Cuando el jurado se retiró de la sala, la acusada, una anciana de gruesos anteojos, miró fijamente a su abogado defensor. “Cuanto más tiempo tarden en decidir, más posibilidades tenemos”, le dijo el hombre. La anciana suspiró, ni en las peores situaciones se salía del personaje.
La “anciana” tenía poco más de sesenta años pero aparentaba cargar más de 75 sobre un cuerpo que mostraba deliberadamente frágil. A Dorothea Puente -ése era uno de sus nombres- no le costaba el personaje, lo venía cultivando desde hacía tiempo.
Antes le había servido para engañar a los empleados de los servicios sociales del Estado de California; durante el juicio lo había utilizado para intentar convencer a los 12 integrantes del jurado de que alguien como ella era incapaz de matar una mosca, menos aún a nueve personas y hacer desaparecer sus cuerpos.
Porque Dorothea Puente estaba acusada de nueve homicidios cometidos contra verdaderos ancianos, de haber hecho desaparecer los cuerpos de ocho de ellos, de haber enterrado con sus propias manos a siete en el jardín de su propia casa, de haber cobrado durante meses las pensiones de sus víctimas, de violar una libertad condicional que nadie sospechaba que estaba cumpliendo y de delitos menores que ante la magnitud de los asesinatos ya nadie recordaba.
Casi cinco años después de su detención seguía mostrándose al mundo como la bondadosa anciana que administraba la pensión “El Samaritano”, destinada a albergar a discapacitados y personas sin techo en Sacramento, California. Nadie había dudado de la bondad de Dorothea hasta que en noviembre de 1988 una asistente social que el tribunal había identificado simplemente como Jill M., desconfió.
Buscando a Bert
A mediados de 1987 la empleada de los servicios sociales californianos Jill M. se hizo cargo del caso de Álvaro González Montoya, un costarricense que sufría de esquizofrenia. El Estado había hecho todo mal con él. Si bien recibía la medicación que lo mantenía estabilizado, Bert -como todos lo llamaban- estaba internado como paciente de día en un centro de rehabilitación de alcohólicos y adictos a las drogas.
Jill pensó que ese ambiente no le convenía, porque Bert podía hacer una vida casi normal, y decidió buscarle otro alojamiento. Por recomendación de sus colegas, lo llevó a “El Samaritano”, una pensión de 16 habitaciones en la calle F 1426 de Sacramento, donde Dorothea Puente alojaba a adultos mayores que estaban a cargo de la seguridad social del Estado. Tenía fama de tratarlos muy bien.
Todo parecía funcionar bien hasta octubre de 1988, en una de las visitas de Jill a la pensión, Dorothea le dijo que Bert no estaba, que se había ido a una fiesta en México con un amigo y que volvería en unos días.
Pasada una semana, Bert no daba señales de vida. En cambio, un hombre que dijo ser Don Anthony llamó a Jill para avisarle que había pasado la noche anterior por “El Samaritano” para llevarse sus cosas e irse a vivir con su familia.
Jill no le creyó: hasta dónde ella sabía, Álvaro González Montoya no tenía familia. Al día siguiente denunció la desaparición en la comisaría.
Cuando la policía visitó a Dorothea, la bondadosa anciana volvió a decir que Bert se había ido con la familia. Los oficiales también interrogaron a los huéspedes de la pensión y todos confirmaron lo que decía la patrona; todos menos uno.
“Dorothea me pidió que mintiera, que si decíamos que Bert no había vuelto le cerrarían la pensión y nos quedaríamos en la calle, pero yo no quiero mentir”, les dijo en voz muy baja un anciano llamado John Sharp. Y después tiró una bomba que los impulsó a pedir una orden de allanamiento: “Cada vez que alguien se va, Dorothea hace un pozo en el jardín”, les contó.
Siete cuerpos enterrados
En la casa encontraron gran cantidad de somníferos y manchas de sangre en una habitación del primer piso, debajo de dos alfombras. Nada concluyente: algunos ancianos podían estar medicados por problemas de sueño y la sangre podía deberse a cualquier cosa.
Mientras los peritos revisaban y tomaban muestras en el interior y Dorothea los veía hacer tomando tranquilamente un té en la cocina, otros policías excavaban en el jardín de 6,5 por 4 metros donde la anciana cultivaba flores y hortalizas. Uno de ellos encontró una bota y, al tirar de ella para desenterrarla, se encontró con que estaba calzada por los huesos de un pie que se prolongaba en un fémur. El hombre pegó un grito de espanto.
Fueron a buscar a Dorothea a la cocina pero no la encontraron. Díez minutos antes, la frágil anciana había salido de la casa a hacer unas compras. Como no tenían una orden de detención -ni realmente sospechaban de ella- los policías habían dejado ir.
Dorothea no volvió y los policías siguieron excavando en el jardín. Uno tras otro, desenterraron siete cuerpos. El tercero, fácilmente reconocible porque no estaba descompuesto, era el del pobre Bert.
Las víctimas, por orden de aparición de sus cadáveres, fueron identificadas como: Leon Carpenter, Dorothy Miller, Álvaro Montoya, Benjamin Fink, James Gallop, Vera Faye Martin y Betty Palmer. Todos eran huéspedes de “El Samaritano” cuyos cheques del seguro social Dorothea Puente seguía cobrando.
La “anciana” fue capturada días después en Los Ángeles, cuando alguien la reconoció en la calle por la foto que no paraban de mostrar los canales de televisión.
Dos viejos crímenes
Además de permitir la detención de la “frágil anciana” prófuga, la publicación de la fotografía tuvo otras consecuencias. Uno de los hijos de Ruth Monroe reconoció a Dorothea Puente -aunque por entonces utilizaba otro nombre- como la amiga con la cual convivía su madre al morir. Se comunicó con los investigadores del caso y les contó que en 1982 Ruth y Dorothea no sólo vivían juntas, sino que eran socias de un restaurante que quebró.
Les dijo también que su madre estaba bien de salud, aunque algo deprimida por el fracaso del negocio, cuando murió repentinamente. Dorothea les dijo que se había suicidado y les pidió que fueran a buscar sus cosas a la casa. Los hijos no le creyeron y pidieron que se le realizara una autopsia, en la que los forenses encontraron que había muerto por una sobredosis de codeína y paracetamol y dictaminaron “suicidio”.
Los hijos de Ruth siempre creyeron que Dorothea la había matado, más aún cuando comprobaron que las cuentas bancarias de su madre estaban vacías y sus joyas habían desaparecido.
Se agregó esa muerte a la causa y Dorothea acumuló entonces 8 cargos de homicidio en primer grado.
La novena acusación se sumó cuando se logró conectar con ella a Everson Gillmouth, cuyo cadáver había sido encontrado flotando en el río dentro de una caja el 1° de enero de 1986. El malogrado Gillmouth, se supo, había sido pareja de Dorothea, un hombre que había desaparecido sin dejar rastros. Ella dijo que la había abandonado.
Un oscuro pasado
Poco a poco, la investigación fue dejando al descubierto el oscuro pasado de la bondadosa anciana propietaria de la pensión “El Samaritano”. Había nacido como Dorothea Helen Grey el 9 de enero de 1929 en Redlands, California. Perdió a sus dos padres durante la infancia y fue internada en un orfanato en Fresno.
En 1945, se casó por primera vez, a los 16 años, con un soldado llamado Fred McFaul, que acababa de regresar del Pacífico. Con él tuvo dos hijas entre 1946 y 1948, pero las abandonó y se separó.
En los años siguientes se ganó la vida como prostituta y más tarde como madama de un prostíbulo. Fue detenida y condenada varias veces, una de ella por trata de personas.
Al salir en libertad luego de su última condena, hizo un breve curso de asistente de enfermería y se ofreció para cuidar ancianos a domicilio. Cuando la dejaban sola con ellos, les suministraba somníferos y, una vez que se quedaban dormidos, saqueaba sus casas. Volvió a la cárcel.
Durante esos años, se casó otras tres veces. Primero con un sueco llamado Axel Johanson, después con un mexicano, Roberto Puente, y finalmente con Pedro Montalvo. En cada matrimonio adoptó los apellidos de sus maridos, como manera de borrar de alguna manera su pasado.
En 1976, después de separarse de Montalvo, se ganó la vida frecuentando bares, en los que seducía a hombres mayores y lograba que la invitaran a sus casas. Una vez allí, les ponía somníferos en las bebidas -el mismo modus operandi que cuando “trabajaba” como enfermera- y se llevaba el dinero y cuanto objeto de valor encontraba. La detuvieron y volvieron a condenarla.
Había salido por última vez de la cárcel en 1985. Ese mismo año alquiló la casa de la calle F 1426 de Sacramento y consiguió que los servicios sociales del Estado la autorizaran como pensión para ancianos y discapacitados. Nadie descubrió que estaba en libertad condicional ni que tenía prohibido interactuar con personas mayores de edad, sus víctimas preferidas.
Un largo proceso
A medida que se iban descubriendo los crímenes de Dorothea Puente -el nombre que eligió como dueña de la pensión- la instrucción de su caso se fue prolongando, hasta demorar casi cuatro años.
El juicio oral y público comenzó en octubre de 1992 en el condado de Monterrey y duró exactamente un año. La fiscalía llamó a 130 testigos y sostuvo que Puente había usado somníferos para dormir a sus inquilinos y luego asfixiarlos. Los defensores, Jerry Clymo y Peter Vlautin, subieron al estrado a decenas de personas que aseguraron que Dorothea era una mujer servicial y bondadosa, incapaz de cometer los crímenes de los que se la acusaba.
Durante todo ese tiempo, Dorothea Puente mantuvo incólume su personaje de anciana frágil y bondadosa, incapaz de matar a una mosca y mucho menos a nueve personas.
Un fallo difícil
Si con eso pretendía impresionar al jurado, puede decirse que lo logró, aunque no tanto como quería. Los doce ciudadanos elegidos para juzgarla demoraron horas -como preveían sus abogados defensores- en dictar el fallo.
Se supo después que analizaron uno por uno los cargos de asesinato y que por lo menos tres de los jurados estuvieron a punto de declararla inocente en todos. Solamente la insistencia de otros jurados, que volvieron una y otra vez sobre las pruebas, logró convencer al resto de su culpabilidad en tres muertes y que la condenaran por ellas.
El juez dictó una sentencia de tres cadenas perpetuas sin posibilidad de libertad condicional y la asesina serial que se escondía detrás del personaje de anciana dulce y bondadosa fue a parar a la Penitenciaría Central de Mujeres de California.
Allí concedió entrevistas en las que sostuvo siempre su inocencia. Decía que todos sus inquilinos habían muerto por “causas naturales” y que si los había enterrado en el patio era porque temía que descubrieron que al interactuar con ancianos estaba violando una de las condiciones de su libertad condicional.
Dorothea Grey -con ese nombre la condenaron- murió en la cárcel el 27 de marzo de 2011, a los 82 años. Por estos días, la historia de su vida y de sus crímenes, parcialmente contados, puede verse en un capítulo de la docuserie Worst Roommate Ever (El peor inquilino del mundo), en Netflix.
A diferencia de lo ocurrido con otros asesinos seriales que utilizaban sus viviendas para cometer los crímenes, la casa del número 1426 de la calle F, en Sacramento, no fue demolida. La protegió la legislación californiana, que lo impidió porque como había sido construida de 1890 entraba en la categoría de “patrimonio histórico de la ciudad”. Se la conoce como “La Casa de la Muerte” y está abierta al público como uno de los mayores atractivos turísticos de Sacramento.
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