
Oluale Kossula tuvo una sobrevida. Murió el 17 de julio de 1935 a los 94 años en Mobile, al sur de Alabama, al suroeste de los Estados Unidos, sobre las costas bañadas por el golfo de México. Había nacido en la región de Banté, al este de la actual Benin, a casi diez mil kilómetros de distancia, en un país que se ganó filtrarse entre Nigeria y Togo para tener salida al océano por el golfo de Guinea. De un punto a otro surcó la travesía del “Paso del Atlántico Medio” a bordo del barco Clotilda. Era 1860 y Kossula -y otras cien personas- se embarcaban, hacinados, sin saberlo y sin conocerse, en el último viaje de cargo esclavista que atravesó el océano.
Tenía menos de veinte años cuando su vida fue vendida a la esclavitud. Era el segundo de cuatro hijos e integraba una familia cuantiosa: tenía, también, doce medios hermanos. Se había alistado en su adolescencia a una fuerza secreta del pueblo yoruba, que controlaba su aldea. Se casó: tenía 19 años. Vivía en territorios bajo jurisdicción (reinado por entonces) de Dahomey, un estado africano que ocupaba un tercio de la extensión sur de la actual Benin. Era una monarquía absolutista: su rey era una divinidad, la sociedad estaba jerarquizada y repartida entre una casta aristocrática, de hombres libres, de artesanos y agricultores, otra de siervos y esclavos.
Su defensa la asumían un ejército de mujeres guerreras. Eran despiadadas, eran esposas del rey, eran cerca de seis mil, eran las parejas de los esclavos o las viudas de los muertos en enfrentamientos civiles. Las leyendas aún destacan sus sadismo: mujeres militarizadas que decapitaban a los hombres y bebían su sangre. Ellas capturaron a Kossula. Él vio cómo le cortaban las cabezas a los que consideraban débiles y cómo ahumaban los restos para conservarlos. A él no lo mataron -nadie pudo hacerlo-. Pero lo hicieron marchar tres días hasta el puerto de Ouidah. En una barranca durmió semanas, desnudo, hambriento y sin saber qué planes tenían sus captores.

El velero Clotilda ancló en las costas de Dahomey. La bonanza del reino se solventaba del comercio: el aceite de palma y el envío de hombres oprimidos. El Comercio Esclavista Transatlántico establece que entre 1525 y 1866, unos 12,5 millones de africanos (las víctimas del Holocausto duplicadas) fueron enviados como esclavos a América; de ellos, casi 2 millones murieron en el Paso del Atlántico Medio. En la década del cincuenta se exportaron 22.500 personas. En el último envío de tráfico humano transatlántico, viajó Kossula.
Meses de altamar escondido en los depósitos de una embarcación hasta llegar a destino. En Estados Unidos, en 1860, se decantaban los albores de la Guerra de Secesión, un enfrentamiento civil entre el norte y el sur, sus economías y sus preferencias, que duró cinco años. La esclavitud era, por entonces, el soporte de las familias terratenientes y aristocráticas que basaban su sistema en el cultivo y la agricultura. Los vientos democráticos y abolicionistas que soplaban desde el norte los incomodaban.
En ese sur estadounidense desembarcó Kossula la noche del domingo 8 de julio. La esclavitud no estaba penada, el comercio de esclavos sí desde 1807. Pero en la práctica la realidad era contraria a la legislación. El cargamento humano era habitual. El dueño del barco era el traficante de personas William Foster, quien seguía operando en los Estados Unidos aunque la importación de humanos había sido abolida por el congreso más de medio siglo antes. Lo esperaba el capitán Tim Meaher, quien -según relatos de algunos nativos- había apostado alrededor de cien mil dólares con un empresario para importar un cargamento de prisioneros a pesar de la prohibición. La bienvenida, como la operación, fue clandestina.

La policía estaba alertada del envío ilegal. Imputaron a Meaher de posesión ilegal de cautivos, pero cuando llegaron no había evidencias de nada. Los deportados permanecieron escondidos en un pantano en las afueras de Mobile, al que solo se podía acceder por mar, hasta que las autoridades se dispersaran. Ya no quedaban las huellas del viaje trasatlántico, el Clotilda había sido incendiado en las orillas del delta de Mobile-Tensaw. En enero de 1961, el caso fue desestimado y Kossula vendido como esclavo a James Meaher. Se convirtió en un marinero en un barco a vapor y en Cudjoe Lewis, dado que para su “amo” su denominación original le parecía difícil de pronunciar.
“Setenta días cruzamos el agua del suelo de África, y ahora nos separan unos de otros. Por eso lloramos. Nuestro dolor parece tan pesado que no podemos soportarlo. Creo que tal vez me muera mientras duermo cuando sueño con mi mamá”, contó décadas después, luego de que una historiadora lo reconociera como el último esclavo africano en los Estados Unidos.
Lloró Kossula ese día en que Meaher lo vendió y lo separó de los otros negros como él. Nadie hablaba su idioma, nadie lo entendía, nadie podía responderle qué estaba pasando. “No sabemos por qué nos traen de nuestro país para trabajar. Todo el mundo nos mira raro. Queremos hablar con la gente de color, pero no saben lo que les decimos”, retrató.
Vivió como esclavo hasta el 12 de abril de 1865, día en que terminó la Guerra Civil estadounidense. Descreyó cuando le dijeron que era un “hombre libre”. Kossula -o Lewis- ya no pertenecía a nadie. Su primera idea fue la de regresar a su aldea. Pero la empresa era costosa: no tenía dinero para volver a su hogar. Solicitó una especie de retribución o compensación por sus años de trabajo esclavo, que le fue negada. Ni el gobierno ni su explotador le concedieron un terreno donde vivir. Junto a treinta personas compraron entonces una parcela de tierra dentro de Mobile en 1872, en la misma zona donde habían sido escondidos. La bautizaron Africatown.

Era una ciudad custodiada por un pantano y un bosque, donde se regían por sus propias leyes, su propio idioma, sus propias costumbres. Abrieron una escuela local, construyeron una iglesia bautista, un cementerio y acogieron a minorías nacidas no solo en países africanos. Kossula se casó con Abila, quien también había desembarcado en el Clotilda. Tuvieron seis hijos: cinco varones y una mujer. Les dieron nombres africanos y estadounidenses.
Fue el último sobreviviente de los más de cien nativos del reino de Dahomey que surcaron el mundo a bordo de un velero prohibido. Hacia 1920 ya habían fallecido todos. Era toda una eminencia cuando una joven graduada en Barnard College, por encargo de su mentor, el reconocido antropólogo Franz Boa, lo encontró en el barrio de Plateau, Mobile, Alabama. Se llamaba Zora Neale Hurston: era negra y tataranieta de esclavos. Él tenía por entonces 86 años. A ella le costó ganarse la confianza del hombre que había sobrevivido a la esclavitud: le llevó duraznos y jamón, polvo para los insectos y una sandía apenas sacada del hielo; lo ayudó a arreglar el jardín, limpió con él la iglesia. El relato de ese proceso, que muestra a la autora en la escena, se convirtió en un libro: Barracoon (“Barracones”, como se llamaba el lugar en la costa africana donde se hacinaba a las personas secuestradas antes de su transporte a América).
También cuenta el momento en que lo fotografió: “Me gustaría que me saque una foto -le dijo-. Quiero ver qué aspecto tengo. Una vez, hace mucho tiempo, vino alguien y me sacó una foto, pero nunca me la dio. Usted me la dará”. Ella asintió y lo esperó mientras Kossula se iba a cambiar la ropa. Volvió con su mejor traje y sin zapatos. Le explicó: “Quiero lucir como en África, porque allí quiero estar”.
“El único hombre en la Tierra que lleva en su corazón el recuerdo de su hogar africano, los horrores de la redada esclavista, la barraca, el tono de Cuaresma de la esclavitud, y que tiene a sus espaldas 67 años de libertad en una tierra extranjera”, escribió Hurston en un libro que nunca pudo ver publicado. Si bien tenía una sólida formación como antropóloga cultural, el editor que recibió el original lo rechazó: mucha jerga, se quejó. Permaneció oculto en los archivos de la Universidad de Howard hasta que alguien lo recuperó, editó y publicó el 8 de mayo de 2018. La autora había muerto hacía tiempo: en la pobreza, trabajando como maestra sustituta y empleada de limpieza, en 1960 en Fort Pierce, Florida, y enterrada en una tumba sin nombre, hasta que Alice Walker -autora del prólogo del libro- la buscó, y encontró, en 1974.
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