Lo bueno de las teorías paranoicas es que son muy atractivas. Lo malo es que son indemostrables. Pero no por eso pierden su atractivo. Hace cuarenta y un años, un desequilibrado mental, John Hinkley, disparó seis balazos en tres segundos contra el flamante presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, a la salida del Washington Hilton Hotel de Washington, en la calle T NE. Reagan, que había asumido el 20 de enero, había almorzado con los representantes de la AFL-CIO, la Federación del Trabajo y el Congreso de Organizaciones Industriales.
El agente del Servicio Secreto Jerry Parr alcanzó a empujarlo dentro del auto presidencial blindado y lo cubrió con su cuerpo. Nadia había notado que Reagan estaba herido. El auto salió a toda velocidad hacia la Casa Blanca y el presidente sintió el peso del agente sobre su cuerpo y un dolor en el pecho y le dijo a Parr: “Creo que me rompiste una costilla y que, además, la costilla me atravesó el pulmón”. Enseguida tosió y escupió sangre. Parr entonces tomó la decisión que salvó la vida de Reagan: ordenó al chofer enfilar hacia el George Washington University Hospital. Allí le salvaron la vida.
Paranoia y curiosidades. En el momento del atentado a Reagan, ningún presidente de Estados Unidos electo en años terminados en cero, había salido vivo de la Casa Blanca. William Harrison, electo en 1840 murió de una neumonía al mes de asumir; Abraham Lincoln, electo en 1860 fue asesinado en su segundo mandato, renovado en 1864, al final de la Guerra Civil; James Garfield, elegido en 1880 fue baleado en julio de 1881 y murió en septiembre; en 1900 ganó las elecciones William McKinley que fue baleado por un anarquista el 6 de septiembre de 1901 y murió ocho días después; Warren H. Harding, que ganó las elecciones de 1920, murió de una neumonía, sufría también problemas cardíacos, el 2 de agosto de 1923; en 1940 fue reelecto por tercer período consecutivo Franklin D. Roosevelt, elegido por cuarta vez en 1944: murió en abril de 1945; en 1960 ganó las elecciones de noviembre de ese año John Kennedy, asesinado en Dallas en noviembre de 1963. El siguiente presidente elegido en un año cero, fue Reagan.
Hasta los disparos en Washington, la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires había sugerido a los periodistas que analizaban el triunfo electoral de los republicanos y los primeros pasos de Reagan en el gobierno, no hacer mención de aquella superstición, quebrada por George Bush, electo en 2000.
El magnicida de Reagan sabía nada de cábalas, nigromancias y fetichismos. Quería, al menos eso dijo, impresionar a la actriz Jodie Foster, a quien había visto deslumbrante en la película Taxi Driver, protagonizada junto a Robert De Niro y dirigida por Martin Scorcese.
Para matar a Reagan había elegido un revolver Röm RG-14, calibre 22, cargado con balas explosivas Devastator que llevaban en su interior pequeñas cargas de azida de plomo, un compuesto inorgánico más explosivo que otras azidas: quería causar el mayor daño posible. Lo hizo.
Su primera bala le dio en la cabeza al secretario de prensa de Reagan, Jim Brady, que quedó incapacitado para siempre, hasta su muerte, el 4 de agosto de 2014. La segunda pegó en la espalda de Thomas Delahanty, un oficial de policía. La tercera pasó apenas por encima de la cabeza de Reagan y se estrelló contra la ventana de un edificio frente al hotel; la cuarta dio en el pecho del agente del servicio secreto Timothy McCarthy, que se puso delante de las balas para proteger a Reagan. La quinta bala dio en uno de los vidrios blindados de la ventanilla de la puerta trasera derecha del coche presidencial. La sexta y última rebotó en el auto y le dio a Reagan en la axila izquierda: el presidente había alzado ese brazo para saludar a la gente. Debilitada por el rebote, la bala pegó en una costilla y se detuvo en el pulmón, a dos centímetros y medio del corazón.
A los médicos del George Washington University Hospital les habían avisado que iban a llegar tres heridos Brady en la cabeza, y los agentes Delahanty y McCarthy en la espalda y el pecho. Pero de pronto, y antes de lo previsto, vieron llegar al auto presidencial, las banderas desplegadas al costado. De allí bajó Reagan, empeñado en entrar por su propio pie. Los médicos y sus ojos clínicos lo vieron pálido, hipotenso, jadeante, con un fuerte dolor en el pecho: pensaron en un infarto. Recién cuando le quitaron la ropa vieron el orificio de entrada de la bala, de un centímetro y medio, en el costado izquierdo. No había orificio de salida. Una primera radiografía reveló un pedazo de metal en el costado izquierdo del corazón. Una segunda radiografía mostró la bala intacta. Recién cuando llegó al hospital el agente McCarthy, los médicos supieron que la bala que había herido al presidente era explosiva y que, por alguna razón, no había estallado. Un milagro.
Un segundo milagro, impulsado por la pericia médica, permitió extraer la bala que pasó del cuerpo de Reagan a las manos del Servicio Secreto. Todos los heridos quedaron en manos de Joseph Giordano, jefe del equipo de traumatología del George Washington University Hospital. A él se dirigió Reagan camino al quirófano y con buen ánimo: “Espero que todos sean republicanos”, le dijo. Giordano, un demócrata liberal convencido, respondió: “Hoy somos todos republicanos, señor presidente”.
Hinckley, el magnicida, había quedado sepultado bajo una montaña de agentes del servicio secreto que impidieron, de haberlo habido, un oportuno asesinato al estilo Lee Harvey Oswald, el presunto asesino de John Kennedy en 1963. Lo que se supo de él fue que era un chico tranquilo, o lo había sido, de Oklahoma; que se había criado en Dallas y había cursado en la Texas Tech University; que su personalidad de adolescente a joven había cambiado un poco, aislado, solitario, silencioso, acaso taciturno, nada del otro mundo. Hasta que quedó trastornado por Taxi Driver y por Jodie Foster: vio la película no menos de quince veces. Mucha gente vio muchas veces Taxi Driver y quedó conmovida, o asombrada, o absorta, o fascinada, o admirada, o embobada por el filme y su protagonista femenina. Y nadie la emprendió a balazos contra el presidente de Estados Unidos, ni con ninguna otra persona, por el pasmo atónito de sus escenas.
Con Reagan en cirugía, el general Alexander Haig, jefe de gabinete del presidente, quiso tranquilizar a la sociedad y dijo que él estaba a cargo en la Casa Blanca. Se olvidó que en un avión que volaba desde Texas y que estaba por aterrizar en Washington, llegaba la persona que en verdad estaba a cargo: el vicepresidente George Bush. A Haig, figura clave en los últimos días de Richard Nixon como presidente en 1974, la audacia le costó la carrera política. Un año después, sería designado mediador en el conflicto de Malvinas, como hombre de confianza de Reagan, pero nada más.
Con la vida de Reagan pendiente de un hilo, lo que corría peligro también era la Nueva Revolución Conservadora que Reagan había lanzado con el apoyo de la primer ministro británica Margaret Thatcher y el del papa Juan Pablo II: formaban un triángulo que se había impuesto como misión política barrer con el comunismo en Europa.
La idea de tener como pilar político al Vaticano, no era original de Reagan. En 1962, después de la crisis de los misiles nucleares soviéticos en Cuba, que apuntaban todos a Estados Unidos, y luego de aquellos trece apasionantes días en los que el mundo corrió como nunca antes el riesgo de una guerra atómica, como nunca antes de Vladimir Putin, hay que decirlo, John Kennedy, Nikita Khruschev y el papa Juan XXIII idearon un “triángulo de la paz”, que tendría como objetivo principal esquivar el riesgo de una guerra atómica por accidente, una obsesión de Kennedy, o por el fracaso de la diplomacia o la política. Juan XXIII murió en junio de 1963, Kennedy fue asesinado en noviembre de ese año y Khruschev fue barrido del poder en 1964, precisamente por haber retirado los misiles de Cuba. Y adiós triángulo de la paz.
El 13 de mayo de 1981, un mes y medio después del atentado contra Reagan, Juan Pablo II fue baleado en la Plaza San Pedro por el terrorista turco Mehemet Alí Agca. Un tipo que no tenía obsesión alguna con ninguna película, y que hizo del secreto de su atentado una valla infranqueable. En pocos días, dos de los pilares de la Revolución Conservadora reaganiana luchaban por su vida: Reagan en una lenta recuperación en la Casa Blanca, el Papa en el Policlínico Gemelli de Roma.
Las teorías conspirativas estaban de parabienes, todas post facto, que así son siempre. Era imposible no atar los hechos, no trenzar la rara circunstancia de dos décadas sin magnicidios y, de pronto, dos en un mes y medio. El 1 de enero de ese año, diecinueve días antes de que Reagan asumiera la presidencia de Estados Unidos, Juan Pablo II había recibido en el Vaticano a Lech Walesa y a su familia. Walesa era el fundador en los astilleros de Gdansk del sindicato independiente Solidaridad, de raíces cristianas, en la Polonia bajo dominio soviético. La visita privada de Walesa al Papa polaco obró como disparador del sindicato. Dos años antes, Juan Pablo II, hoy un santo de la Iglesia, había visitado su tierra natal y, durante una misa en Varsovia, había lanzado un mensaje breve y evangélico: “No tengan miedo”.
La revista americana Newsweek en su edición de la semana del atentado en Roma, publicó en tapa la imagen del Papa caído sobre su costado izquierdo en el “papamóvil”, con un gesto de inocultable dolor y un título de una sola palabra que unía al Vaticano con Washington: “Again” (“De nuevo”).
Reagan y Juan Pablo se recuperaron de sus heridas. El Papa con una dramática entereza que fue una de las características de su vida. Reagan, sin dejar de lado el humor: “Todo esto me costó mi mejor traje”, le dijo a su hija sobre el balazo disparado por Hinckley. Los dos vieron afectadas de alguna forma su salud por las huellas de los atentados.
Hinckley, de 25 años cuando atentó contra Reagan, pasó treinta y cinco años internado en el Hospital St. Elizabeth de Washington, destinado a enfermos mentales. Hoy vive en Williamsburg, Virginia, a 210 kilómetros de Washington. Tiene 67 años y sus vecinos dicen que suele alimentar a los gatos callejeros.
Agca, de 64 años, tenía 23 cuando disparó contra el Papa, pasó más de veinticinco años en las prisiones italianas y turcas. En 2020 vivía en los suburbios de Estambul. Sus vecinos lo describen como un buen tipo que también alimenta a diario a perros y gatos de la calle. “Me siento el pontífice de los animales callejeros de Estambul”, dijo al diario británico Daily Mail.
Reagan Murió el 5 de junio de 2004 en Los Ángeles, a los 93 años. Juan Pablo II murió el 2 de abril de 2005, a los 84.
SEGUIR LEYENDO: