Es la Guerra de Vietnam. Un vehículo blindado con dos soldados encima. Uno tiene sus manos en una ametralladora; pero no está alerta ni amenazante; lleva una gorra de tela, campera sin mangas y bigotes y unas patillas curvas que le llegan hasta la mitad de las mejillas. El otro, en un costado, sentado con las piernas cruzadas, usa una de sus manos como pantalla para poder encender un cigarrillo. De la parte de atrás del vehículo salen dos sogas que atan los tobillos de un hombre. Un miembro del Vietcong. Lo arrastran boca abajo por la arena. Ya está muerto. O eso preferimos creer. A los del blindado, sus enemigos, no le importa demasiado. Un día más de trabajo. ¿Murió en ese traslado? ¿Lo llevan al lugar en el que será enterrado? ¿Es un paseo triunfal? ¿Una manera de aleccionar a los pobladores vietnamitas de esa aldea? Las preguntas se amontonan pero la imagen conmociona. La naturalidad del horror.
La fotografía la obtuvo el fotógrafo japonés Kyoichi Sawada durante la Guerra de Vietnam en febrero de 1966. Es una de las más célebres suyas. Obtuvo el reconocimiento anual de World Press Photo (el segundo consecutivo para él) y el Premio Pulitzer de fotografía.
Sawada no estaba de casualidad ahí. Había insistido para ser designado como corresponsal de guerra. No sabemos si él creía que su trabajo podía contar, mostrar cosas que otros no. Lo que es seguro que lo que lo llevaba al campo de batalla era una pulsión, una fuerza invisible, un viento irresistible que lo empujaba hacia la guerra.
Sawada nació en Aomori en 1936. A los 13 años recibió de regalo su primera cámara. Intentó ingresar en la universidad pero no era un buen alumno, lo rechazaron dos años consecutivos. Lo de él no era la quietud ni el reposo. Consiguió un trabajo en un negocio fotográfico de una base norteamericana. Eso le permitía tener siempre a disposición material, en un tiempo de escasez en Japón, para desarrollar su pasión. Empezó a recorrer redacciones de medios y agencias periodísticas con sus fotos. Le compraban algunas. Hasta que Associated Press International (UPI) lo contrató. En 1965 pidió que lo trasladaran como corresponsal a Vietnam. Pero le respondieron que no era un conflicto japonés y que por lo tanto no generaba tanto interés en su país, que podían conformarse con las fotos que capturaban los norteamericanos. Sawada aceptó la decisión con obediencia nipona. Sin embargo, a los pocos meses, cuando llegó el turno de sus vacaciones, no lo dudó. Viajó a Vietnam y se internó en los terrenos de combate. Entre los pastizales, en los ríos marrones y peligrosos, bajo el viento enredado por los helicópteros, en las aldeas humeantes, en las trincheras plagadas de cadáveres. Quería registrar la guerra ya no de cerca sino desde dentro. Y lo que nos muestra ya no son los grandes movimientos de tropas, los armamentos sofisticados o generales orondos. Su ojo logra radiografiar el drama humano.
Una madre, o tal vez una abuela, con un chico en brazos que no tiene más de cuatro años. Su boca está deshecha; le falta un pedazo y la sangre ya seca se amontona cerca de la barbilla. En otra, decenas de chicos y chicas rodean a una anciana. Los gestos de todos reflejan tensión, tienen los brazos levantados y las manos cruzadas en la nuca. Fueron detenidos. Fuera de campo está el peligro: hay soldados que los apuntan.
También está la del soldado y la mujer detenida contra una pared en lo que había sido una ciudad. Ese muro parece que es lo único que ha quedado en pie. El piso debe ser de tierra pero sólo es una suposición, no se ve. Todo está cubierto de escombros. La mujer los pisa descalza.
Gracias a la difusión de sus fotos y a los premios, el trabajo de Sawada obtuvo un merecido prestigio. Sus jefes lo ascendieron. Fue convertido en editor fotográfica de API. Se trató de un gran error. No servía para el trabajo de oficina. Sentía que cada día detrás del escritorio se moría un poco. Él quería, necesitaba, estar en el campo de batalla.
Las fotos muestran lo que los demás medios no pueden. La verdad. Eso que siempre se vuelve tan elusivo, tan frustrante y a veces tan insoportable. Mucho más en una guerra. No hay artificio posible, ni edición, ni frases dichas a medias. Un soldado corriendo a campo traviesa, con el terror instalado en sus ojos, mientras a pocos metros de él, entre el pasto alto, hay otro al que le acaban de acertar un disparo, los brazos extendidos, la boca abierta y los ojos vacíos. Un soldado cargando a una anciana vietnamita, casi raquítica, para apurar la evacuación de una aldea. Otros dos apuntando con sus armas parapetados detrás de una ventana de una vivienda derruida.
Su foto más estremecedora se llama Flee to Safety (Escape a la seguridad).
Están en el medio del agua. Una mujer y sus hijos atraviesan el río. Ella lleva un bebé en brazos: es el único que su cara no denota terror. La madre mira hacia el horizonte, busca la orilla, calcula lo que falta para que todos estén a salvo. A su lado dos nenes. El más chiquito está al borde del llanto pero sigue caminando. El hermano mayor detrás de él como custodiando el paso del resto tiene la frente arrugada por la preocupación y el dolor. Al lado de ellos hay una quinta persona. ¿Es una mujer? ¿Es la hija de esa madre que está escapando con sus hijos? Debe ser una nena prematuramente avejentada por el pánico, por la guerra, por la barbarie.
La historia detrás de la foto que fue galardonada en 1965, una de las miles que Sawada sacó en sus vacaciones: los soldados norteamericanos ingresaron a la aldea de Quy Nhon y ordenaron la evacuación inmediata de mujeres, niños y ancianos. Habían recibido un ataque reciente desde allí que había producido varias bajas. Buscaban la revancha y sabían que en la aldea se escondían varios combatientes que utilizaban a las mujeres y niños casi como escudos humanos. Iban a bombardear e incendiar el lugar. Así lograrían que sus enemigos salieran de sus guaridas o los matarían.
Esa familia a la que el río cubre hasta sus hombros no mira para atrás. Está dejando su casa y, seguramente, muchos afectos. Pero tienen que irse, escaparse.
Cuando cobró el dinero del premio, el fotógrafo japonés regresó al pequeño pueblito para buscar a las personas que habían oficiado de involuntarios modelos. Tuvo que rastrearlos hasta poblaciones vecinas. Cuando los encontró se enteró que los chicos pertenecían dos familias distintas. Distribuyó entre ellos lo que había cobrado por el galardón.
Desde aquellas primeras fotos bélicas del siglo XIX, las fotos de los campos de batalla arrasados o de los soldados magullados pero posando de la Guerra Civil norteamericana, hubo una evolución. Otra guerra civil, la española, más de medio siglo después dio otra imagen icónica: La muerte de un Miliciano de Robert Capa, posada o no, se convirtió en una leyenda, ese hombre flameando por las balas. La Segunda Guerra dio muchas imágenes paradigmáticas: el desembarco de Normandía, la bandera de Iwo Jima, la cabeza suelta del alemán que se detonó en Berlín al final de la guerra, el paisaje desolador de la playa de Tarawa en el Pacífico. Esta última muestra bien algunas de las características de las imágenes de esa contienda, al menos de las que circulaban entre los Aliados. Al fondo delimitando el horizonte, una larga fila de palmeras. El agua cristalina moja la arena. Alrededor, en ese paisaje paradisíaco, todo es muerte y desolación. Sembrados por la arena, decenas de cadáveres. Apenas algunos de los tres mil norteamericanos y cinco mil japoneses que murieron en esos tres días que le costó a las tropas norteamericanas desembarcar en esa playa, considerada crucial en la lucha por el Pacífico. Los cadáveres son todos de norteamericanos, caídos en el intento por tomar el lugar. Alrededor pertrechos de guerra, proyectiles, armas sin dueño, cascos sobre la arena. Los cuerpos están amontonados. La mayoría boca abajo. La foto carece de algo: caras. No hay ninguna. No se ve ninguna cara. No se puede identificar a nadie en esa foto. Y en ninguna otra foto fotografía publicada durante la Segunda Guerra por orden del Departamento de Estado. Pero en Vietnam esa prohibición, ese veto, no rige. La televisión compite con informes diarios, los cronistas de guerra cuentan las miserias de las tropas perdidas en la selva asiática. Y los fotógrafos muestran el drama.
Se puede contar la guerra de Vietnam a través de algunas grandes imágenes. Como el color ya había entrado, como las grandes revistas habían dejado atrás el blanco y negro, la sangre ya no era una mancha grisácea. Está la del jefe de policía Nguyen Ngoc Loan disparando en la sien de un enemigo delante de los periodistas, la de los chicos corriendo por la ruta luego de un ataque aéreo con Napalm: los chicos lloran, están descalzos y una chica de nueve años corre desnuda mientras grita desolada. En la tercera la muerte también está fuera de campo. Es de la masacre de My Lai cuando soldados norteamericanos ingresaron en esa aldea vietnamita arrasando con todo lo que encontraron a su paso. Fusilaron a más de doscientos hombres, quemaron sus casas y violaron a las mujeres. La foto de la que hablamos es la de una mujer grande, apoyada contra la entrada de una choza. Otra la abraza por detrás. Llora con desconsuelo y bronca. Como llora alguien que acaba de perder todo lo que ama. Como se llora cuando se ve aquello que nunca se pensó posible.
En este catálogo podría figurar cualquier fotografía de Kyoichi Sawada. Sus fotos siempre tienen caras. La del soldado moribundo (el coronel Hammon reconocido por sus familiares y compañeros retratado en sus últimos segundos de vida), la de los vietnamitas que acaban de ver morir a sus seres queridos, la de los niños que tratan de escapar al horror, la del chico que, alterando el orden natural como hace la guerra, conforta a una mujer mayor dolorida. Esas caras son las que le dan dimensión humana al asunto, las que ponen en perspectiva el drama.
En 1970 la guerra de Vietnam ya se había expandido a Laos y Camboya. Pidió ser trasladado a este último destino. Fue nombrado jefe de la oficina de la agencia periodística en ese país (quizá sólo era un nombramiento protocolar, sólo para justificar el salario). El 28 de octubre de 1970, junto al periodista Frank Frosch, se dirigía a Phnom Penh. Pero nunca llegaron. Ante la falta de noticias, sus jefes consiguieron que una patrulla saliera a rastrearlos. Unas horas después encontraron el auto de los corresponsales a un costado de la ruta incrustado contra un árbol a una decena de metros del camino. La trompa arruinada, las puertas abiertas. Pero no había nadie adentro. Tampoco rastros de sangre. Las ruedas no tenían pinchaduras y el chasis no tenía ningún orificio de bala. Siguieron buscando y a poca distancia del auto dieron con los cuerpos. Habían sido acribillados desde muy cerca. Tenían más de cincuenta balazos cada uno. Los habían emboscado. Kyoichi Sawada estaba muerto. Tenía 33 años.
Nunca se supo con certeza cuál fue el motivo. No pueden haberlos confundido con fuerzas enemigas. Tampoco lo hicieron para saquearlos porque no se llevaron nada de valor. Se sospecha que se trató de un ajuste de cuentas, de la represalia por alguna foto que no gustó, que molestó, que reveló la verdad. Que la volvió insoportable.
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