Eran las cinco en punto de la tarde del jueves 23 de mayo de 1901 cuando el comisario Bucheton, de la policía de Poitiers, Francia, golpeó la puerta de la mansión de la familia Monnier, ubicada en el número 21 de la calle de la Visitación. La empleada de la familia no pudo negarse a abrir. Bucheton venía acompañado y con una orden del procurador de París, Monsieur Morellet, para revisar la elegante casona. La excelente reputación de la familia aristocrática no los iba a detener.
La empleada, luego de consultar a la dueña de casa, les respondió que Madame Louise Monnier, de 75 años, estaba en cama, tendrían que ir a hablar con su hijo Marcel -de 53 años, doctor en leyes y ex funcionario público- quien vivía en la propiedad de enfrente.
Los policías cruzaron el jardín y los rosales y llegaron hasta su puerta. El mayordomo intentó desanimarlos, pero no lo logró. Marcel tuvo que atender a los uniformados quienes venían dispuestos a aclarar una horrible denuncia sin firma que aseguraba que en la casona familiar había una mujer mayor de edad secuestrada.
Una vez que las autoridades entraron a la mansión fueron chequeando, una a una, las habitaciones de la planta baja. Encontraron todo en perfectas condiciones. Decidieron seguir la búsqueda en la segunda planta. Subieron la gran escalinata y, otra vez, ingresaron a cada ambiente. No hallaron nada raro hasta que se toparon con una puerta que conducía a una buhardilla. Estaba cerrada a cal y canto con una gruesa cadena y un candado. Exigieron que fuera abierta, sino tendrían que llamar al juez. La dueña de casa terminó accediendo.
Al entreabrir la vieja puerta de madera, un hedor nauseabundo se les pegó húmedo en sus caras. Los agentes intentaron contener la respiración. Tenían ganas de vomitar. En la completa oscuridad, al fondo del desván y sobre un colchón apestoso llegaron a distinguir la sombra de un esqueleto gris que latía desnudo.
Rompieron de inmediato las cadenas de las persianas y rasgaron la lona que tapaba las ventanas. El sol se estrelló sobre la inmundicia y las ratas y cucarachas corrieron a refugiarse. Los policías observaron entonces que esa figura como de alambre retorcido parecía ser una mujer. No llevaba puesta ropa. Una mata espesa de pelo oscuro caía hasta sus tobillos y tenía uñas como garras. Estaba rodeada de restos de comida, orín, gusanos, insectos y de sus propias heces.
Enceguecida por la luz, la criatura esperpéntica, cerró los ojos y pegó unos gritos al tiempo que intentaba esconder sus huesos roídos bajo la manta.
Era todo lo que quedaba de aquella mujer que buscaban. Marcel Monnier la identificó como su hermana.
Blanche Monnier, alguna vez joven y bella, tenía 52 años ese día en el que fue rescatada del infierno con una demora de dos décadas y media.
Mamá, una carcelera feroz
Hay madres y madres. La de Blanche Monnier no sería la que eligiríamos tener, pero ya se sabe que en cuestión de madres nadie tiene la oportunidad de elegir.
Blanche nació en Poitiers, Francia, el primero de marzo de 1849, dentro de una familia próspera y respetada en la ciudad. Louise-Leonide Demarconennay, su madre, era una socialité de la época que frecuentaba fiestas, galas benéficas y cócteles. Su padre, Charles-Émile Monnier, era decano de Letras de la Universidad de Poitiers y profesor de Retórica. El matrimonio que pertenecía a la aristocracia local practicaba el catolicismo y era declaradamente monárquico.
El hermano mayor de Blanche, Marcel, había nacido solo un año antes que ella. Ya en la adolescencia Blanche había comenzado a tener crisis místicas, problemas nerviosos y desbarajustes alimenticios. Además, el carácter autoritario de su madre no ayudaba.
En 1874, Marcel se casó con una mujer española de origen noble y, por su empleo como funcionario, se mudó. Vivió varios años en otras ciudades del país.
Los problemas más graves comenzaron para Blanche, quien también había devenido en socialité como su madre, cuando se enamoró de la persona “inconveniente” a los ojos de su familia.
Aunque había tenido varios pretendientes, ella escogió a un abogado protestante y republicano, que le llevaba muchos años. El hombre vivía en una casa cercana y estaba en bancarrota. Era todo lo opuesto a lo que Louise y Charles-Émile pretendían para la bellísima joven.
Cuando a los 26 años Blanche les anunció que tenía la intención de casarse con él, sus padres, espantados, se opusieron.
Charles-Émile Monnier acababa de perder su puesto como decano de Letras y la grieta entre republicanos y monárquicos se había profundizado. Que un republicano encima protestante y sin un céntimo pretendiera casarse con Blanche era lo peor que podía pasarles.
Se cree, aunque no fue probado, que lo que habría hecho eclosionar el desastre habría sido un embarazo clandestino de la pareja. El bebé de Blanche habría muerto al nacer o lo habrían hecho “morir” apenas nacido. Eso se dijo. Además del secuestro, en esta historia, podría haber un asesinato.
Con Blanche deprimida, sus padres habrían decidido arrancar de cuajo cualquier idea de sublevación de su hija encerrándola en la pequeña buhardilla de la casa. Lo que podría haber comenzado como una cruel reprimenda se habría transformado, con el paso del tiempo, en un brutal cautiverio.
El padre de Blanche, débil de carácter, no se animó a contradecir a su feroz esposa y la dejó actuar.
Para 1876 ya Blanche Monnier había desaparecido de la faz de la tierra para la mayoría de sus conocidos y amigos. Ni siquiera su novio sabía nada de ella.
Para justificar la ausencia de Blanche, los Monnier simplemente mintieron. Primero, dijeron que estaba en un internado en el Reino Unido. A medida que fueron transcurriendo los años tuvieron que inventar otra excusa para su ausencia: contaron que Blanche se había instalado en Escocia. Mientras tanto, siguieron con su vida habitual y, alguna vez, hasta lloraron en público simulando que la extrañaban.
La salud mental de Blanche, atrapada en su propia casa, se fue deteriorando más y más. Veía fantasmas, se quitaba la ropa, se negaba a comer. A la sombra de la existencia y bajo el mandato de su inconmovible madre, Blanche se fue consumiendo a solas, hora tras hora, minuto tras minuto.
El servicio doméstico de la casa siguió trabajando como siempre. Cuánto sabían y cuán cómplices eran de lo que sucedía, quién sabe.
Charles-Émile murió en 1882 sin abrir la boca sobre lo que había ocurrido con su hija. Ya nadie preguntaba por la joven a quien creían en el extranjero. Aquel novio no aceptado falleció en 1885 sin sospechar qué podía haber pasado con Blanche.
En 1891 Marcel volvió a vivir a Poitiers y se instaló en una casa situada enfrente de la de su madre viuda. Las discusiones sobre qué hacer con Blanche habrían sido frecuentes por esta época. Marcel era un hombre lleno de manías y, también, un poco perturbado y naíf. Madame Monnier ganó siempre la pulseada para seguir escondiendo a Blanche.
Era increíble que nadie de la casa hablara. Constituía un blindado secreto a voces.
En 1896 la persona que se encargaba de Blanche, Marie Poinet Fazy, murió. Blanche quedó cada vez más desatendida en su cautiverio.
En 1899 Madame Monnier decidió tomar dos nuevas empleadas para la casa: Juliette Dupuis y Eugenie Tabeau. Esa decisión sería el principio del fin del “secreto de familia”.
La carta reveladora
Si no hubiese sido por una carta anónima nadie hubiese hallado jamás a Blanche Monnier en su torre inexpugnable. Esa misiva la recibió el procurador general de París, Monsieur Morellet. En ella leyó: “Señor fiscal general. Tengo el honor de informarle de un suceso excepcionalmente grave. Me refiero a una solterona que está encerrada en la casa de Madame Monnier, medio muerta de hambre y ha vivido en una cama podrida durante los últimos veinticinco años, en una palabra, en su propia inmundicia”.
Morellet no podía creer que estas palabras fueran ciertas, pero de todas maneras mandó a revisar esa casona de Poitiers.
Alguien, por fin, se había apiadado de Blanche.
La gravísima acusación llegó al comisario jefe de Poitiers, el señor Bucheton, quien ese mismo día fue con tres de sus agentes a la calle de la Visitación.
Así fue que Blanche apareció todavía con vida, pero con la salud y la mente perpetuamente arruinadas.
Los mismos policías contaron a la prensa: “La mujer parecía sufrir una malnutrición extrema. Estaba tirada, completamente desnuda, en un colchón podrido. La rodeaba una costra de excrementos, trozos de carne, de verduras, pescado y pan podrido. También vimos cáscaras y bichos corriendo por la cama de la señorita Monnier. El aire de la habitación era tan irrespirable que nos resultó imposible seguir investigando”.
Arresto al horror
Al día siguiente del hallazgo de su hija, a Louise Monnier le llegó el escarnio público. Sus vecinos, aquellos que la habían sabido respetar, la increparon en la calle cuando era detenida. Vociferaban venganza.
La aristócrata viuda, impecable con su bata a cuadros blancos y negros, y su hijo, habían sido arrestados.
Louise Monnier terminó confesando que, preocupada porque su hija se relacionara con un hombre “fracasado”, que ensuciaría el honor de la familia, habían decidido encerrarla hasta que ella les asegurara que lo iba a rechazar. Pero, luego, las cosas se prolongaron en el tiempo. Como excusa esgrimió que su hija se negaba a salir de la habitación, que su salud mental había empeorado luego de una fiebre muy severa y que Blanche se negaba a comer y a vestirse.
Louise Monnier no soportó el disgusto de haber sido descubierta. Dos semanas después de ser encarcelada, el 8 de junio de 1901, un infarto terminó con ella.
Su hijo Marcel Monnier fue quien terminó siendo enjuiciado por su complicidad en el cautiverio de su hermana.
El juicio comenzó ese mismo año y lo llevó adelante el juez Du Fresnel. La sala de Poitiers se llenó de un público ávido por conocer los entretelones del caso que escandalizaba a Francia.
Uno de los testigos de la liberación de Blanche declaró: “Tan pronto como entramos en esa habitación, vimos, en la parte trasera y tumbada en una cama, su cabeza y cuerpo cubiertos con una manta repulsivamente sucia… una mujer que el señor Marcel Monnier identificó como su hermana, la señora Blanche Monnier. La desafortunada mujer estaba completamente desnuda sobre un lecho de paja podrida”. Del resto de la casa relató: “El comedor estaba bien amueblado, la cocina cuidada y la escalera, limpia. Todo estaba en su sitio. La anciana señora Monnier estaba ataviada con una bata a cuadros”.
El acusado se defendió diciendo que había intentado internar a Blanche en un manicomio, pero que su madre siempre se había negado aduciendo que eso podría ser mal visto por la sociedad. Además, aseguró que su hermana podría haber abandonado la habitación cuando hubiera querido, pero que no lo hacía por sus problemas psíquicos.
En el transcurso del juicio se enumeraron los trastornos mentales y físicos de Blanche: histeria, esquizofrenia, anorexia, coprofilia y exhibicionismo.
El abogado por la defensa aseguró que su cliente no había ejercido violencia contra su hermana y que en sentido estricto ni siquiera podía decirse, menos demostrar, que ella hubiese sido secuestrada: “El hecho de cerrar una puerta detrás de alguien que no tiene intención de salir no es un acto constitutivo de delito”, expresó. Además, explicó que su hermana no vivía con Marcel, sino con su madre.
El 11 de octubre de 1901 fue condenado a quince meses de prisión. Hay que tener en consideración que, en esa época, no existía en el código penal la noción de “no asistir a una persona en riesgo”. Se supo, también, que él también padecía esa enfermedad de su hermana: coprofilia, que lo hacía tener una atracción especial por oler excrementos humanos. El mismo dijo que muchas veces leía el diario en ese cuarto infecto en el que vivía Blanche.
Por su parte, luego de ser rescatada, Blanche fue derivada en ambulancia al Hotel-Dieu donde fue atendida por las religiosas. Después de tanto encierro tenía desmoronados tanto el cuerpo como el alma.
Al llegar a la institución lo primero que hicieron fue pesarla: descubrieron con horror que la balanza no llegaba a marcar ni 25 kilos. Estaba tan debilitada que no podía sostenerse parada sola.
Las fotografías del hallazgo de Blanche sacadas por las autoridades fueron publicadas por el periódico L’Illustration cuarenta días después y luego de muchas discusiones. En las imágenes la mujer era un despojo humano con ojos.
El 11 de junio de 1902 Blanche fue trasladada al Hospital Psiquiátrico de Blois. Pasó a vivir en otro tipo de encierro. Limpia, rapada y bien alimentada, su mente nunca volvió al mundo de la normalidad.
Su tristísima vida terminó de apagarse lentamente, en ese mismo hospital, el 13 de octubre de 1913. Tenía 64 años.
Ese año también murió su hermano Marcel quien vivía retirado en una mansión en los Pirineos. Ya no había testigos directos de los hechos.
Secretos de familia
Las discusiones sobre la prolongación del cruel encierro siguieron surcando la opinión pública francesa. ¿Era cierto que Blanche debido a sus problemas mentales no quería salir? Si era así, ¿por qué las cadenas y el candado?¿O su madre la había mantenido encerrada por la fuerza porque tenía vergüenza de ella y de sus decisiones? ¿Padecía realmente todo lo que dijeron en el juicio? Si era cierto que estaba enferma, ¿por qué había escogido mentir en lugar de internarla en una institución? Y, la más intrigante de las preguntas, ¿quién había escrito aquella carta anónima que devolvió a Blanche al mundo de los vivos? ¿A quién le había pesado la conciencia?
Para indagar en esta última incógnita tenemos que remontarnos a 1901 cuando murió la encargada de la mansión de los Monnier: Madame Renard. La anciana había conducido con mano férrea la propiedad y a los empleados de la familia. Al desaparecer ella se empezó a gestar el camino para la liberación de Blanche.
Ante su ausencia, una de las empleadas de menor rango, Juliette Dupuis, se atrevió a algo que no se hubiera permitido antes: introducir por las noches en su habitación a su amante, un teniente francés. Luego de una de esas veladas, Juliet le habría revelado al militar el oscuro secreto que se guardaba en el ático de la casa familiar. Era el 18 de mayo de 1901.
Cinco días después el procurador recibió la carta anónima. Por esto se creyó que el autor de la misma había sido ese teniente de nombre Jean Luc.
Un romance clandestino había dado el puntapié para el rescate que escandalizaría a Francia.
***
Blanche, cautiva, enferma, maltratada y escondida de la sociedad por su familia, no tuvo la oportunidad de la felicidad. Pero al menos, podemos decir que no fue olvidada. En 1930 su historia fue plasmada por la buena pluma del escritor André Gide (quien sería en 1947 Premio Nobel de Literatura), en su libro titulado La secuestrada de Poitiers. No fue el único libro, hubo varios más.
Vivir en el recuerdo de algunos no es consuelo para nadie, pero algo siempre es mejor que nada.
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