Para gran parte del mundo, el emperador Nerón fue un monstruo que incendió Roma, y mientras las llamas reducían a cenizas la capital de ese imponente y orgulloso imperio de cinco siglos, tocaba la lira recostado en su triclinio y comiendo manjares. O, según algunas reconstrucciones, henchidas y jugosas uvas, mientras Popea, su mujer, se bañaba en leche de burra para mantener tersa su piel… Terrible imagen, terrible leyenda. Pero no del todo exacta. Ni blanca ni negra, aunque mucho peor.
Nerón Claudio César Augusto Germánico vivió sólo 30 años (38 al 67 de la Era Cristiana), y reinó apenas catorce. Nació en Anzio: 1907 años después, escenario del desembarco aliado en Italia, de una feroz batalla de casi medio año, y primer paso norteamericano en la Europa asfixiada por las invasiones nazis.
Según los historiadores Tácito, Suetonio y Dion Casio, ese hijo de Cneo Domicio Henobarbo y Agripina la Menor fue el sombrío paradigma de la tiranía, la extravagancia, la crueldad, la perversión. Tanto, que su mismo padre, mientras lo felicitaban por el nacimiento de su hijo, presagió: “De Agripina y de mí no podía nacer más que algo detestable y fatal para el mundo”.
Sin embargo, sus primeros pasos no revelaron al monstruo ni a su locura. Urdió magníficos funerales para despedir a su tío Claudio, mostró dulzura y clemencia aún ante sus enemigos, abolió o rebajó los impuestos sofocantes, repartió entre cada romano 400 sestercios -demagogia disfrazada de justicia social-, y cierto día en que debió firmar la sentencia a muerte de un criminal, se lamentó: “Quisiera no saber escribir”.
Convencido de que era un gran artista, convirtió a Roma en un inmenso e interminable circo. Juegos juveniles, espectáculos teatrales, carreras de cuadrigas tiradas por camellos, y al término de cada jornada festiva, reparto al pueblo de manjares, bonos pagaderos en trigo, trajes de oro, plata y piedras preciosas, y hasta millares de pájaros. Un culto a su adoración, que contemplaba desde lo más alto.
En menos de un año hizo levantar en el campo de Marte un anfiteatro de madera para que en su arena lucharan gladiadores pero con prohibición de matarse, como era costumbre.
A ritmo acelerado, Roma fue, mañana, tarde y noche, un festival incesante de juegos, música, carreras de caballos, desfile de animales exóticos, recitales de música y poesía, torneos de gimnasia. El desiderátum del dictador, de la demagogia, del pan y circo repetido, siglo tras siglo, tantas veces en el mundo. Y por supuesto, el culto, la adoración a la personalidad del tirano. Que se hizo cortar la barba, de color cobrizo, y ordenó encerrarla en un cofre de oro ornado con piedras preciosas, ¡y las consagró al Capitolio!
Puso en marcha un plan para elevar -a costa del erario público- pórticos delante de todas las casas de la ciudad, para atajar incendios. Extraña medida, puesto que en la noche del 19 de julio del 64, harto de “la fealdad de los edificios antiguos y la estrechez de las calles”, ordenó incendiar Roma, armando para ello a centenares de esclavos con antorchas y palos con estopa encendida.
La bestial tropelía duró seis días y siete noches. Los habitantes de esas casas debieron refugiarse en los monumentos y en las sepulturas mientras Nerón, en lo alto de la torre de Mecenas y vestido con ropa teatral, cantaba… Porque se tenía, además de gran poeta, como eximio cantante, aunque su voz era débil y ronca.
Según el historiador Suetonio, “se entregó por grados y en secreto al ardor de sus pasiones: petulancia, lujuria, avaricia y crueldad”.
Separado de Octavia, su primera mujer, se casó con Popea Sabina, y más tarde con Statilia Mesalina. Desterró e hizo matar a Octavia por estéril y mató a Popea, encinta, de una patada en el vientre, porque abandonó antes del final una carrera de carros en la que él era primera figura: ¿quién se hubiera atrevido a disputarle el primer puesto?
A pesar de que en los comienzos de su reinado se ocupó activamente del comercio, la diplomacia y la cultura, se desbarrancó hacia los vicios y el ocio. Sus almuerzos empezaban al mediodía y se prolongaban hasta la medianoche. A veces comía en lugares públicos, haciéndose servir los manjares por una corte de prostitutas.
Cometió adulterio con mujeres casadas pero su comercio carnal con hombres superó todo lo imaginable. Hizo castrar a un joven, Sporo, intentó convertirlo en mujer, lo vistió con ropas nupciales, simuló una boda, y en adelante lo exhibió en público como una esposa.
En cuanto a la relación incestuosa con su madre, no quedan dudas, como tampoco de sus intentos de asesinarla. Primero trató de envenenarla, pero falló. Más tarde, de ahogarla, haciendo naufragar la barca en que ella paseaba. Y por fin la acusó de conspirar contra él, y ordenó su ejecución.
Apasionado por los disfraces y por las ropas color oro y púrpura, se vestía noche tras noche como un personaje teatral, recitaba y cantaba. Pero cada tanto se envolvía en un tosco manto, cubría su cabeza con un gorro, y vagaba por los barrios bajos, violaba las tiendas, robaba cuanto podía y lo vendía al mejor postor en una especie de kiosco que hizo construir para ello.
Según Suetonio en su clásica obra Vida de los Doce Césares, “tras haber prostituido todas las partes de su cuerpo, ideó como supremo placer cubrirse con una piel de fiera y lanzarse así desde un sitio alto sobre los órganos sexuales de hombres y mujeres atados a postes (…) y una vez satisfechos todos sus deseos, se entregaba a su liberto Doríforo, a quien servía de mujer, del mismo modo que Sporo le servía a su vez a él, imitando en estos casos la voz y los gemidos de una doncella que sufre violencia (…) se asegura que nunca viajaba con menos de mil carruajes, que sus mulas llevaban herraduras de plata, y que sus conductores iban adornados con brazaletes y collares”.
A la luz de la Historia, no hay piedad ni misericordia por Nerón. Sin embargo, algunos historiadores que intentan equilibrar en parte los platillos de la balanza, aseguran que su aterradora fama criminal creció en proporción geométrica porque durante su gobierno murieron decapitados y crucificados los apóstoles Pablo y Pedro, padres de aquella nueva religión surgida en Palestina y fundada por Jesús de Nazaret.
Sin embargo, hay algo que Nerón no hizo: perseguir a los cristianos.
Amo y señor de setenta millones de romanos, asesino, y convencido de ser un egregio cantante, poeta, escultor, actor bailarín y conductor de cuadrigas, tuvo -créase o no- un único gran amor: Actea, esclava liberta, prostituta muy popular en la ciudad, y odiada por Agripina, celosa madre que veía peligrar su incestuosa relación con su hijo.
En realidad, Agripina fue un freno temporario del monstruo que se anidaba en Nerón. Ya muerta, éste cambió violentamente su carácter y sus actos. Ordenó la ejecución de Burro y Séneca, sus dos preceptores y maestros, y del poeta Lucano, sobrino de Séneca.
¿Por qué esa salvaje mutación? Respuesta posible: el factor hereditario. Nerón era de la familia Julia-Claudia: una dinastía de claras patologías mentales, como Cayo Julio César, Octavio Augusto, Tiberio. El primero, un obseso sexual sin distinción entre hombres y mujeres. Tanto, que de él se decía “es el marido de todas las mujeres de Roma, y la mujer de todos esos maridos”.
Octavio Augusto, primer emperador, era de frágil salud, muy petiso, rengo, con piel manchada, y sucumbía bajo el frío y el calor. Y también bisexual… Y Tiberio reunió todos los desenfrenos posibles. A la luz de la psiquiatría moderna, era un esquizofrénico en su forma más grave.
Síntomas (¡todos!) corregidos y aumentados en Calígula, de la misma familia o con parentescos más o menos cercanos…
Pero el cerco empezaba a cerrarse.
Primero, una peste que en tres meses se llevó treinta mil vidas. Luego, una sangrienta derrota de sus ejércitos en Bretaña. Groseros fracasos militares en Armenia y Siria. Larga y dolorosa carestía de granos: hambre. En las paredes aparecieron versos contra Nerón y su poder. Y éste, ajeno a todo, pasaba días y noches ensayando música con nuevos instrumentos hidráulicos de su invención.
Los sublevados y sus planes para derrocar al emperador ya no se ocultaban. Sobre todo cuando Nerón ordenó a sus escultores una estatua de treinta metros de altura y la hizo instalar cerca del Capitolio.
Empezó a sufrir pesadillas. Enormes hormigas aladas que lo devoraban, estatuas gigantescas que lo rodeaban y le impedían el paso, su caballo preferido se convertía en mono. Y en su última representación teatral (Edipo desterrado), dijo en público y a viva voz: “Madre, esposa, parientes, todo quiere que yo perezca”.
En la medianoche del 8 de junio del 68, sus guardias lo abandonaron. Vestido con un manto viejo y desteñido, y descalzo, montó a caballo y cabalgó sin rumbo, acompañado apenas por cuatro hombres: uno, Sporo, su amante. Sediento, bebió agua de una charca inmunda. Se acostó sobre un jergón. Oyó el galope de sus perseguidores. Apoyó la punta de un cuchillo en su garganta, lo clavó a medias, su sirviente Epafrodio le empujó la mano, y la hoja llegó hasta su empuñadura.
Alcanzó a gritar: “¡Qué gran artista pierde el mundo!”. Tenía 30 años.
Las mismas multitudes que lo habían aclamado cuando repartía riquezas, celebraron con el mismo entusiasmo su muerte.
Algo que se repetiría, incesante, a lo largo de los siglos. Hasta hoy. Y mucho después de hoy.
(El artículo original se publicó el 13 de enero de 2018)
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