El sheriff Jim Boutwell sentía que tocaba el cielo con las manos. Cada vez que el hombrecito flaco, desaliñado, con el párpado izquierdo caído sobre su ojo ciego abría la boca de dentadura podrida confesaba un nuevo asesinato. Le bastaba sentar a Henry Lee Lucas en su despacho, ofrecerle un nuevo atado de Pall Mall, alcanzarle un licuado de fresa y preguntarle por un caso para que dijera que sí, que ese muerto también era suyo, uno más.
Para Boutwell, Lucas se había transformado en un pasaporte a la fama y la promesa de un futuro brillante. Cuando el hombrecito fue detenido por posesión ilegal de arma de fuego en junio de 1983, el sheriff de los Rangers de Texas en Georgetown quedó a cargo del interrogatorio. Un caso más, por un delito menor. Quizás por mera rutina le preguntó al detenido por dos casos que tenía sin resolver: las desapariciones de la anciana Kate Rich y de la adolescente Becky Powell. Lucas no vaciló al responder: “Sí, yo las maté y las descuarticé”.
Contó que Becky, de 15 años, era su novia y que juntos habían trabajado algunos meses para Kate, a quien ayudaban en la casa donde vivía sola; que había matado a Becky porque quería dejarlo y que después también mató “a la vieja”; que las descuartizó y las enterró en distintos lugares, por piezas. Lucas indicó los lugares y Boutwell encontró los restos. No quedaron dudas de que el hombrecito era un asesino.
Para entonces, el ranger de Georgetown sabía que Henry Lee Lucas, de 47 años, había asesinado también a su propia madre en 1960, cuando tenía 24 años, y había purgado su condena. También que acumulaba breves pero reiterados pasos por distintas cárceles para cumplir condenas por delitos menores. Sumaba tres muertes: tenía a un asesino en serie entre sus manos.
El juicio fue rápido, y las dos condenas a perpetua un simple trámite para el jurado. La única sorpresa del proceso apareció al final. Después de escuchar la pena, Lucas miró al juez y le dijo: “Bueno, señoría, ¿qué vamos a hacer con las otras cien mujeres que maté?”.
La task force “Henry Lee Lucas”
Después de esa confesión, Henry Lee Lucas no fue a parar a la prisión del Estado -lo que le correspondía para cumplir con su condena- sino que fue alojado en una celda de la jefatura de los Rangers en Georgetown, donde se creó la Fuerza de Tareas “Henry Lee Lucas” para investigar esos cien crímenes. El sheriff Jim Boutwell quedó a cargo.
Según sus propias confesiones, Lucas se había cobrado víctimas -hombres, mujeres y niños- durante ocho años en prácticamente todos los estados del país. Había empezado a matar en 1975 y no había parado hasta 1983, cuando fue detenido.
Todas las mañanas, Boutwell sacaba al prisionero de la celda y lo llevaba a su oficina, le daba cigarrillos y la bebida que quisiera antes de presentarle un nuevo crimen. Lucas, casi sin excepción, lo admitía.
Goergetwon se convirtió así en la meca de casi todas las policías de los Estados Unidos, que enviaron detectives que tenían casos sin resolver para averiguar si Lucas era el autor de esos crímenes. Frente a sus preguntas, el hombrecito del párpado caído y la dentadura podrida confesaba y, además, daba detalles que solo la policía y el autor del crimen podían saber.
En pocos meses de interrogatorios, confesó 197 crímenes que le presentaron, al tiempo que fue subiendo sin que nadie se lo pidiera la suma de sus muertes: primero 200, después 350 y finalmente más de seiscientas.
El sheriff Boutwell coordinaba los interrogatorios de los enviados policiales, que tenían que pedir turno y a veces esperar semanas para poder entrevistar al reo. También aprovechaba la situación: daba conferencias de prensa, invitaba a periodistas para que lo entrevistaran brevemente, se hacía fotografiar con Lucas e incluso protagonizó junto a su asesino estrella un breve documental para la televisión japonesa.
Estaba en el centro de la escena. Lucas era el mayor en asesino en serie de la historia de los Estados Unidos.
“A su lado, Charles Mason parece Tom Sawyer”, lo definió un cronista con ingenio.
Un periodista desconfiado
En cierto sentido, las confesiones de Lucas significaban un alivio para todos: los policías resolvían casos que parecían imposibles, los familiares de las víctimas podían cerrar un capítulo doloroso al conocer la identidad del asesino, los medios de comunicación tenían un verdadero folletín por entregas para atrapar al público y los ciudadanos sentían que la sociedad se había sacado un peligro de encima.
Tal vez por todo eso, nadie ponía en tela de juicio las confesiones del hombrecito. O casi nadie.
En la década de los ‘80, Hugh Aynesworth tenía un merecido prestigio como cronista de policiales. Investigaba por su cuenta, tenía buenas fuentes, era de los primeros en obtener información y había publicado un libro con buen suceso.
El sheriff Jim Boutwell pensó que Aynesworth podía escribir un muy buen libro sobre su éxito con el mayor asesino serial de los Estados Unidos y le dio un acceso casi irrestricto a la investigación. No sólo permitió que se entrevistara con Lucas a solas -con los otros periodistas era siempre en su presencia- sino que le permitió ver las grabaciones de los interrogatorios e, incluso, asistir a sus conversaciones informales con el criminal.
Gracias a ese privilegio, Aynesworth fue testigo también de las entrevistas de Lucas con el equipo japonés que filmaba el documental y a la reconstrucción de un caso en el terreno, el de la mujer desnuda con medias color naranja, una víctima totalmente desnuda salvo por esa prenda. Frente a las cámaras, Lucas relató cómo había cometido el crimen mientras Boutwell se pavoneaba a su lado. Al terminar, el reo quedó solo unos momentos y Aynesworth se le acercó. Lucas le sonrió y le dijo en voz baja: “No lo hice”.
Esa única frase -porque el hombrecito no quiso decirle más- fue un disparador de la desconfianza del periodista. En los días siguientes hizo una lista cronológica de los crímenes confesados por Lucas, consiguió un gran mapa de los Estados Unidos donde marcó los lugares y estableció las distancias.
Había cosas que no cerraban: asesinatos a miles de kilómetros con una diferencia de 24 horas. No en uno, sino en varios casos.
Escribió un artículo sobre el asunto. A Boutwell no le gustó.
Más incongruencias
Aynesworth decidió investigar más a fondo. Después de seguir el supuesto rastro de los crímenes y los recorridos que Lucas había hecho para cometerlos, descubrió información más inquietante. No se trataba solamente de que algunas distancias hacían imposible que la misma persona estuviera en dos lugares con una diferencia de tan poco tiempo, sino que encontró datos concretos que desmentían las confesiones.
Encontró que Lucas tenía una multa de tránsito en una ciudad a miles de kilómetros del crimen confesado en una fecha determinada; que había cobrado un cheque en un trabajo cuando, según sus dichos, estaba matando a una persona en otro lugar; uno de los crímenes coincidía con la fecha de casamiento de Lucas en otro Estado (corroborado por su ex mujer) y hasta una multa por no recoger las heces de su perro en la otra punta del país el día de otro crimen. En las fechas de dos de los crímenes estaba preso por delitos menores.
Cuanto más buscaba, más imposibilidades encontraba. Nadie había cruzado esos datos.
También tomó contacto con familias de víctimas que no creían en las confesiones de Lucas y que creían que los Rangers lo estaba manipulando para cerrar casos. Supo que habían querido cuestionar a Boutwell y que este no había querido recibirlos o los había amenazado de manera velada.
Lucas tampoco encajaba en los perfiles típicos de los asesinos en serie. Según sus confesiones había matado con armas de fuego, cuchillos, atropellando con su auto, mediante estrangulación, a golpes de puño, a mazazos y decenas de otras maneras. No tenía un modus operandi típico, no era sistemático y sus víctimas eran de lo más variadas.
Frente a toda esa evidencia, el periodista pensó: “O encontraron al mayor asesino en serie o es el peor engaño de la historia criminal estadounidense”.
Mientras Aynesworth hacía su propia investigación, el fiscal Vic Feazell, del condado de McLennan, Texas, intentó hacer cuadrar algunos casos no resueltos con las confesiones de Lucas, especialmente el asesinato de Rita Salazar y su novio, cuyos cadáveres se encontraron el mismo día a decenas de kilómetros.
Pero la confesión de Lucas sobre esas dos muertes no cerraba del todo y Feazell se lo dijo a los Rangers. Al día siguiente, cuando quiso acceder a los archivos digitales sobre el asesino en las bases de datos estatal y nacional se encontró con una frase en la pantalla de su computadora: “Acceso denegado”. Era evidente que no querían que investigara.
La policía de Waco tampoco estaba segura de la veracidad de tres confesiones de Lucas y desconfiaba de los Rangers en general y de Boutwell en particular. Antes de que el hombrecito confesara le habían dado al sheriff los archivos de los tres casos y en los interrogatorios el supuesto asesino había repetido casi todo lo que ellos le habían dado al Boutwell, sin que agregara un solo dato más.
En el mayor de los secretos -con la anuencia del jefe de la policía local- dos detectives idearon una maniobra: le darían al sheriff el archivo de un caso inventado. El resultado puso al descubierto una maniobra tan sencilla como monumental.
La conspiración de los Rangers
Las confesiones de Henry Lee Lucas resultaban creíbles porque describía la ropa de las víctimas, los lugares y otros detalles o circunstancias que sólo el asesino o los investigadores del caso podían saber.
Al ser interrogado por los detectives de Waco, el supuesto asesino en serie confesó el crimen y dio con exactitud todos los detalles que figuraban en el archivo con datos ficticio que le habían enviado al sheriff Boutwell.
Así quedó en evidencia el modus operandi de Boutwell y por lo menos algunos de sus hombres más cercanos: le daba a Lucas los archivos para que los leyera y le mostraban las fotografías para que se familiarizara con los lugares. Por eso sus confesiones resultaban creíbles. Después, no era él quien indicaba el lugar donde había enterrado a las víctimas, sino que lo llevaban hasta ahí y él los reconocía por las fotografías.
Lucas hacía todo eso por complacer a Boutwell y mantener el régimen de vida cómoda que tenía en la jefatura de los Rangers en Georgetown, mucho mejor que el de la cárcel estatal.
Por otra parte, un hallazgo fortuito empeoró la situación de la task force que comandaba el sheriff. Por casualidad, un pescador encontró en el fondo de un lago un auto en cuyo interior estaba el cadáver de Carolyn Cervenka, una de las supuestas víctimas de Lucas. En su confesión, el supuesto asesino dijo que la había descuartizado y dispersado los restos a lo largo de una ruta, pero el cadáver estaba completo dentro del auto. La autopsia reveló que había sufrido un ataque de epilepsia mientras manejaba y habían terminado en el lago, donde se ahogó.
Investigación y represalias
El fiscal Vic Feazell ordenó investigar a la task force, pero los Rangers, encabezados por el jefe del Departamento de Seguridad de Texas, el ex subjefe del FBI Jim Adams, consiguieron que se les permitiera hacer una investigación interna.
Como no podía ocultar la falsedad de las confesiones obtenidas a través de Boutwell, el dictamen fue que se cometieron errores, pero que el sheriff y sus hombres obraron siempre según las reglas y con buena intención. Caso cerrado.
Podía quedar así, pero los Rangers quisieron escarmentar a sus acusadores. Faezell fue acusado de recibir sobornos, debió apartarse de la fiscalía y someterse a juicio. El jurado lo encontró inocente, pero la escandalosa cobertura mediática del proceso acabó con su carrera política y debió renunciar al cargo. Años después le ganó al Estado un juicio por 58 millones de dólares, pero jamás pudo volver a ser candidato a nada.
Hugh Aynesworth sufrió un extrañísimo robo en su casa. Entraron una noche y no se llevaron ningún objeto de valor. Al revisar, comprobó que lo único que le faltaba eran las cintas y los apuntes de su investigación sobre Lucas. Un par de días después del robo, se cruzó casualmente con Boutwell, que hacía meses que no hablaba con él. El sheriff lo saludó y le dijo: “Lamento mucho que te hayan robado, Hugh”.
Aynesworth se quedó helado: no había denunciado el robo, si siquiera lo había comentado con nadie. Boutwell le había dado un mensaje.
Los juicios contra Lucas siguieron adelante. Fue declarado culpable de once asesinatos y condenado a muerte por uno de ellos y a perpetua por los restantes. “Dije todo lo que me hacían decir”, dijo ante el jurado y repitió desde el pabellón de la muerte.
Criminales sueltos
El caso resultó tan escandaloso que el supuesto mayor asesino en serie de la historia logró algo que ningún condenado a muerte había obtenido ni obtendría del entonces gobernador de Texas, George W. Bush. Durante su mandato, el futuro presidente de los Estados Unidos rechazó todos los pedidos de conmutación o postergación de ejecuciones por la inyección letal. Sumaban más de cien casos.
La única excepción fue Lucas, ya que las pruebas demostraban que había estado en un estado diferente en el momento del asesinato por el que fue condenado a muerte. “Sé que cometió otros crímenes, pero éste no”, dijo Bush cuando lo anunció.
Henry Lee Lucas murió en la cárcel el 12 de marzo de 2001 por una insuficiencia cardíaca congestiva.
Desde entonces, los Rangers de Texas se han negado sistemáticamente a reabrir la investigación de sus confesiones dudosas. Para ellos son casos cerrados. Sin embargo, las consecuencias de las maniobras del sheriff Boutwell siguen saliendo a la luz todavía hoy.
Varias policías estatales y la Fundación Cold Case -con la que colaboran familiares de las supuestas víctimas de Lucas- continuaron investigando los casos y exigieron pruebas de ADN.
Así lograron identificar a veinte de los verdaderos autores de los 197 crímenes confesados -y supuestamente probados- del hombrecito del párpado caído y la dentadura podrida.
El resto de los asesinos sigue en la calle gracias a la conspiración de la task force de los Rangers de Texas.
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