Su vida, desastrada, terminó como estaba marcada: en un desastre. Nació de una pareja de adolescentes que se ocuparon nada de él, el padre huyó pronto y jamás volvió a verlo; la madre lo dejó en custodia con algún familiar. A los ocho años fue abusado sexualmente por una banda de chicos más grandes. Tuvo problemas de aprendizaje debido a su constante distracción y a una dislexia que no le impidió, a los once años, saberse de memoria, y repetirlo, el Nuevo Testamento. A los diecinueve años repitió la historia de sus padres: embarazó a una chica de quince años con quien tuvo un hijo. Creyó ser la encarnación de Dios en la Tierra. O su profeta. O su algo. Dijo que había recibido de Él, el don de la profecía. Mezcló el poder de la fe con el de la sexualidad. Se unió a una secta, capitaneó una de sus divisiones, armó un fortín inexpugnable y llevó a todos sus fieles a la muerte. Ese era David Koresh y así transcurrió su corta vida. Murió a los treinta y tres años, junto a todos sus fieles.
Cómo nadie lo frenó a tiempo, si hubo alguna vez un tiempo para frenarlo, es un misterio encerrado en el fenómeno cultural de las sectas, tan en boga entre los años 70 y 90 del pasado siglo. No hace tanto. Cuando intentaron poner fin al delirio de los davidianos, después de decenas de denuncias sobre abuso sexual de menores en el interior de la secta, sobre el harén que rodeaba a Koresh que se había arrogado el derecho de tener ciento cuarenta esposas, y después de más denuncias sobre posesión ilegal de armas en manos de los miembros de la secta, la policía de Texas, el FBI y el departamento de Drogas, Alcohol y Tabaco sitió el rancho de Koresh, llamado Centro Monte Carmelo en honor al Monte Carmelo bíblico, la colina israelí donde apareció la Virgen del Carmen. El sitio empezó el 28 de febrero de 1993, hace veintinueve años, y un poco tarde, las fuerzas policiales, un pequeño ejército con cierta falta de coordinación, se dieron cuenta de que enfrentaban a otro ejército, el de los seguidores de Koresh, que tenían un arsenal. El tiroteo inicial dejó a cuatro agentes federales y cinco davidianos muertos.
Todo duró cincuenta y un días: cuando por fin se decidió el ataque final, un enorme incendio consumió el Monte Carmelo con todos los davidianos dentro. Murieron setenta y seis personas: diecinueve hombres, treinta y cuatro mujeres y veintitrés chicos, uno de ellos, de una puñalada en el pecho. No es un dato menor. Indica que hubo padres que mataron a sus hijos antes de inmolarse en aquel infierno. Una conducta parecida a la que Jim Jones usó en Guyana en 1978 con los miembros de su “Templo del Pueblo”, cuando se suicidaron en masa novecientas dieciocho personas. Para el pensamiento de aquellas sectas, era imprescindible aislarse del mundo, vivir en comunidad, seguir los dictados de un único líder después de haberle entregado todos sus bienes, con la esperanza de llegar a Dios. Y, si era imprescindible, la muerte traería la salvación, serían los elegidos antes de que el mundo fuese destruido por el apocalipsis. Siéntense, mientras mueren, y esperen a ver a Jesús.
David Koresh nació en Houston, Texas, como Vernon Wayne Howell el 17 de agosto de 1959. Su mamá, Bonnie Sue Clark, tenía quince años y su papá, Bobby Howell, veinte, y dejó a Bonnie inmediatamente después del nacimiento del hijo. Ella inició una nueva vida, por así decirlo, con un tipo alcohólico y violento al que dejó en 1963: puso a su hijo de cuatro años en manos de su madre Earline Clark, y volvió a verlo tres años después, casada con un carpintero, Roy Haldeman, con quien tuvo un hijo en 1968.
Como era previsible, Koresh, que adoptó ese apellido y su nuevo nombre, David, en abril de 1990, describió su infancia como la de un chico solitario. Se volcó de lleno a la religión. La leyenda asegura que, a los ocho años, fue violado por una pandilla de chicos mayores. Dejó la escuela secundaria en el penúltimo año, acosado por sus limitaciones de aprendizaje y por una dislexia que no le impidió, o acaso le facilitó, aprender de memoria el Nuevo Testamento. Su fe se había convertido en fanatismo.
Después del Nacimiento de su primer hijo, con una muchacha de quince años, un calco de su vida personal, Koresh dijo que había nacido de nuevo como cristiano en la Convención Bautista del Sur y se unió a su madre en la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Allí enamoró a la hija del pastor y, según reveló años más tarde, el azar le deparó la lectura del Libro de Isaías 34 que afirmaba que a nadie le debe faltar una compañera. El Libro de Isaías no dice eso, pero nadie chequea los libros sagrados. Koresh vio en esa visión un guiño de Dios para que tomara como esposa a la hija de su pastor. El pastor no pensaba lo mismo, ni del Libro de Isaías, ni de los guiños del Señor, ni de Koresh: lo expulsó de su comunidad en 1981.
Koresh entonces se mudó a Waco, que sería el escenario de la tragedia. Se unió a los Davidianos, un grupo religioso escindido de La Vara del Pastor, que habían sido expulsados a su vez de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Los Davidianos se habían establecido en 1955 en un gran rancho, a quince kilómetros de Waco, al que llamaron Centro Monte Carmelo en homenaje a la Virgen. Allí empezó entonces una dura lucha por el poder de la secta.
En 1983 Koresh dijo haber recibido el don de la profecía, que como ambición y en los postulados, no está nada mal. Pero en verdad había iniciado una relación sexual con la líder de la secta, y profetisa, Lois Roden, que tenía setenta y seis años. Para justificar esa relación, que en apariencia necesitaba ser justificada, Koresh dijo que Dios lo había elegido para engendrar un hijo con ella: el chico sería el Elegido.
La profecía encerraba un pequeño drama: el hijo de Lois Roden, George Roden, aspiraba a heredar la secta de manos de su madre y denunció a Koresh ante una corte federal, como violador de la anciana. Además de la instancia judicial, Roden optó por una metodología más pragmática: echó a Koresh y a sus seguidores del Centro Monte Carmelo a punta de pistola.
Para entonces Koresh ya había establecido el sexo, y el sexo con menores, como uno de los pilares de su movimiento. Tras la muerte de Lois Roden, en 1986 y mientras proclamaba que él era “hijo de Dios, el Cordero que abriría los siete sellos”, inició una relación sexual con Karen Doyle, de catorce años, a quien tomó como segunda esposa, se había casado, o algo así, con Rachel Jones, también de catorce años, hija de un dirigente de la secta. En agosto de ese año empezó otra relación sexual, secreta, con Michele Jones, de doce años, hermana menor de Rachel, su primera mujer entre los davidianos. En septiembre, Koresh, que antes había proclamado la monogamia, empezó a predicar su derecho a tener ciento cuarenta esposas: sesenta mujeres como “reinas” y ochenta como concubinas, según su interpretación del bíblico “Cantar de los Cantares”.
Expulsado de la secta por Roden hijo, Koresh y sus fieles, unas veinticinco personas, se mudaron a Palestine, a ciento cuarenta kilómetros de Waco y vivieron unos años durísimos en tiendas de campaña y hasta en camiones, mientras reclutaban a más fieles en California, Gran Bretaña, Israel y Australia. En 1985 Koresh viajó a Israel y dijo haber tenido una visión que lo colocaba como al sucesor de Ciro el Grande, fundador del imperio persa. Hasta 1990, Koresh imaginó que el sitio de su martirio, previó su muerte, sería Israel. Pero ya en 1991 lo pensó mejor y decidió que ese sitio sería Estados Unidos, Waco y el Centro Monte Carmelo.
En noviembre de 1987 Koresh regresó a Monte Carmelo con siete seguidores armados hasta los dientes y vestidos con ropas de camuflaje, Recuperó el rancho a balazos, hirió a Roden en pecho y las manos, fue llevado a juicio por intento de asesinato, el juicio fue declarado nulo, Roden ya fuera de Monte Carmelo, asesinó a hachazos dos años más tarde a un compañero de habitación porque lo creyó un enviado de Koresh, fue declarado insano y encerrado en un psiquiátrico. Koresh quedó como amo del rancho de Waco. Pensó también que su “semilla” era pura y engendró al menos quince hijos, con diferentes “esposas” muchas de ellas menores, porque esos chicos estarían destinados a “manejar el mundo”. También invirtió doscientos cincuenta mil dólares en armas para combatir al “mal”, cuando se presentara.
Para la secta, el “mal” llegó el domingo 28 de febrero de 1993, cuando arreciaban las denuncias contra los davidianos por abuso de menores, tenencia ilegal de armas y por impedir a quien quisiera abandonar la secta. Después del tiroteo inicial, de las muertes de los agentes federales y de cinco davidianos, el sitio se prolongó con varios intentos, todos fallidos, de una salida negociada. No Koresh ni sus seguidores tenían intención de negociar. Amenazaron con la destrucción total si el FBI pretendía entrar a Monte Carmelo. Y, según testimonios de quienes pudieron escapar durante ese sitio, mientras mantenían la farsa del diálogo, en el interior de la secta se discutía si la mejor manera de suicidarse era de un balazo o con cianuro.
El 19 de abril, después de cincuenta y un días de asedio, las fuerzas federales intentaron tomar por asalto Monte Carmelo. Estalló entonces un incendio que alcanzó todos los rincones del rancho. Los bomberos que quisieron combatirlo no hallaron agua, que había sido cortada por los sitiadores. Las autoridades informaron después del desastre que el fuego había sido iniciado por los davidianos en tres focos diferentes. Escucharon a los miembros de la secta decir “empiecen el fuego”, o “derramen el combustible” porque habían ocultado micrófonos en los cartones de leche enviados para alimentar a los chicos durante el sitio.
Los davidianos murieron de muy diferentes formas. Muchos abrasado por las llamas porque Koresh les dijo: “Sentaos y esperad sencillamente hasta ver a Dios”, mientras el fuego lo devoraba todo. Otros murieron a balazos, asesinados por los davidianos cuando intentaron huir del aquel infierno. A muchos chicos los mataron los padres; otros muchos chicos murieron asfixiados: los hallaron cubiertos por toallas, presumiblemente empapadas, en un último intento de salvarles la vida.
Entre los cuerpos calcinados que pudieron ser identificados, estaba el de David Koresh: tenía un disparo de arma corta en el cráneo. No se determinó si se disparó, o fue asesinado, tal como había ocurrido con Jim Jones en Guyana quince años antes.
El círculo tuvo dos trágicos cierres. El 19 de abril de 1995, dos años después de Waco, el terrorista Timothy McVeigh voló el edificio federal Alfred P. Murrah de Oklahoma, que albergaba a la división local de la agencia de Alcohol, Drogas y Tabaco. Así quiso McVeigh conmemorar a los davidianos. Murieron ciento sesenta y ocho personas.
El 23 de enero de 2009, Bonnie Clark Haldeman, la madre que a los quince años parió al monstruo David Koresh, fue asesinada en su casa de Chandler, a unos trescientos kilómetros de Houston, Texas. Tenía sesenta y cuatro años. La mató a puñaladas su hermana menor.
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