En 1903, Carlo Ponzi era un desesperado más –pero también con esperanza en el fondo de su valija–, hacinado en la Isla Ellis, el primer paso hacia los Estados Unidos, entre cientos de inmigrantes tentados por aquellas palabras que tanto han oído en sus pueblos y aldeas de Europa acosados por el hambre: “Everything is possible in America” .
Todos ellos, casi sin excepción, saldrán de la isla a buscar trabajo (el que fuera), ganar unos dólares y mandar una parte a sus parientes. El progreso, y acaso la fortuna, llegarán tarde o temprano, sudando, trabajando día y noche, porque “Todo es posible en América”.
Pero entre ellos hay un joven con otros planes: Carlo Ponzi, de 21 años, con apenas el equivalente en liras de dos dólares cincuenta.
Ha nacido en Lugo, provincia de Rávena, Italia, el 3 de marzo de 1882. Su familia, más que modesta –padre cartero–, se ha esforzado para mandarlo a la Universidad de Roma La Sapienza, pero poco dura allí. Gasta el dinero en diversiones, vagabundea, no habla una palabra de inglés, se jacta de no haber trabajado nunca, y su familia, con un sacrificio más, lo fleta hacia los Estados Unidos.
Sin abandonar su rumbo, hacer fortuna lo antes posible, baja la testa y se emplea ya como camarero, ya como lavaplatos en algunas ciudades de la costa este, hasta que consigue empleo en un banco de Montreal, Canadá, de unos compatriotas.
Primer traspié. En 1912 falsifica un cheque, y lo condenan a 20 meses de cárcel. Pero –providencia– en la cárcel lo destinan a trabajar en la oficina interna de correo.
Allí descubre el huevo de Colón: el negocio de los cupones postales. Venderlos en dólares a inversionistas. Convertir esos dólares en monedas depreciadas: la lira italiana, por ejemplo. Con ese dinero comprar cupones a menor precio. Enviarlos a países de moneda más fuerte para cambiarlos por estampillas, cuyo valor era superior al del cupón original, y convertirlas en dinero cash.
En poco tiempo, el ambicioso joven de la Isla Ellis atesoró, con esa diferencia, una pequeña fortuna, y sobre esa base creó el colosal fraude que pasó a la historia negra de las finanzas como “La pirámide Ponzi”. ¿Qué era? Definición clásica: “Una operación que implica abonar a los viejos inversores los intereses obtenidos del dinero de nuevos inversores”. Ejemplo: el inversionista le paga 1.000 dólares al operador, que le promete pagar 100 dólares por mes durante los próximos doce meses.
Si la operación fuera legítima, el dinero recibido por el operador –o la empresa Security Exchanges Company, en el caso de Ponzi– debía ser destinado a otros negocios rentables: construcción, por ejemplo. Pero este “mago de las finanzas” no lo hizo. Se limitó a embolsar ríos de dólares: 250 mil por día, que 16 empleados, luego de anotarlos en el registro, lo guardaban en armarios… ¡y hasta en tachos de basura!
Por cierto, los controles afinaron su lupa. ¿Cómo era posible que ese italiano arribado con los bolsillos vacíos se hubiera convertido en millonario? ¿Cómo era capaz de ofrecerles 50 por ciento de interés en el plazo de 90 días?
Citado por el fiscal del distrito, Ponzi declaró que le debía a sus acreedores 3.500.000 dólares, pero que su fortuna era de 8.500.000, “de modo que tengo dinero de sobra para cubrir la deuda, y conservar un fuerte patrimonio”. Sin embargo, la pirámide tambaleaba, y cientos de acreedores se agolparon frente a la empresa. Muchos, con intención de lincharlo.
Pero su carisma, su frialdad y su cinismo, en principio, pudieron más. Vestido como un dandy y al volante de su Locomobile, el auto más caro del mercado, saludaba a la gente de la larga fila con una sonrisa inmutable, les pedía paciencia: “Todos recibirán lo suyo, no caigan en manos de especuladores aprovechados que quieran comprarles sus pagarés a mitad de precio… para quedarse con el interés del cincuenta por ciento”.
Además, les confesaba que era enemigo de las grandes instituciones financieras, y les prometía “una vez que consiga la ciudadanía de este país”, fundar un banco que repartirá los dividendos con justicia: 50 por ciento a los inversores y otro tanto a los ahorristas. “Y no es todo: si alcanzo a ganar 100 millones, me quedaré sólo con un millón, y destinaré el resto a la caridad”.
Y por si tanta generosidad no bastara, ordenó que toda la fila recibiera ¡hot dogs y café caliente!
Ante ese canto de sirena, muchos confiaron en él y se fueron a su casa. El primer día de agosto de 1920, The New York Times publicó esta nota: “Luego de una semana de investigación sobre Ponzi, el interés público sobre el hombre y sus actos permanece inalterable. Seguido por centenares de personas cuando aparece en la calle, lo saludan como a un héroe. Aunque la auditoría federal sobre sus registros contables apenas ha empezado, sus admiradores lo ven como si ya hubiera sido reivindicado, y están impacientes para que vuelva a recibir fondos. Empleados de tiendas por departamentos, fábricas y grandes plantas han juntado su dinero y esperan la oportunidad de invertirlo con Ponzi en su esquema de 50% en 45 días”.
Pero dos semanas después, la auditoría federal reveló que la Security debía a sus acreedores 7 millones de dólares.
Recién entonces “el mago” confesó que no podía enfrentar esa deuda. Para entonces, unos 40 mil inversionistas habían puesto en las manos del estafador entre 15 y 20 millones de dólares (unos 250 millones de hoy según la inflación de los Estados Unidos).
Los titulares hicieron su agosto: ¡Ponzi condenado! Sin embargo, para él, la sangre no llegó al río: cinco años de cárcel en una prisión federal, de los que sólo cumplió tres y medio. Años en los que se dedicó, cada Navidad, a mandarles tarjetas a sus miles de acreedores: “Cuando salga en libertad les devolveré cada centavo”. Y prometía, genio y figura, actuar en política.
Ya libre, se refugió en Florida (mejores aires) y puso en marcha una segunda edición de su pirámide, pero su pésima fama pudo más. Una segunda instancia judicial le agregó otros nueve años entre rejas. Antes, escapó a Texas, y decidido, como última chance, partir en un banco mercante, se afeitó el bigote y la cabeza. Pero lo atraparon, y fue a parar a una prisión de Massachusetts hasta 1934. Al salir, un piquete de estafados quiso lincharlo: lo salvó la policía.
Deportado a Italia, hizo el último intento de resucitar su pirámide, pero no tuvo eco.
Se empleó en una línea aérea italiana que operaba en Brasil. Y allí, en Río de Janeiro y en la miseria, murió en un hospital de caridad el 18 de enero de 1949. Tenía 66 años.
Pero su sombra retornó en 1960 bajo el nombre de Bernard Lawrence Madoff, neoyorkino, nacido en 1938, banquero, ex corredor de Bolsa, asesor financiero y jefe de NASDAQ.
Ese año fundó una firma de inversión, una de las más importantes de Wall Street. En diciembre de 2008 fue detenido por el FBI y acusado de fraude. Usó la pirámide de Ponzi, aumentada hasta el infinito, y dejó un tendal de víctimas: las que le permitieron estafar ¡64.800 millones de dólares! La mayor ejecutada por una sola persona.
El 29 de junio de 2009 fue sentenciado a 150 años de prisión, más el decomiso de 17.179 millones de dólares. Cargos: fraude de valores, asesor de inversiones fraudulentas, fraude postal, fraude electrónico, lavado de dinero, falso testimonio, perjurio, fraude a la Seguridad Social, y robo de un plan de beneficios para empleados.
En una entrevista concedida a New York Magazine, año 2010 declaró: “No me arrepiento por el daño causado. ¡Que se jodan mis víctimas! Eran avaros y estúpidos. Ojalá me hubieran atrapado hace ocho años. La cárcel es una liberación”.
Palabras del mejor (y el peor) alumno de Carlo Ponzi.
(La versión original de esta nota se publicó el 26 de mayo de 2019)
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