. El último tango en París, de Bernardo Bertolucci fue estrenada en los cines de Estados Unidos. Desde ese momento se convirtió en una de las películas que mayores polémicas generaron en la historia del cine.
Todo nació con una escena callejera y una fantasía sexual. Bernardo Bertolucci caminaba distraído por una calle de París, tal vez pensando en la estructura de una escena o en un encuadre, cuando vio pasar a una mujer joven bellísima. Cruzaron miradas fugazmente. Él, tal vez, la siguió algunas cuadras. Pero no pasó nada entre ellos, ni siquiera hablaron. El director imagino cómo sería un encuentro sexual con esa desconocida, de la que no sabía nada, ni siquiera el nombre, sólo que era hermosa, atractiva y que tenía muchos menos años que él: “No quiero saber tu nombre, vos no tenés nombre, yo tampoco; sin nombres. Vamos a olvidarnos del mundo, de lo que hacemos, vamos a olvidarnos de todo. Porque todo lo que hay allá afuera es una mierda”, dice el personaje de Marlon Brando. Ese fue el punto de partida de una de las películas más controvertidas del último medio siglo.
Bertolucci le daba explicaciones casi metafísicas a Brando sobre su personaje. El actor ni se molestaba en escucharlo, en entenderlo. Buena parte de sus parlamentos los improvisó y utilizó fragmentos de su vida. En esos años ya no hacía demasiado esfuerzo en memorizar sus líneas.
Durante décadas la escena de la manteca fue el centro de las discusiones, de la atención y de las fantasías de varias generaciones. La referencia de la manteca y el sexo anal se metió en el habla cotidiana. En 2006 María Schneider contó que la ella se enteró muy poco antes del grito de acción que esa escena iba a existir. Afirmó que no estaba en el guión. Aclaró que Brando no la sodomizó pero que de todas maneras se sintió ultrajada y violada.
Las parejas de Marlon Brando
Tres mujeres y dieciséis hijos también definen su vida pendular. Casado con Anna Kashfi (1957 a 1959), Movita Castaneda (1960 a 1962) y Tarita Teriipia (1962 a 1972), jamás negó que “me gustan todas las mujeres: lindas, feas, gordas, flacas…, y como la mayoría de los hombres, tuve relaciones homosexuales y no me avergüenzo. En lo más profundo me siento ambiguo. El sexo carece de precisión. Paradójicamente, el sexo es asexual”.
En 1947 actuó con Tallulah Bankhead, una gran estrella de Broadway, pero la relación fue ríspida: ella lo acusó de masticar ajo antes de las escenas de amor y lo echaron.
Poco le importó. Porque compensó la colección de “feas–flacas–gordas” (así lo dijo él) llevando a la cama a Marilyn Monroe, Marlene Dietrich, Grace Kelly y Jackie, la viuda de JFK, antes de que trepara al colosal Cristina de Aristóteles Sócrates Onassis, como vaticinó Charles de Gaulle después de conocerla:
–Es una mujer interesante… pero va terminar en el yate de un petrolero.
Y ni lujos que se dio el héroe de Nido de Ratas: pudo pasar una noche con Sophia Loren, acaso la mujer más deseada y sensual del mundo, pero huyó “porque su aliento era peor que el de un dinosaurio”. Y otra noche con Liz Taylor… “pero su culo era demasiado chico”.
En cuanto a su confeso costado gay, deslizó confesiones y nombres: Cary Grant, Rock Hudson, James Dean, Laurence Olivier. “lo mismo que revolcarme con cuatro o cinco mujeres al mismo tiempo. Un desenfreno que nació a mis cuatro años, cuando mi niñera y yo dormíamos desnudos, y yo la amé en secreto, hasta que se casó y abandonó mi hogar. Juro que pasé gran parte de mi vida tratando de encontrarla “.
Pero su adicción a las mujeres no fue mayor que su salvaje necesidad de comer a toda hora y cuanto encontrara a su paso. Mientras filmaba era capaz de rebajar hasta veinte kilos con dietas casi criminales, pero pasados sus 40 años ese mecanismo aceitado y automático se hizo pedazos y llegó a pesar 117 kilos: enorme escollo para su vida sexual.
“Cuando me despierto por la mañana, lo primero que pienso es: ‘¿con quién me voy a tener sexo hoy’?”, escribe el autor William J. Mann en The Contender, The Story of Marlon Brando , publicado por la editorial Harper.
Diría que sería fiel, pero nunca pudo dejar de hacer tonterías. Pero Brando no se limitó a las mujeres. Y no era un homosexual atormentado por la culpa, sino que se sentía completamente cómodo durmiendo con cualquiera de los dos sexos.
Murió el primer día de julio del 2004. Tenía 80 años.
Sus últimos años los pasó ambulando entre su casa estilo japonés de Los Ángeles y su isla privada en la Polinesia, acabó despreciando su oficio excepto si le pagaban cifras astronómicas. De escasos amigos, sólo tuvo debilidad por Johnny Deep, Oprah Winfrey y el estrafalario promotor de boxeo Don King. Sus dos Globos de Oro, luego dos Oscars por El Padrino y Nido de Ratas, más una colección de medallas y diplomas, acaso no compensaron la tragedia de 1995: su hija Cheyenne se ahorcó en su casa de Tahití luego de que su hermano Christian –el favorito de Brando, y adicto a las drogas– asesinara al novio de aquella para impedir que la golpeara. Los millones de Brando derramados sobre los mejores abogados no lo salvaron de la cárcel.
No dejó legado, excepto una autobiografía mediocre. Pero en Tokio y en 1956, esa pluma y esa lengua de serpiente mocasín sureña llamada Truman Capote lo entrevistó durante horas durante la filmación de Sayonara. La entrevista, tan larga como brillante, se publicó en la célebre revista The New Yorker. Brando pasó la mayor parte del tiempo acostado en el suelo y bebiendo hectolitros de vodka. El encuentro se tituló El Duque en sus Dominios. Según Capote -y coincidió Arthur Miller-, “no era demasiado inteligente”.
Por alguna razón (o más de una), Brando explotó luego de leer la última línea:
–¡Voy a matar a ese pequeño hijo de puta! ¡Voy a golpearlo con un fideo mojado!
En el delicioso libro Los Perros Ladran (Emecé, 1975), esa entrevista tiene 35 páginas de pequeña tipografía, y un final célebre: "Ya había hecho más de diez cuadras cuando una de las cien callejas me llevaron a terreno familiar. Fue entonces que vi a Brando. De veinte metros de alto, con una cabeza tan grande como la del Buda más grande, allí estaba, en papeles de colores cómicos, sobre un cartel de cine que anunciaba La Casa de Té de la Luna de Agosto. Bastante parecida a la de un Buda también era su pose, porque estaba en cuclillas y había una sonrisa serena en el rostro que brillaba en la lluvia y a la luz de un farol de la calle. Una deidad, sí. Pero más que eso, en realidad, sólo un hombre joven sentado sobre una pila de caramelos".
(Una versión de esta nota se publicó en febrero de 2018)
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