La rendición alemana había ocurrido casi un mes antes. Los soldados y oficiales nazis escapaban como ratas por toda Europa. Pero, pese a la inmensidad del continente, no había demasiados lugares dónde ir. Todo era hambre y destrucción. Una patrulla británica descubrió a unos soldados nazis al pie de los Alpes. Intentaron hacerse pasar por campesinos pero no engañaron a nadie. Ya en el cuartel, al ser interrogados, confesaron que integraban el ejército derrotado pero negaban haber ocupado lugares relevantes. Para que les creyeran, el más joven le dio un dato a sus captores. En el lugar en que los habían encontrado a ellos pero a mayor altura, más metidos en las montañas, en una cabaña bien aprovisionada, podían encontrar algunos nazis eminentes. No conocían su identidad pero sí sabían que era gente importante por cómo vestían, por las comodidades que tenían pese a las circunstancias y porque alguien los había enviado a llevarles víveres. Los británicos encontraron el sitio sin problemas y detuvieron a siete personas. Seis estaban vestidos como oficiales; el restante se presentó como un importante comerciante alemán. Tenía una campera abrigada, pantalones de cuero, botas costosas. Al llegar al destacamento los otros seis fueron puestos en un calabozo mientras al comerciante le permitieron circular libremente por el lugar. Hasta que alguien creyó reconocerlo. Ese no era un hombre de negocios. Ese hombre era un asesino. El oficial británico, una vez que éste pasó delante suyo, cuando ya le daba la espalda, le tendió una trampa para poder determinar su identidad. Con ligero acento alemán y voz de mando gritó: “¡Globocnik!”. El hombre, bajito y excedido de peso, giró la cabeza, como respondiendo al llamado. Apenas se dio cuenta de su acto casi reflejo intentó seguir como si nada. El comandante inglés ordenó que lo depositaran en la celda más segura que tuvieran: habían dado con el responsable de los campos de exterminio nazis. Pero mientras era llevado a su confinamiento, Odilo Globocnik, en un movimiento rápido, se metió algo en la boca y cerró con fuerza sus mandíbulas ayudándose con las manos. Cayó casi de inmediato y en el suelo se sacudió. Su piel se tornó violácea. Había mordido la pastilla de cianuro.
Alguien lo definió como “la persona más vil de la organización más vil que alguna vez existió”. Un ser despreciable, con una avidez única por matar. Un apetito asesino inagotable. Odilo Globocnik se vanagloriaba de ser el nazi que más judíos había eliminado. Él fue el que se encargó de la construcción y funcionamiento de los campos de exterminio. De Belzec, Sobibor y Treblinka.
Ochenta años atrás, el 17 de marzo de 1942, centenares de judíos provenientes de Ucrania eran ingresados por primera vez en las cámaras de gas en el campo de exterminio de Belzec, ubicado en territorio polaco. No eran, naturalmente, ni los primeros judíos asesinados por los nazis, ni los primeros en ser gaseados. Pero sí los que inauguraron un nuevo sistema, el que perfeccionaba la máquina de matar, la que la convertía en una industria.
La Shoah tuvo diferentes etapas. En cada una de ellas, los nazis fueron dando mayor complejidad y eficacia a su vocación asesina. No fue que de pronto decidieron construir campos para eliminar a todos los integrantes de un grupo étnico. La decisión aniquiladora existía desde antes y sólo se fue profundizando y expandiendo con el correr del tiempo. Pero la manera de poner en práctica ese esquema genocida fue variando.
Ante cada gran matanza surgían problemas logísticos y de moral de los soldados que cometían los crímenes. Las autoridades fueron pensando esquemas que volvieran más eficaces esos engranajes del terror.
El proceso del Holocausto no fue unívoco; fue largo y complejo. No sucedió, cómo algunos creen, que un día Hitler se despertó decidido y dio la orden de matar a cada integrante de diversos grupos étnicos y se puso en marcha el plan. Tuvo varias etapas. Las grandes y sistematizadas matanzas de los últimos años de la Segunda Guerra habían empezado mucho antes, con políticas que se radicalizaban cada vez más, con acciones cada vez más sanguinarias, arbitrarias y radicales. Cuando se abrieron los campos de exterminio manejados por Globocnik ya habían sido asesinados más de 600.000 judíos de Europa Oriental según consigna Nikolaus Wachsmann en KL. Una historia de los campos de concentración nazis. Ya en 1941 con la invasión a la Unión Soviética, la enorme cantidad de deportados y de asesinados los hizo probar diferentes soluciones.
Los más audaces, los más inmorales y ambiciosos, acudieron al rescate, a ponerse en primera fila. Himmler dio la orden durante la segunda mitad de 1941 a Globocnik. Era un plan secreto al que llamaron Aktion Reinhardt, Operación Reinhard. Ya no construirían campos de concentración, campos de trabajo esclavo. Era el momento de una instancia ulterior: los campos de exterminio, lugares a los que las personas eran llevados sólo para ser asesinados. No contaban casi con personal. Tan sólo entre 25 y 30 oficiales para mantener el orden y asegurarse que las distintas etapas del periplo se fueran cumpliendo. El resto, los que hacían las tareas sucias, eran Sonderkommandos, prisioneros obligados a meter a la gente en las cámaras de gas, retirar sus cuerpos, cremarlos, amontonar sus pertenencias. Estos también, en la mayoría de los casos, morirían y serían reemplazados por otros.
La gente era llevada en trenes atestados; vagones para ganado en los que no se podía respirar por el hacinamiento y el hedor. Muchos no bajaban con vida de ellos. Al llegar, al abrirse las puertas de la formación e ingresar la luz diáfana y el aire fresco (o helado según la época del año), los prisioneros creían que lo peor había pasado. Lo que no sabían era que la selección había sido hecha antes de subirlos al tren. Y ellos ya estaban condenados. Había estaciones dentro del campo para los recién llegados. Esa pantomima de normalidad y esas rutinas simuladas los tranquilizaban. Un lugar en el que dejar las pertenencias, filas para esperar, lugares en los que desvestirse para bañarse. La estación a través de carteles y hasta falsos relojes quería aparentar hospitalidad. Pero unos pocos minutos después todos estarían muertos. Ninguno de los que bajaban de esos vagones duraba más que unas pocas horas con vida ahí.
Los nazis habían probado con fusilar a sus víctimas. Era un procedimiento lento y muy costoso moralmente para los soldados que debían disparar en cientos de nucas de personas indefensas, de niños, de mujeres y ancianos. También crearon unos camiones en los que envenenaban a los que se subían con dióxido de carbono. Luego los enterraban en fosas comunes pero, por los gases, los cuerpos emergían a la superficie.
Globocnik era un corrupto que había sido echado como funcionario pero su osadía, falta de límites y cercanía con Himmler le habían devuelto poder. Y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para no perderlo. Cuando le dieron la orden de crear estos campos, él habló con sus hombres: “El Reichsführer de la SS acaba de encomendarnos una nueva tarea. Me siento tan agradecido que puede estar seguro de que sus deseos se cumplirán de inmediato”.
Él fue el que coordinó y supervisó la construcción de los campos de exterminio. Belzec no tenía hornos crematorios. Pero sí cámaras de gas. El método que Globocnik eligió fue el del dióxido de carbono. Sus hombres mataban miles de judíos polacos y rusos por hora. Después de unos meses en funcionamiento, dio la orden de hacer nuevas cámaras de gas en las que entraban 2000 personas en cada una. Se calcula que sólo en Belzec asesinaron a 600.000 judíos.
Los trenes llegaban atestados y si ese tráfico se detenía, Globocnik llamaba pidiendo más. Nunca eran suficientes las deportaciones para él. Se quejaba. Decía que ellos tenían mayor poder homicida todavía. En algún momento tuvo un enfrentamiento con Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz.
Auschwitz era un campo de trabajo esclavo, un campo de concentración que con el agregado de Treblinka se convirtió en uno de exterminio. Pero esa naturaleza mixta hacía que su funcionamiento fuera diferente. Höss y Globocnik peleaban públicamente ante sus superiores para llevarse el mérito de quien era el que más gente asesinaba. Se acusaban mutuamente de ineficaces y desprolijos. Höss intentó que le impusieran a su rival el uso de Zyklon B, el gas con el que mataban en las cámaras de Auschwitz. Pero Globocnik seguía prefiriendo el monóxido de carbono.
Globocnik destruyó los guetos polacos para tener más gente a la que asesinar. En 1943 Belzec fue el primer campo de exterminio en ser desmantelado. Sacaron los restos de las fosas e hicieron enormes piras. Luego tiraron abajo las instalaciones y construyeron encima para borrar las pruebas.
Globocnik y sus hombres se siguieron moviendo juntos hasta el final de la guerra. Junto a ellos lo encontraron en los Alpes. Antes habían estado en Italia en los meses últimos de la contienda.
Algunas décadas después de la muerte de Globocnik corrió el rumor de que no se había suicidado, que todo había sido una parodia montada por Estados Unidos que había ocultado al genocida. Es bien sabido que las grandes potencias captaron a nazis para utilizarlos en beneficio propio en la posguerra. Principalmente se trató de importantes científicos (como Von Braun) o de agentes de inteligencia con un gran caudal de información. Pero lo de Globocnik hubiera sido inaceptable, no hubiera tenido el menor justificativo. Algunos investigadores afirmaban que el ex comandante de Belzec y Sobibor había vivido en Estados Unidos; hasta blandían documentos secretos para probarlo. Al principio del nuevo milenio la periodista y escritora alemana Gitta Sereny probó que se trataba de una leyenda sin fundamento y que Odilo Globocnik se había suicidado con la pastilla de cianuro en Austria.
Antes de terminar volvamos al 31 de mayo de 1945, el día de su muerte en el castillo Partenion en Austria, donde estaba el cuartel británico. Los soldados ingleses llevaron el cuerpo hasta la iglesia del pueblo que en el fondo tenía un pequeño camposanto. El párroco del lugar, al enterarse quién había sido ese hombre que querían enterrar ahí, se negó. Dijo que ese cementerio era un lugar sagrado y que los muertos que moraban no merecían esa compañía.
Odilo Globocnik fue enterrado, sin ceremonia, en un descampado, del otro lado de los muros de la iglesia.
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