Hacía varios días que Bárbara y Patricia Grimes venían pidiéndole a su madre que las dejara ir al cine para ver una vez más Love Me Tender, la nueva película de su ídolo indiscutido, Elvis Presley. A Loretta no le gustaba la idea. Por una parte, las finanzas de una familia de clase media baja, de padres separados con siete hijos, no daban para muchos lujos; por el otro, no le gustaba que sus hijas, de 15 y 13 años, salieran tarde durante el frío invierno de Chicago y volvieran de noche.
El 28 de diciembre de 1956 cedió y se arrepintió por el resto de sus días. Loretta le dio dos dólares con cincuenta centavos a Bárbara, la mayor. Era suficiente para los pasajes de ómnibus hasta el Brighton Park Theatre, donde daban la película, pagar las entradas y, quizás, comprar alguna golosina. A último momento le dio cincuenta centavos más, por si querían quedarse a la función siguiente. Las chicas habían visto ya siete veces la película de Elvis, pero siempre la disfrutaban como si fuera la primera.
A las siete y media de la tarde las despidió en la puerta. Antes, le pidió a Bárbara que cuidara a su hermanita y que volvieran antes de la medianoche, que no se entretuvieran por ahí. Era viernes y al día siguiente las chicas no tenían clases.
Fue la última vez que las vio vivas. Esa misma noche empezaría a vivir una pesadilla que empezó con la desaparición de las chicas, continuó con el hallazgo de sus cadáveres desnudos casi un mes más tarde, la abrumó con las versiones sensacionalistas de la prensa y el desfile de presuntos culpables, y terminó consumiéndola sin poder saber quién o quiénes las habían secuestrado y asesinado.
Las chicas no vuelven
Loretta Grimes se preocupó cuando las chicas no llegaron a las 12 de la noche. Había calculado de si se quedaban a la segunda función estarían en casa unos minutos antes de la medianoche. Les pidió a Joey, de 17 años, que fuera con su hermana Teresa, de 13, hasta la parada de ómnibus a esperarlas.
Los chicos vieron pasar tres transportes sin que sus hermanas bajaran y volvieron a la casa. Loretta no esperó un minuto más. Fue hasta la comisaría más cercana, en McKinley Park, y denunció la desaparición de Bárbara y Patricia.
Por la edad de las chicas, la policía no esperó las 48 horas de rigor para empezar a buscarlas. Tal vez se hubieran escapado de la casa o ido a dormir a lo de algún amigo sin avisar a su madre, pero era poco probable. Esa misma noche, dos patrulleros recorrieron una y otra vez el camino desde la casa hasta el cine mientras otros policías entrevistaban a los choferes de los ómnibus. No las encontraron.
El primer dato concreto lo tuvieron la mañana siguiente, cuando Loretta llamó, una por una, a las compañeras de colegio de sus hijas. Dorothy Weinert, que estaba en el mismo curso que Patricia, le dijo que las había visto en el cine. Más tarde, la chica les explicó a los detectives que las hermanas Grimes se habían sentado en una fila adelante y que conversaron un rato. Después de terminada la primera función, Dorothy volvió a su casa, pero Patricia y Bárbara le dijeron que se quedarían a ver de nuevo la película.
La empleada de la boletería del Brighton Park Theatre no las recordó al ver las fotos que le mostraron los policías, pero la encargada del kiosco les dijo que las chicas habían comprado un cartucho de pochoclo antes de entrar a la segunda función. No las vio salir del cine, tampoco hablar con nadie.
Una búsqueda desesperada
El departamento de policía del Condado de Cook inició una intensa búsqueda, de la que participaron cientos de agentes, y formó un grupo de tareas especial para centralizar y procesar todas las pistas que aparecieran.
Interrogaron puerta por puerta a los vecinos del cine y de todo el trayecto del ómnibus –más de un kilómetro y medio– que debieron haber tomado para volver a su casa. Las fotos de las dos chicas estaban pegadas en todos los negocios y los postes de alumbrado de la zona y se repartieron más de 15.000 volantes entre los transeúntes. La iglesia a la que concurrían Loretta y sus hijos hizo una colecta y ofreció una recompensa de mil dólares por cualquier información que permitiera hallarlas.
Pasados unos días, se decidió dragar los canales de la ciudad, sin ningún resultado.
Durante la primera semana prácticamente no hubo noticias, hasta que un adolescente dijo que las vio salir del cine y subir a un auto, probablemente un Mercury, que manejaba un hombre joven muy parecido a Elvis Presley.
Ese testimonio, que luego fue corroborado por otros dos chicos, no llevó a ningún lado. En cambio, desató una tormenta de versiones sobre las chicas.
El pedido de Elvis
La búsqueda policial sin resultados y la versión del conductor parecido a Elvis que habría levantado a las chicas provocó una ola de rumores que desviaron la atención del público.
Los medios comenzaron a cuestionar el comportamiento de Patricia y Bárbara. Se dijo que se habían escapado de su casa para ir a un recital de Elvis Presley en Nashville, Tennesse, que estaban en una comunidad de jóvenes que imitaban el estilo de vida que el cantante mostraba en sus películas, e incluso que estaban con Elvis, escondidas en su mansión Graceland.
Loretta no creía que las chicas hubieran abandonado voluntariamente su casa, pero la falta de resultados en la búsqueda y las noticias que se hacían eco de esas versiones la desesperaron. Hizo un llamamiento por radio y televisión: “Si alguien las retiene, por favor que las chicas me llamen”, rogó. Pero también dijo: “Si se fueron, las perdonaré desde el fondo de mi corazón”.
Cuando se enteró de la desaparición de las chicas y del rumor que decía que podían estar escondidas en Graceland, la oficina de prensa de Elvis Presley sacó un comunicado desmintiéndolo de manera terminante y el propio cantante aprovechó una de sus presentaciones en la radio para dirigirse a Bárbara y Patricia:
“Si son buenas fans mías –dijo el cantante frente al micrófono– vuelvan a casa y alivien la preocupación de su madre”.
Dos cadáveres desnudos
El 22 de enero de 1957 –más de tres semanas después de la desaparición de las chicas– subió la temperatura en Chicago y la nieve se comenzó a derretir. Leonard Prescott, un obrero de la construcción, salió de su trabajó, se subió al auto y manejó por un camino secundario llamado German Church Road a buscar a su mujer, Marie. Estaba en eso cuando, detrás de un guard rail le pareció ver dos maniquíes que asomaban de la nieve. Como estaba apurado no se detuvo, pero de regreso, decidieron ir a ver qué eran “esas cosas color carne” que había visto.
La primera en llegar fue Marie y Leonard debió sostenerla porque se desmayó. Recién entonces vio que los “maniquíes” eran en realidad dos cuerpos desnudos y congelados.
Los cadáveres de las hermanitas Grimes yacían sobre un terreno plano cubierto de nieve, justo detrás del guard rail. Bárbara estaba tendida sobre el lado izquierdo, con las piernas ligeramente dobladas hacia el torso. Patricia estaba boca arriba, con el cuerpo encima de la cabeza de su hermana, y su propia cabeza girada a la derecha.
La policía cerró la zona y fue a buscar a Joseph, el padre de las chicas, para que las identificara.
-Son ellas – dijo y debieron agarrarlo para que no se lanzara sobre los cuerpos.
Un error tras otro
De ahí en más, la policía hizo todo mal. Mientras trasladaban los cadáveres a la morgue, unas 160 personas, entre agentes y voluntarios, recorrieron la zona en busca de evidencia. Si había algo que pudiera identificar al asesino, lo destruyeron.
La autopsia se convirtió en una batalla campal entre los forenses, que no se pusieron de acuerdo ni en la fecha y en las causas de las muertes. Lo más probable, dijeron unos, es que hubieran muerto la madrugada del 29 de diciembre; para otros, cinco días después.
Los informes toxicológicos determinaron que las chicas no habían consumido ni alcohol ni drogas. No se encontró ropa en la escena del crimen y los cuerpos estaban limpios, como si los hubieran lavado.
Todos estuvieron de acuerdo en que Bárbara había tenido relaciones sexuales unos días antes de la muerte, aunque no pudieron definir si forzadas o no. Allí se formaron nuevamente dos bandos: unos querían poner ese dato en el informe mientras que otros preferían no hacerlo, por la “buena memoria” de la chica.
Había heridas en los cuerpos, pero ninguna les pareció fatal. Terminaron acordando en definir las muertes como “asesinatos” pero lo insólito fue la causa: “Shock secundario por hipotermia”. Es decir, para los forenses, había muerto congeladas.
Uno de los peritos se negó a firmar el informe. Para el jefe de la Oficina Forense de Cook, Harry Glos, las habían matado a golpes. Dio una conferencia de prensa para sentar posición y allí dijo que había “numerosas señales de violencia en el rostro de las chicas”, que no podían adjudicarse a la obra de ratas sobre los cadáveres, como decía el informe. También sostuvo que las dos chicas habían sufrido “agresiones sexuales reiteradas” durante varios días.
Después de esa conferencia de prensa, Glos se quedó sin trabajo.
En busca de culpables
El caso se transformó en un estigma para la policía de Chicago. Los medios de comunicación la acusaban de ineficiente y la familia Grimes se quejaba de las conclusiones de la autopsia y de la investigación que no avanzaba.
Debían encontrar culpables y salieron a la caza de sospechosos.
El primero en caer fue Edward Lee “Bennie’' Bedwell, un vagabundo de 21 años del que se sospechoso por su parecido con Elvis Presley –en 1957 había decenas de miles de jóvenes que se vestían y peinaban como en cantante del momento – y la declaración errática del dueño de un restaurante que dijo que lo había visto con las chicas. Bennie confesó todo lo que quiso la policía, pero cuando le pidieron precisiones su versión de los hechos resultó delirante. Lo liberaron.
El segundo sospechoso fue Max Fleig, un chico de 17 años que también confesó que había secuestrado y matado a las dos chicas. Aceptó, aunque era ilegal por ser menor de edad, que le hicieran una prueba con el detector de mentiras. No la pasó, estaba mintiendo.
A Silas Jayne lo detuvieron porque era el propietario de un establo donde tres años antes habían aparecido dos niños asesinados. No había tenido nada que ver con el crimen anterior y tampoco con el de las hermanas Grimes. Su coartada fue confirmada por más de diez personas.
Cinco meses después del asesinato de Bárbara y Patricia, la investigación iba de una frustración a otra. Hasta que el 27 de mayo, la madre de las chicas recibió una llamada telefónica.
-Yo las secuestré, las desnudé y las maté. Sé algo sobre una de tus hijas que nadie más sabe, ni siquiera la policía. Los dedos de la menor estaban cruzados en los pies– escuchó decir a una voz de hombre que largó una carcajada antes de cortar.
Era cierto y la policía no había filtrado ese dato.
Fue la última pista. La investigación sobre la desaparición y las muertes de Bárbara y Patricia Grimes siguió abierta, pero durante casi sesenta años no aportó nada más.
¿El verdadero culpable?
El detective Raymond Johnson, de la policía de West Chicago, siempre había querido escribir un libro. Se retiró del servicio en 2011 y empezó a repasar viejos casos de la ciudad hasta que se topó con el de las hermanas Grimes.
Lo atrajeron esas muertes nunca resueltas y comenzó a investigarlas. No tardó en encontrar un dato que la policía de la ciudad no había tenido en cuenta y que podía llevar a descubrir la identidad del asesino.
Un año después de la muerte de Patricia y Bárbara, un hombre llamado Charles Leroy Melquist fue detenido por el asesinato de Bonnie Leigh Scott, una chica de 15 años, cuyo cuerpo apareció decapitado dos meses después de haber sido secuestrada. La víctima estaba desnuda, igual que las hermanas Grimes, y el lugar donde encontraron el cuerpo estaba a unos 15 kilómetros de donde habían aparecido los cadáveres de las otras chicas.
Revisando los archivos, Johnson descubrió también que Loretta Grimes había recibido otra llamada telefónica de un hombre cuya voz era la misma de la primera. La fecha de esta segunda comunicación coincidía con la de la desaparición de Bonnie. En esa ocasión, la voz en el teléfono dijo:
-Cometí otro delito perfecto... Este es otro que los policías no resolverán.
Loretta informó de la llamada a la policía, pero todavía no había aparecido ningún cuerpo. Cuando encontraron el cadáver de Bonnie Leigh Scott nadie conectó el caso con el de las hermanas Grimes.
Con esos datos, más de cincuenta años después, el detective retirado fue a ver a sus colegas en actividad y les pidió que investigaran la conexión e interrogaran al asesino de Bonnie, si estaba vivo y podían encontrarlo.
Llegó tarde: Charles Leroy Melquist había muerto apenas unos meses antes en la prisión del Estado donde cumplía una condena a cadena perpetua.
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