Vladimir Putin copia a José Stalin. Y lo hace paso a paso. Será imprevisible en muchas cosas, pero la hilacha estalinista brilla con tanta intensidad que se hace inocultable, aunque sea una hebra fina.
El viernes pasado, Putin se dio un baño de masas en el estadio Luzhinski, de Moscú. Lo ovacionaron más de cien mil personas cuando explicó las razones, falsas, de su “operación especial” en Ucrania a la que no llama ni invasión, ni guerra. El periodista Will Vernon, de la BBC, que no duda acerca del apoyo de muchos de los asistentes al acto, descubrió que otros miles eran funcionarios, maestros, empleados estatales que habían sido obligados a ir al estadio y que ignoraban el verdadero motivo de la convocatoria. A los estudiantes les habían prometido “un día libre” de clases, si aceptaban ir a “un concierto”: el concierto de Putin.
Hay más. El diario español El País reveló ayer que el gobierno de Putin dictó una serie de leyes “draconianas, aprobadas por el Kremlin”, que sanciona con hasta quince años de cárcel a quien cuestione la versión oficial de la guerra y castiga con penas parecidas a quienes “diseminen información no oficial”.
Stalin hizo lo mismo, y peor, con la hambruna que mató a cerca de ocho millones de ucranianos entre 1931 y 1933. Si Putin no cumplió todavía con las demandas de su mentor, es por falta de tiempo y no de voluntad. Como Putin con la guerra, Stalin prohibió hablar de la hambruna en Ucrania, dictada por él mismo para cumplir con la “colectivización” de la agricultura. La hambruna no existió ni en los discursos, ni en los documentos oficiales, ni en los diarios de la época. Los soldados ucranianos del Ejército Rojo dejaron de recibir cartas de sus familiares. Años después, cuando esas cartas confiscadas fueron halladas y hechas públicas, se enteraron del drama que habían vivido sus familias: muchas habían muerto.
El código de silencio fue comprendido de inmediato porque estaba fundado y sostenido por el terror. “En el trabajo no se hablaba de la hambruna o de los cadáveres que había en las calles, como si todos fuésemos parte de una conjura de silencio. Hablábamos de las terribles noticias sólo con los amigos más fieles y de confianza”, reveló uno de los testigos ante el Congreso de los Estados Unidos y la Comisión sobre la Hambruna Ucraniana que funcionó en los años 80. Stalin ordenó también que médicos y enfermeras “se inventasen algo” para extender los certificados de defunción de las víctimas de la hambruna y que, en los casos de muerte por inanición, certificaran que la muerte se había producido por una enfermedad infecciosa o por un paro cardíaco.
En Odessa, hoy bombardeada por las fuerzas de Putin, desaparecieron en 1934 todo los libros de registro de defunciones que se archivaban en los consejos municipales. Lo mismo sucedió en Járkov, también hoy bajo las bombas de Putin, ciudad en la que los funcionarios soviéticos reclamaron los libros de registro de las muertes ocurridas entre noviembre de 1932 y finales de 1933, con la excusa de que esos libros estaban “en manos de elementos hostiles a la clase obrera”.
En el gobierno de Stalin, eliminar cualquier prueba o referencia a la hambruna fue una cuestión de disciplina partidaria y de lealtad personal a Stalin y a su régimen. Cuando el cónsul japonés en Odesa quiso información oficial sobre las precarias condiciones de vida de la población, le contestaron que, en efecto, “hay una escasez de alimentos, pero no una hambruna”.
Lo que era difícil era ocultar a los muertos. No los cuerpos, que fueron enterrados en fosas comunes sin señalar. El drama eran los números y el efectivo y disciplinado servicio de estadísticas de la Unión Soviética. En 1937 hubo un censo. Y un drama. En 1934, la propaganda soviética había calculado con entusiasmo que la población de la URSS era de ciento sesenta y ocho millones de personas. Y proyectaron para 1937 una población total de ciento setenta millones. o de ciento setenta y dos: un símbolo del progreso y el bienestar del régimen.
Pero cuando los datos reales del censo estuvieron disponibles, demostraron que la población seguía anclada en ciento sesenta y dos millones de habitantes: faltaban ocho millones de personas entre las que se contaban no sólo a los muertos por la hambruna, sino a los nonatos por la muerte de sus padres y que la optimista proyección de 1934 daba por nacidos. Un informe preliminar de aquel censo indicó, con mucha cautela y una temerosa prudencia, que los niveles de población “están quizá por debajo de lo previsto en Ucrania, en el Cáucaso Septentrional y en la región del Volga”, las zonas donde la resistencia campesina a entregar las cosechas al Estado había sido más tenaz.
Los líderes soviéticos empezaron a ponerse nerviosos. Impidieron a los empleados de las oficinas estadísticas dar cualquier tipo de información. La orden fue: “No se puede publicar ni una sola cifra del censo”. Pero, ¿qué hacer con la propaganda? Los diarios partidarios habían anunciado un veloz aumento de la población, “evidencias del crecimiento del nivel de vida de los obreros tras diez años de nuestra heroica lucha por el socialismo”. Y de todo eso, había nada. A los estadísticos soviéticos no había que ordenarles nada: estaban dispuestos a no abrir la boca por temor a ser considerados “transmisores de un mensaje negativo”, y por tanto, verdaderos enemigos del pueblo.
Cuando Stalin supo de los resultados del censo, lo abolió. La publicación de los números se frenó en las imprentas y los resultados jamás vieron la luz. El Comité Central de Partido Comunista de la Unión Soviética, decretó que el censo se había organizado “de manera incorrecta y poco profesional”, y que se trataba de “una grave violación a los fundamentos básicos de la ciencia estadística”. Una revista, Bolshevik, afirmó que el censo había sido “alterado por despreciables enemigos del pueblo, espías trotskistas y traidores a la patria, infiltrados todos en la jefatura del Directorio Central de Contabilidad Económica del Pueblo”. Iván Krával, director del Instituto Soviético de Estadística, fue arrestado y fusilado en septiembre de 1937, destino que siguieron sus colegas más cercanos. Centenares de funcionarios de los territorios rusos fueron despedidos, muchos ejecutados, en especial en Ucrania y Kazajistán. Mijailo Avdienko, director de la revista Estadística Soviética, fue arrestado en agosto y ejecutado en septiembre de ese año. Y también fue fusilado Olexándr Askatin, jefe del departamento de Economía de la Academia de Ciencias de Ucrania.
Ocultar la hambruna en el extranjero fue tarea más difícil. Las denuncias cruzaban la frontera de la URSS en cartas desesperadas que enviaban las víctimas y eludían de alguna forma la censura, a veces llevadas fuera de la URSS por viajeros. Ya en 1933 un diario ucraniano publicado en Polonia denunció la hambruna como “un ataque contra el movimiento nacional ucraniano”. Los ucranianos dispersos por el mundo revelaron la gran tragedia que se había abatido sobre su tierra. Algunas llegaron a la Casa Blanca del recién llegado presidente Franklin D. Roosevelt, como la enviada por el Consejo Nacional Ucraniano en 1933. En ese año, el Vaticano recibió por escrito dos denuncias anónimas sobre la hambruna que el Papa Pío XI hizo publicar en L’Osservatore Romano. El mundo de la diplomacia, el de las iglesias cristianas y Estados Unidos tuvieron información directa sobre la hambruna. Hicieron poco y nada. Enfrentaban un dilema mayor: el ascenso de Adolfo Hitler y los ímpetus belicistas del nuevo canciller alemán. Acaso los consejeros de Roosevelt pensaron en la URSS como un eventual y futuro aliado si Estados Unidos debía, otra vez, ir a la guerra en Europa. Es probable que el Vaticano de Pío XI -Pío XII llegaría al trono de Pedro en 1939, meses antes de la Segunda Guerra Mundial- haya temido que un pronunciamiento duro contra la Unión Soviética por la hambruna ucraniana, diera al mundo la impresión de que el Papa apoyaba a la Alemania nazi.
La prensa extranjera acreditada en Moscú empezó a sufrir los embates de la censura y las presiones nada disimuladas del Kremlin. Los corresponsales en Moscú necesitaban de un permiso del Estado para vivir en la capital y para enviar sus artículos a sus periódicos: sin una firma y un sello oficial del departamento de prensa, el telégrafo soviético no enviaba un solo reporte al exterior.
Empezó a funcionar la censura. Así como Putin hoy castiga con la cárcel a quien hable de guerra contra Ucrania o de invasión rusa a ese país, Stalin prohibió hablar de la hambruna ucraniana, de las muertes por hambre y del hambre en general. Algo sí se podía decir, autorizado por el régimen: “déficit alimentario, grave escasez de alimentos, falta de comida, enfermedades causadas por la desnutrición”, pero nada más.
Los periodistas negociaban su precaria vida en la URSS con el responsable soviético de la prensa extranjera, Konstantin Umansky. En su revelador Hambruna roja, la historiadora Anne Applebaum cita a William Henry Chamberlin, corresponsal entonces del “Christian Science Monitor” y a sus dilemas: “Trabajamos con una espada de Damocles en la cabeza, bajo la amenaza de expulsión del país o la denegación del permiso para volver a entrar, lo que equivale a lo mismo”.
Existía un régimen de premios y castigos para los corresponsales extranjeros. Walter Duranty, enviado del The New York Times a Moscú entre 1922 y 1936 aprovechó los beneficios que daba la obediencia y se hizo famoso, y rico, con su adhesión a Stalin, un servilismo que ni siquiera estaba ceñido a una simpatía ideológica. Duranty dijo en un reporte sobre la colectivización de las granjas ucranianas y sobre el menú al que se veían condenados los ucranianos: “Se puede objetar que la vivisección de animales vivos es algo triste y espantoso, y es cierto que la gran cantidad de kulaks y otros que se han opuesto al experimento soviético no es feliz. Pero en ambos casos, el sufrimiento infligido se hace con un propósito noble”.
Duranty, afirma Applebaum, “tenía un piso grande, tenía un coche y una amante, tenía el mejor acceso que cualquier corresponsal y recibió en dos ocasiones codiciadas entrevistas con Stalin. (…) Sus notas desde Moscú lo convirtieron en uno de los periodistas más influyentes de su tiempo”.
La opinión de Duranty, británico de nacimiento, fue muy útil a Stalin, lo que no impidió que los funcionarios soviéticos lo visitaran en su piso a finales de 1932, lo que provocó cierta inquietud en el corresponsal. Duranty miraba y veía lo que quería. Para su colega Chamberlin, “oficialmente no hubo hambruna, pero para cualquiera que haya vivido en Rusia en 1933 y haya mantenido los ojos y los oídos abiertos, la hambruna no está en duda”. Para William Strang, diplomático británico, las notas de Duranty habían “despertado a la verdad durante algún tiempo, aunque no habían permitido que el gran público estadounidense supiese lo secreto”. Y lo secreto eran cerca de ocho millones de muertos.
La contrapartida de Duranty, que ganó un Pulitzer por callar, fue otro británico, Gareth Jones, un galés de 27 años que viajó a Ucrania en 1933. Hablaba ruso, francés y alemán y era secretario privado del ex primer ministro David Lloyd George. Jones conoció a Umansky, el poderoso jefe, y censor, de los corresponsales extranjeros en Moscú, y consiguió un permiso para visitar Ucrania.
Trepó a un tren en Moscú el 10 de marzo de 1933 pero se bajó a ochenta kilómetros de la hoy bombardeada Járkov: llevaba una mochila cargada con pan, manteca, queso, chocolate, comprado todo en Moscú con libras esterlinas. Siguió las vías del tren y anduvo por no menos de veinte pueblos y granjas colectivas, en el momento más grave de la hambruna. Anotó todo en cuadernos que pasaron luego a manos de su hermana. En ellos revela sus diálogos con los campesinos ucranianos que le decían que no tenían pan, que hacía meses que no comían pan, que se acababan sus reservas de remolacha, que el ganado se moría de hambre porque no hay con qué alimentarlo. No podían sembrar porque no tenían caballos. Un campesino le confesó que hacía ya un año que no comía carne. Así siguió hasta que lo arrestaron los milicianos comunistas y, pese a los sellos y permisos oficiales, lo metieron en un tren y lo llevaron a Járkov. Quedó libre gracias a los servicios del consulado alemán y fue testigo del hambre en esa ciudad. Prudente, escapó de la URSS y el 30 de marzo apareció en Berlín y denunció todo en una conferencia de prensa.
Todo lo que dijo Jones fue tomado por los diarios americanos The New York Evening Post y el Chicago Daily News que titularon “La hambruna se apodera de Rusia, millones mueren, la inactividad aumenta, dice el británico” y “La hambruna rusa es ahora mayor que la de 1921, dice el secretario de Lloyd George”.
En la URSS estaban furiosos con Jones, a quien le habían facilitado todo y a cambio habían recibido lo que juzgaban una traición. De inmediato, el Kremlin prohibió que los periodistas viajasen fuera de Moscú, furiosos con Jones porque había dicho lo que ellos callaban. Hicieron pedazos a Jones. El corresponsal de United Press en Moscú, Eugene Lyons, que había sido un marxista devoto, admitió: “Derribar a Jones fue una tarea tan desagradable como la que nos tocó a cualquiera de nosotros en años de hacer malabarismos con los hechos para complacer a los regímenes dictatoriales, pero lo hicimos, por unanimidad. El pobre Gareth Jones debe haber sido el ser humano vivo más sorprendido cuando los hechos que tan minuciosamente obtuvo de nuestras bocas quedaron cubiertos por nuestras negaciones”.
El primero en denostarlo fue Duranty, que envió un artículo al The New York Times titulado: “Los rusos tienen hambre, pero no mueren de hambre”. Así fue publicado.
Furioso, Jones envió una carta al director del The New York Times, en las que enumeraba sus entrevistas y a sus fuentes, más de veinte cónsules y diplomáticos, y atacó a sus colegas acreditados en Moscú: “La censura los ha convertido en maestros del eufemismo y la subestimación. Por lo tanto, le dan a “hambruna” el nombre cortés de “escasez de alimentos” y “morir de hambre” se suaviza para que se lea como “mortalidad generalizada por enfermedades debidas a la desnutrición”.
En 1935 Jones fue secuestrado y asesinado por delincuentes chinos durante un viaje a Mongolia. Lo de “los rusos tienen hambre pero no mueren de hambre” se convirtió en una verdad aceptada, y aceptable, en un mundo que empezaba a preocuparse por Hitler y acordaba olvidar a Ucrania. Applebaum sostiene que, con eso, el encubrimiento de la hambruna ucraniana estaba completo. Stalin se había salido con la suya.
El proceso de ocultación y de destrucción de la identidad ucraniana siguió con la eliminación en los años del Terror Soviético de la elite intelectual, política y científica de Ucrania: académicos, escritores, líderes políticos, pensadores, todo aquel y aquello que pudiera ayudar a enraizar la cultura y la lengua y la identidad ucraniana fue arrasada “para que la revolución del pueblo fuese posible”.
Ucrania no fue destruida, su idioma no desapareció, sus tradiciones, sus leyendas, sus deseos de independencia. Putin vuelve a intentar hoy lo que Stalin dejó inconcluso y ataca a civiles, bombardea maternidades y por eso su guerra ya lleva más de ciento cincuenta chicos ucranianos asesinados.
Puede hacerlo aún peor. Es sólo cuestión de tiempo.
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