Fue un día de mayo de 2019, Stephy acababa de quedarse ciega. Tenía 30 años y, a pesar de que venía de soportar una tragedia tras otra, creía que lo peor ya había pasado. No sabía que la muerte había empezado a rodearla y fue un día de mayo de 2019 que Stephy atendió a Infobae y, en vez de contar el drama, contó la historia de amor. Estaba en Mar de Plata, en su voz se notaba que sonreía.
Hablaba de él, de Marco Castellacci, y ahora que estaba sumergida en la oscuridad total juraba que si cerraba los ojos podía volver al día en que lo había visto por primera vez. En la imagen detrás de los párpados fruncidos Stephy era una nena de 8 años, iba a tercer grado, una espiga alta y rubia que jugaba al básquet en Vélez. Marco era el hermano de una de sus compañeras de equipo, el nene de 10 años que corría por el club.
“Después de eso pasaron 17 años en los que no supe más nada de él”, contaba ella. No era época de redes sociales así que la razón de la desaparición la supo mucho después: la familia de Marco se había mudado a Bariloche, por lo que habían crecido a 1.300 kilómetros de distancia.
Stephy volvió a ver una foto de él en 2013, cuando ya eran adultos, y el algoritmo de Facebook unió conocidos con conocidos y se lo ofreció en bandeja. “Mmm… mirá a Marquito”, se relamió ella, “ya no es el chiquito que conocí”. Stephy estaba terminando una relación convencida de que “los hombres son todos una porquería”, pero igual le pidió amistad.
Marco no sólo había vuelto de Bariloche, también estaba separándose.
Lo que siguió fue un arrebato total: chatearon, salieron, un mes después se fueron a vivir juntos, a los tres meses se casaron. Como en las viejas cartas de amor, lo que ella iba sintiendo quedó escrito en su cuenta de Facebook: (...) Agradezco a la vida tenerte a mi lado, que estés siempre que te necesito y cuando no, también. En estos meses viví cosas que jamás pensé que iba a vivir en tan poco tiempo. Te agradezco a vos, que sos mi sostén. Te amo con la vida”.
Gracias: un párrafo y dos veces “gracias”.
El casamiento, más que la escena de una comedia romántica, fue la forma que Marco encontró de protegerla. Stephy tenía diabetes tipo 1 y no tenía prepaga por lo que, cada vez que tenía que pagar la insulina o enredarse en la burocracia estatal para conseguirla, terminaba descompensada.
“Le propuse casamiento después de que terminara en terapia intensiva en el hospital Vélez Sarsfield con un pico de glucemia producto del estrés”, cuenta Marco ahora, con la voz rota. “Yo quería ayudarla pero no te casás con alguien sólo por eso, yo ya sabía que quería vivir mi vida con ella. Claro que en ese momento vos creés que nada va a ser lo grave que terminó siendo”.
Sus cartas a Stephy también quedaron en Facebook: “Sos el amor de mi vida y no podría estar más feliz en el mundo. Sólo una palabra puedo decir y esa es ‘te amo’. Bueno son dos, pero se entiende”. Que Marco nunca imaginó este final queda claro en el resto de la carta: “Hoy se cumple 1 año desde que te arrebaté ese primer beso con el que empezamos esta historia de amor que va a continuar por el resto de nuestras vidas…”.
Una cadena de tragedias
“¿Te imaginaste, Stephy, que los esperaban tantas tragedias?”, fue la pregunta que contestó en aquella entrevista de 2019. “Jamás”, respondió. “Yo era de las que creían que si algún día me tocaba atravesar algo grave se me iba a acabar el mundo”.
Tenía 24 años cuando se casó, la edad en la que la maternidad parece algo que simplemente sucede, así que firmó con la certeza de que quería ser madre pronto y de varios hijos: nunca se preguntó si iba a poder.
Stephy y Marco celebraron el primer embarazo un año después del casamiento. Allí también quedaron las fotos con la panza incipiente, las ilusiones por escrito: “Primera foto con el porotito/a -escribió él-. “Vas a ser la mejor mamá del mundo”.
Pero las ilusiones se desintegraron cinco semanas después de las fotos: habían perdido el embarazo, aunque no entendían por qué. Un año después celebraron el segundo embarazo. Era 2015 y lo que vino fue otra vez el golpe.
Fue la época en la que María Fernanda Callejón empezó a hablar en televisión de la trombofilia que le había hecho perder tantos embarazos y terminaron descubriendo que sí, también era eso: a Stephy se le formaban trombos en el útero que le provocaban abortos espontáneos.
Ese año ella le escribió a su marido otra carta: “Siento que estamos haciendo las cosas bien. Cómo no hacerlo cuando cuento con la mejor persona que me ha podido tocar en la vida: vos. Somos un buen equipo, vamos a salir adelante”.
Para ese entonces, tenía tantos frentes abiertos que la diabetes quedó fuera de su área de cobertura. Y fue en 2016 que Stephy se lastimó un dedo del pie y no le dio importancia. Por esa herida terminó entrando una bacteria que causó una infección y quedó alojada adentro, por lo que tuvieron que amputarle un dedo. Así pensaba ella: “Tuve suerte, digamos. Si la bacteria hubiera llegado al corazón no la contaba”.
A pesar de las inyecciones de Heparina, perdieron también el tercer embarazo, aunque el descalabro total sucedió en el cuarto. La combinación del anticoagulante con cierto daño que ya tenía en la vista producto de una retinopatía diabética aumentó tanto la presión ocular que no quedó otra opción que operarla cuando ya había pasado los tres meses de gestación.
“De la operación salí casi ciega”, contó ella en aquella nota.
Pero eso no fue todo. “Me dijeron que Stephy no iba a resistir, que si seguíamos adelante con el embarazo el riesgo era perderlos a los dos”. Le habían diagnosticado una preeclampsia muy avanzada: una complicación del embarazo caracterizada por la presión arterial alta y daños en algunos órganos, como el hígado y los riñones. La complicación había despertado una insuficiencia renal grave.
Marco tuvo que firmar los papeles para interrumpir el embarazo. “Yo quería tener un hijo pero no estaba dispuesto a perderla, así que le dije ‘basta’, pensemos en la adopción, ‘basta’”.
Volvieron a casa juntos, en ese limbo total.
Hubo tristeza, claro, ataques de pánico, pero el recuerdo de Marco es otro:
“Se lo tomaba con humor. A veces se ponía las zapatillas al revés y se daba cuenta en la calle cuando se chocaba un pie con otro, y le daba risa. Mi pensamiento era siempre el mismo: ‘¿Cómo carajo hace?’. Creo que eso es lo que me enamoraba de ella, me generaba admiración”.
Y sigue: “Esa fue una de las enseñanzas más grandes que me dejó: ‘No bajes los brazos aunque te caguen a trompadas’. Ella sabía que la ceguera no tenía vuelta atrás pero quería seguir yendo a los médicos, seguíamos intentando buscar cualquier esperanza de recuperar la vista”.
En los recuerdos hay ahora un paseo simple por el Tigre: él, que no quería ir para no exponerla a hacer “un paseo muy visual”, ella que quiso ir igual, que pidió permiso para tocar las artesanías que ya no veía, que le iba preguntando de qué color eran para tratar, al menor, de imaginarlas.
Fue Marco quien la acompañó, tres meses después de la interrupción del cuarto embarazo, a hacerse un chequeo ginecológico. Fue Marco, también, quien vio en la pantalla lo que Stephy no podía ver:
—¿Qué es eso que late?— preguntó.
“Estaba embarazada, imaginate el miedo”, cuenta ahora. Era el quinto embarazo, el que le permitió, ahora sí, cumplir el deseo de ser madre.
Gianluca nació a los 7 meses de gestación con apenas un kilo y medio de peso y Stephy se convirtió en una mamá ciega. Una mamá que tuvo que lidiar con el hecho de que, entre otras cosas, no iba a saber cómo era la cara de su hijo.
“A mí me llenaba de orgullo verla mamá. Además estaba criando a un bebé que sabía que su mamá no veía, no me preguntes cómo”, dice Marco. Lo que recuerda es una escena de cuando Gianluca tenía 7 meses: Stephy, a tientas, tratando de pegarle el pañal; el bebé, a su manera, guiándole las manos para que ella encontrara las tiras.
Había aprendido a usar el ingenio. “Te dicen: ‘Tiene que tomar una mamadera de 90′, ¿y yo como cargo 90 en una mamadera?’. Una madrugada me desvelé pensando en eso y se me ocurrió comprar jeringas, una de 60, una de 20 y una de 10. Y así aprendí a hacerle la mamadera a mi hijo sin ayuda”, contó ella aquella vez. “No era ingenio, era amor”, dice Marco ahora, y se le quiebra la voz.
“Todo se veía muy natural, era algo que pasaba entre ellos. Cuando Gian empezó a caminar agarraba a la mamá de las manos y la hacía sentarse en una silla vacía para que no se cayera. O te dabas cuenta de que hacía ruido para que ella supiera donde estaba”, sigue él.
Una bola de nieve
La semana pasada Stephy le dijo a Marco que se sentía mareada, que no podía ni levantarse de la cama. Venía de un período de depresión fuerte, “cuando te pasan tantas cosas en algún momento empezás a caer, era como una bola de nieve que estaba cayendo, y cuando la bola cae hace destrozos”.
“Creo que no pude hacer nada para que dejara de sentir que era una carga para nosotros. No pude convencerla de que con sus virtudes, sus defectos y con sus problemas, seguía siendo la mujer que yo había elegido para vivir mi vida”.
La anemia había avanzado, la falla renal también. La última vez que Marco pudo hablar con ella, balbuceaba. Lo que siguió fue un estado de inconsciencia profundo, el coma, tres paros cardíacos de los que volvió, un cuarto del que no.
El sábado pasado por la mañana llamaron del hospital: Stephy había muerto, acababa de cumplir 33 años.
Marco, que tiene 34, acaba de quedar viudo y a cargo de Gianluca, que cumplió 3 años. No pasó ni una semana de la despedida en Chacarita y el nene es ahora el único capaz de llenar algo del vacío. “Mirá papá, un tiburón”, se escucha que lo llama. Marco quiere ir con él, así que se despide:
“Pasamos cosas difíciles, es verdad, pero no sé si cambiaría algo. A pesar de todo lo malo, cuando fuimos felices fuimos muy felices”, dice, y traga. “No sé si puedo poner en palabras cómo era su amor hacia mí y hacia Gian pero sí sé que nos dejó todo eso. Ojalá algún día yo pueda transmitirle a Gian todo lo que su mamá lo amaba”.
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