La increíble vida de la peor cantante lírica de la historia: burlas, entradas agotadas y la consagración final

A pesar de desafinar como ninguna otra soprano, Florence Foster Jenkins llenó teatros y, sin importar cómo, fue inolvidable. La enfermedad contagiosa que sufría y el por qué no acertaba una nota. Su última actuación en el Carnegie Hall de Nueva York con récord de localidades vendidas. Y el imperdible audio de su obra cumbre

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Florence Foster Jenkins, la cantante lírica más desafinada del mundo (Reuters)
Florence Foster Jenkins, la cantante lírica más desafinada del mundo (Reuters)

Florence Foster Jenkins fue la peor cantante de ópera de la historia.

Su vida puede contarse como una gran comedia, como la puesta en escena de un gran capricho. También puede interpretarse como una pionera, alguien que se adelantó a su tiempo más de ochenta años: alguien que buscó ser famosa y lo logró sin ningún talento. O con uno solo pero enorme: su falta de sentido del ridículo.

Lo que ella hacía era tan malo que generaba fascinación. El público acudía a sus presentaciones tratando de entender, para ver cómo el escarnio se consumaba noche a noche, para poder burlarse libremente de su falta de aptitud. Ella disfrutaba de la atención, de poder tener una claque para concretar su capricho.

Florence Foster Jenkins nació en Pensilvania en 1868. Su padre era un renombrado abogado y terrateniente. Florence estudió piano desde muy chica. Le gustaba tocar para las amigas de su madre y hasta consiguió presentarse en la Casa Blanca cuando tenía siete años en un concierto infantil frente al presidente Rutherford Hayes. Era una niña prodigio que asombraba a las audiencias. Dio conciertos en diferentes lugares de su país. Cuando terminó el colegio quiso ir a estudiar música a Europa. Pero su padre no se lo permitió: una joven de la alta sociedad no andaba viajando por ahí. Ella debía casarse, tener hijos, formar una familia. Obedeció con velocidad no para cumplir con el deseo de su progenitor sino para escapar de él. A los 17 se casó con el doctor Frank Thorton Jenkins, un médico de 33 años. Pero el matrimonio duró apenas un año. El marido le contagió sífilis y ella no se lo perdonó. Lo dejó y nunca más volvió a hablarle. Florence se fue a vivir a Nueva York con su madre, quien también había dejado a su marido, el estricto padre de Florence que disgustado por el improvisado casorio le había retirado todo apoyo económico.

La joven tuvo lesiones en el brazo y su potencial carrera como pianista se frustró. Comenzó a dar lecciones de piano. Con lo que pagaban sus alumnas se ganaba la vida.

Florence Foster Jenkins, la peor cantante de ópera del mundo que llenaba teatros

En 1909, cuando ya había pasado los cuarenta años, cambió su vida. Comenzó una relación con un actor casi diez años más chico que ella, St. Clair Bayfield. Sus biógrafos no se animan a definir ese vínculo. Algunos hablan de noviazgo, otros de amistad o de relación de conveniencia mutua; muchos creen que nunca se consumó sexualmente. Pero el hecho determinante ocurrido ese año fue la muerte de su padre. Florence por fin tenía una verdadera profesión: heredera.

Con el dinero que recibió decidió cumplir su sueño. Ser una estrella en el mundo de la música. No le importó su edad. La lesión en el brazo (producto de la sífilis y de su agresivo y precario tratamiento) no le permitía tocar el piano. Por lo tanto se dedicó al canto. Tomó lecciones con la mejor soprano de su tiempo y preparó su voz. Acudió a buenos maestros. Todos aceptaban al principio su dinero pero en algún momento debían decirle la verdad: carecía de toda capacidad vocal, su oído musical era nulo. Su voz lastimaba y era un prodigio de la desafinación: nunca acertaba una nota. Florence intentaba cantar con técnica, belleza y sentimiento pero de su garganta sólo salían lamentos disonantes, aullidos lastimeros.

Florence fundó su propio club en honor a su admirado Giuseppe Verdi. Allí reunía a sus amigos y cantaba sin acertar ni una sola nota
Florence fundó su propio club en honor a su admirado Giuseppe Verdi. Allí reunía a sus amigos y cantaba sin acertar ni una sola nota

Se sumó a diversos clubes musicales que estaban en boga en la época. Sociedades exclusivas de amantes de la música que impulsaban a los grandes intérpretes y compositores y que organizaban presentaciones exclusivas. Luego de integrar varios, de hacerse conocer en la alta sociedad de Nueva York y de entender el funcionamiento, Florence fundó su propio club: el Club Verdi, en homenaje al compositor italiano. Muy pronto tuvo cientos de refinados socios y se convirtió en el gran referente de la ciudad.

Su pareja, St. Clair Bayfield, un fracasado actor shakesperiano, que había sido criado para convertirse en un noble pero que tras desastrosos negocios familiares quedó en la ruina. Malas experiencias en el teatro lo terminaron depositando en Nueva Zelanda donde trabajó como granjero. Cuando se cruzó con Florence vio que ella era su posibilidad para tener la vida acomodada para la que fue educado pero que nunca había podido disfrutar.

Aquí habría que hacer una aclaración fundamental. Las cantantes de ópera en las grandes divas de su tiempo. Las mujeres admiradas y deseadas, las que acaparaban todo la atención. Ocupaban el sitio que luego ostentarían las grandes estrellas de Hollywood y los ídolos deportivos. Y Florence, por qué no, quería ser una de ellas.

En el Verdi Club, hizo su primera presentación en público. El resultado fue bochornoso. Al principio la gente no sabía si se trataba de una broma, de una parodia elaborada o del mayor bochorno de la historia del espectáculo. Florence era inconcebiblemente mala e incompetente. Hubo quienes debieron escapar del salón para que sus carcajadas no resultaran ofensivas.

A ella no le importó. Y anualmente hacía sus presentaciones en un exclusivo hotel. Sus favoritos eran Mozart, Bach y hasta composiciones propias.

También obraba como mecenas de jóvenes (y verdaderos) talentos líricos. Su apoyo era constante.

Le gustaba crear su propio vestuario. Era, siempre, ostentoso y excesivo. Eso completaba la puesta escena con los gestos ampulosos y la voz fallada.

Uno de los grandes interrogantes de la historia de Florence es qué pensaba ella sobre sus cualidades como cantante. ¿Era consciente de su falta de capacidad? ¿Se trataba todo de una gran broma?

Uno de sus biógrafos sostiene que una de las manifestaciones de la sífilis fueron los tinitus y los problemas auditivos derivados. Y culpa a la enfermedad de su imposibilidad para la afinación.

Ella no podía desconocer que se había convertido en una especie de consumo culpable, que el público acudía a sus presentaciones como quien va a un espectáculo cómico. Se reían de ella. Pero parecía no importarle. Si todo se trató de una parodia, de una gran burla, hizo su papel a la perfección. Siempre se la vio compenetrada en su papel.

Durante años le insistieron para que se presentara en el Carnegie Hall, la gran sala de Nueva York. Ella decía que todavía no estaba preparada. En 1944 finalmente aceptó.

Apenas se supo del evento, la ciudad vivió una especie de fiebre. El Carnagie tuvo las colas más largas de su historia para conseguir las entradas. Se agotaron a las pocas horas. La presentación fue apoteótica. Al menos para Florence. Su vestido llamativo (tules, alas y una corona) y flores en sus brazos que arrojaba al público que aplaudía a rabiar. Unos asistentes recogían las flores de la platea y se las volvían a dar para que ella las lanzara una vez más. Fueron varios minutos. Fue su gran momento, la cumbre de su vida.

El escenario del teatro Carnegie Hall, en Nueva York, donde Florence brindó su último y apoteótico conciento (NY, EE.UU.). EFE/V. Villafañe/Archivo
El escenario del teatro Carnegie Hall, en Nueva York, donde Florence brindó su último y apoteótico conciento (NY, EE.UU.). EFE/V. Villafañe/Archivo

Durante la presentación, el público no se comportó como en las funciones privadas y controladas que hacía en su club o en su mansión. Eran desconocidos y como en todo multitud el contagio fue veloz. Las risotadas casi no dejaban escuchar su esperpéntica interpretación. Hubo gritos, aullidos, gritos soeces, silbidos y también aplausos. Florence parecía disfrutar que la atención se centraba sobre ella.

El New York Times se negó a hacer una reseña de la presentación. Otro diario de la ciudad dijo que fue “la mayor broma masiva de la historia de Nueva York. La señora Florence puede cantar cualquier cosa. Menos notas musicales, claro”.

Hubo quienes afirmaron que Florence justificó que los silbidos y las risas provinieron de un grupo de infiltrados que sus enemigos habían plantado en el público. Y que se disgustó con las malas críticas de los diarios.

Otros afirman que al bajar del escenario, feliz, dijo: “Dicen que no puedo cantar, puede ser. Pero está claro que he cantado toda mi vida”. Preferimos creer, sin más fundamento que la ilusión, esta versión. Tenía 76 años y había cumplido el gran sueño de su vida.

Tanto fue así que pareció que en ese momento abandonó todo deseo. Dos días después tuvo un severo problema coronario y la internaron. Ya no salió del hospital en el que murió un mes después.

Florence Foster Jenkins ya había conseguido lo que quería: ser recordada, la inmortalidad.

No le importó cómo.

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