Ahora, a los noventa y tres años y en su casa de Jerusalén, precisa de una cánula nasal para respirar mejor, se mueve con cierta dificultad y ya no tiene el ímpetu de hace unos años, cuando viajaba por el mundo para dar testimonio del horror nazi.
Hannah Elisabeth “Hanneli” Goslar debe ser una de las últimas sobrevivientes de los campos de exterminio del nazismo: aquellos que conocieron el espanto cuando eran chicos y muchachas de catorce o quince años, no fueron enviados de inmediato a las cámaras de gas y sobrevivieron por azar, por milagro, por obstinación.
Si a Goslar le fallan un poco las fuerzas, no la traiciona el entusiasmo: vive para dar testimonio. Y para rescatar su amistad de hierro con Anna Frank, aquella chica judía que se escondió con su familia en un ático de Ámsterdam, para eludir la deportación, y fue a parar finalmente con toda su familia a Auschwitz y trasladada luego al campo de Bergen Belsen, donde murió de tifus.
Hanneli Goslar y Anna Frank sellaron su amistad a los catorce años, cuando las amistades quedan para siempre adheridas a la vida, no importa por dónde discurran luego esas vidas y cómo las trate la suerte.
Una película neerlandesa, dirigida por Ben Sombogaart y difundida por Netflix, volvió a poner a Hanneli en la historia de hoy, nada menos que a ella, que vive para recordar el ayer, su historia de amistad con Anna Frank y el trágico destino que las separó. Ha dicho: “El que yo haya sobrevivido y ella no, es un cruel accidente”.
Hanneli nació el 12 de noviembre de 1928, siete meses antes que Anna Frank, que nació el 12 de junio de 1929, en Berlín, cuando la República de Weimar, la desastrosa experiencia socialista alemana posterior a la Primera Guerra Mundial, ya daba signos de agotamiento. Su padre, Hans Goslar, periodista, escritor y viceministro de Relaciones Exteriores, era judío religioso, al igual que su madre, maestra. El nazismo, que había pasado ya de la categoría de embrión a la de realidad política, marchaba en pleno ascenso: sólo cuatro años separaban el nacimiento de Hanneli de la llegada de Hitler a la Cancillería del Reich.
En 1933, ya lanzada la persecución a los judíos alemanes, que en 1935 sería amparada por las Leyes Raciales de Núremberg, los Goslar emigraron luego de que Hans fuese obligado a renunciar a su alto cargo en el gobierno. Intentaron primero radicarse en Gran Bretaña, pero optaron finalmente por los Países Bajos. Para entonces, Otto Frank, padre de Anna, también había dejado Alemania y se había instalado en Ámsterdam para montar allí, primero, la sucursal holandesa de la empresa alemana Opekta y, desde 1938 y junto a su amigo Hermann van Pels, otra pequeña empresa dedicada a la venta de especias. Edith, la madre de Anna Frank, llegó a la ciudad junto a sus dos hijas. Anna y Hanneli rondaban los cinco años.
Las dos chicas se vieron por primera vez en un almacén, pegadas ambas a la mano de su madre. Hanneli lo contó, una y mil veces, de esta forma: “Hacía aproximadamente una semana que estábamos en los Países Bajos y mi madre tenía que ir al almacén. Me llevó con ella y allí estaba la señora Frank con su hija Anna. Ninguna de las dos mujeres podía hablar holandés y comenzaron a hablarse en alemán. Yo creo que nosotras nos miramos simplemente, una a la otra; no sé si nos hablamos, pero fue nuestro primer encuentro, la primera semana que estábamos en los Países Bajos”.
Las dos fueron pocos días después al mismo colegio, la Sexta Escuela Pública María Montessori, que es hoy la escuela Anna Frank, de Ámsterdam. Allí volvieron a verse, según recordó Goslar: “Unos días más tarde mi madre me llevó al Jardín de Infantes. Yo no hablaba el idioma, no conocía a nadie y me quería ir a casa. Entonces, vi a Anna de nuevo. Tenía en su mano un palito y hacía música tocando unas campanitas. En ese momento se dio la vuelta, me miró y corrió a mis brazos. Muchos años después escuché, o leí, que ése había sido también su primer día. Ella no conocía a nadie y tampoco podía hablar el idioma, pero ella ya se había encontrado conmigo en el almacén. Desde ese día en adelante fuimos amigas y a través de nosotras, también nuestros padres”.
Aquel abrazo de infancia no se quebró jamás. Hanneli Goslar lo mantiene aún hoy vivo, a sus 93 años, la edad que debería tener Anna Frank. Ambas formaron un núcleo muy unido con otras tres chicas: Susanne Ledermann, que iba a otro colegio, Ilse Wagner y Jacqueline van Maarsen, la única sobreviviente de las tres y a quien Otto Frank, luego de la guerra, mostró las páginas del diario de Anna Frank. Ledermann fue asesinada en Auschwitz en noviembre de 1943, a los quince años. Wagner fue asesinada en el campo de Sobibor en abril de 1943. Tenía catorce años. Cerca de doscientos cincuenta mil chicos y adolescentes fueron enviados a Auschwitz por los nazis. Sobrevivieron sólo setecientos.
Como si hubiesen conocido de antemano la emboscada que les preparaba el destino, las chicas amigas escribieron, una sobre otras, en sus diarios íntimos, el más famoso sería luego el de Anna Frank. Anna decía de Hanneli que era tímida pero traviesa en casa, un poco apocada en presencia de otras personas. Van Maarsen diría de Anna Frank que era vivaz, inteligente, una chica difícil para ser su amiga, que era la más extrovertida del grupo, que rebosaba de ganas de vivir, que quería ser famosa, tal vez escritora, en todo caso, no ama de casa como su mamá.
Hanneli Goslar diría de su amiga Anna que era “una chica picante. La que era especial era su hermana, Margot: buena estudiante y muy obediente. Anna y yo éramos todo lo contrario. Mi madre, que era muy religiosa, describió a Anna una vez con una frase: ‘Dios lo sabe todo. Pero Anna lo sabe todo, mejor”.
Aquella paz precaria, que colgaba de un hilo, que tambaleaba ante cada soplo del huracán nazi, terminó el 10 de mayo de 1949, con la invasión alemana a Holanda, que entonces era conocida con ese nombre. Siete días después, la invasión ya era ocupación. Con las Leyes Raciales de Núremberg en vigencia, la persecución a los judíos holandeses y a los refugiados de otros países se hizo intensa. Al cabo de cinco años, más de doscientos cincuenta mil neerlandeses habrían muerto a manos de los nazis. El 7 y 8 de mayo de 1945, tropas canadienses liberaron Ámsterdam, Róterdam y La Haya.
Para Anna Frank y su gran amiga Hanneli, la escuela Montessori se acabó. Fueron obligadas a dejar el colegio, junto a otras chicas judías, y a seguir los estudios en la Escuela Secundaria Judía. En octubre de ese año, nació la hermana menor de Hanneli, Rachel Gabrielle. Dos años más tarde, la madre, Ruth, murió durante el parto de su tercer hijo, muerto.
El 12 de junio de 1942, Anna Frank recibió como regalo de su cumpleaños número trece un cuaderno de tapas a cuadros rojos y blancos que, días antes, ella misma le había señalado a su padre en la vidriera de una librería. Sería su diario íntimo y ese mismo día Anna hizo en él sus primeras anotaciones: trazó un autorretrato, describió a su familia, sus días en la casa y en el colegio. A Jorge Luis Borges le gustaba decir que los hechos más importantes de nuestra vida son banales, triviales… cuando suceden. Pero después, la historia les da otra hondura.
Anna empezó su diario como tantas otras chicas empiezan cada día su diario íntimo, sólo que Anna iba a retratar una época, un mundo, una gran tragedia humana. Menos de un mes después de la primera anotación, la garra nazi cayó sobre la familia Frank. Margot, la hija estudiosa y obediente, recibió una llamada de la “Unidad central para emigración judía en Ámsterdam”. Era la deportación a un campo de concentración. Otto Frank decidió entonces usar el escondite, preparado meses antes, en la parte trasera de su empresa, en el 263 de Prinsengracht. Los Frank entraron a vivir allí, ocultos, el 6 de julio. Tomaron la precaución de dejar desordenada la casa familiar, la empresa escondite quedaba a varios kilómetros, y un papel que sugería que la familia había huido a Suiza, un deseo de Otto Frank de imposible cumplimiento. En pocos días se les unieron los van Pels y el dentista Fritz Pfeffer. Anna volcó todo en su diario, sus entradas dirigidas a “Kitty”, un personaje de cuentos infantiles ilustrados.
Pocos días después de la decisión de los Frank de ocultarse, Hanneli Goslar fue a ver a su amiga menor: ella ya tenía trece años y medio. En la casa de Anna Frank le dijeron que la familia había escapado a Suiza. En 1997 y 1999, frente a un grupo de alumnos reunidos en la web por la empresa editora Scholastic, Hanneli recordó: “Cuando escuché al inquilino de Anna decir que se habían fugado a Suiza, me alegré por ella porque esperaba que hubieran podido lograrlo. Pero también sabía que era difícil para los judíos llegar a Suiza. Tenías que pasar primero por dos fronteras: una en Bélgica y otra en Francia, los dos países invadidos por Alemania. Cuando finalmente llegabas a la frontera suiza, solo se permitía la entrada a refugiados no judíos. Estábamos muy preocupados, pensamos que los Frank no lo lograrían”.
En todo caso, Hanneli supo que era muy posible que no volviera a ver a su amiga. Se equivocaba. En 1943, ella, su hermana, su padre y sus abuelos maternos, Alfred Klee y Therese Stargardt, fueron arrestados por la Gestapo, deportados en principio al campo de concentración neerlandés de Westerbock, en el noreste de los Países Bajos, y enviados finalmente al campo de Bergen Belsen, Alemania. Llegaron allí el 15 de febrero de 1944.
El 4 de agosto de 1944, delatados, los Frank fueron arrestados en Ámsterdam por la “policía verde”, bajo control de la Gestapo. Un mes después, el 2 de septiembre, la familia entera fue trasladada a Westerbock primero y a Auschwitz luego: tres días de viaje en trenes atestados de gente, que sería asesinada casi de inmediato. En el escondite de Anna quedó su diario, que fue recogido y ocultado por Miep Gies, una empleada de Otto Frank.
Anna y su hermana Margot pasaron sólo un mes en Auschwitz-Birkenau, el campo de exterminio del gran complejo conocido como Auschwitz. En octubre de 1944 fueron enviadas al campo de Bergen Belsen. Allí, las amigas volvieron a encontrarse. Las dos habían cumplido ya los quince años.
Para dar cabida a los recién llegados de otros campos, los alemanes habían dividido un sector de Bergen Belsen en dos, con bolsas rellenas de paja y alambres de púas en lo alto para evitar todo contacto entre uno y otro lado. Pero en las noches, a riesgo de sus vidas, algunos prisioneros se acercaban a pedir, en voz queda, datos sobre amigos y familiares. A inicios de febrero de 1945, una amiga de Hanneli Goslar le dijo que, del otro lado de la barricada había gente de Holanda; que ella misma había hablado con una señora, Van Pels, que conocía a Anna Frank. Esa noche, Hanneli fue hasta la barricada y empezó a llamar, en voz muy baja, a Anna. Le contestó la señora Van Pels que se ofreció a ir a buscarla. Poco después, las dos chicas estuvieron frente a frente pero sin verse, ocultas ambas por las bolsas llenas de paja, apenas si podían distinguirse como sombras.
Hanneli tuvo la impresión de que Anna era ya una chica rota. Empezó a llorar de inmediato, le dijo que ya no tenía padres (Anna Frank no sabía que su padre estaba vivo) y le habló de la enfermedad de Margot, que era tifus. También le dijo que no tenían nada para comer, ni ropa para el frío, que estaba muy delgada y que le habían rapado la cabeza. Quedaron en verse, sin verse, otra vez.
Hanneli hizo entonces una colecta entre sus conocidos: consiguió un pedazo de pan duro, una media, un guante, lo que fuere que pudiera dar un poco de calor. Con todo hizo un pequeño atado y, por la noche, a riesgo de que los guardias las balearan, las dos amigas se reencontraron frente al muro de bolsas. Hanneli entonces arrojó el paquete por sobre la muralla. Si hay una definición de la amistad, ahí va, en un atado maltrecho que lleva un pedazo de pan duro, una media y un guante. En su evocación ante los estudiantes, Hanneli recordó: “No convencí a nadie de que renunciara a su comida porque nadie tenía comida. Pero, en esos días, recibí dos paquetitos de comida de la Cruz Roja. Fue la única vez que recibí comida durante mis dos años en el campo de concentración. Cuando le dije a la gente que tenía una muy buena amiga que estaba mucho peor que nosotros, cuatro o cinco personas me dieron algo. Un pan seco, ciruelas secas, un calcetín… Eso fue todo”. Las dos chicas volvieron a verse, a adivinarse, tres o cuatro veces más. Después, Hanneli no supo más de Anna porque fue trasladada a otro sector del campo.
Anna y Margot Frank murieron de tifus a finales de febrero y principios de marzo de 1945, no hay una fecha exacta. Con la excepción de Otto Frank, ninguno sobrevivió a los campos de concentración: ni la familia van Pels, ni el dentista Fritz. Hanneli Goslar y su hermana Gabi, fueron las únicas sobrevivientes de toda su familia. Fue liberada por los rusos y regresó a Ámsterdam en julio de 1945. Allí se reencontró con Otto Frank: “Fui muy feliz al decirle que había podido hablar con Anna. Le dije que, tal vez, estuviera viva. Pero él mismo me dijo que no, que sus dos hijas habían muerto. Fue algo muy triste.” En 1947 emigró a Palestina. Estudió enfermería infantil en Jerusalén. Se casó con el médico Walter Pinchas Pick, tuvieron tres hijos y diez nietos.
Desde entonces, habla, con voz cada vez más débil, por los que nunca tuvieron voz. Por los que supieron de la persecución antes de conocer el refugio, por los que conocieron el horror antes de saber del mar, por quienes hallaron la muerte antes que el amor.
Alguien tiene que recordar, para que nadie olvide.
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