Lo llamaron “El carnicero de los Balcanes”. Se lo había ganado. Pero nunca mató a nadie. Indujo a matar, autorizó matanzas, torturas, tumbas masivas tan grandes que se hicieron inocultables y podían ser detectadas desde el aire, tal era la cantidad de tierra removida; celebró aquellas masacres, ocultó a sus autores, les dio cobijo y protección y justificó ante el mundo sus razones para un genocidio, que las buenas costumbres y la hipocresía dieron en llamar “limpieza étnica”.
Como Adolfo Hitler, que jamás manchó de sangre sus finas manos de artista plástico frustrado, Slobodan Milosevic guardó siempre las apariencias de un estadista serio, pulcro, de pelo cano bien cortado, con corbatas algo estridentes y cierto aire de gerente de algo, de alguna empresa europea pujante. Fue el arquitecto de la Yugoslavia desangrada en los años 90, ante el estupor de una Europa siempre aturdida, siempre adormecida ante las matanzas desatadas por los nacionalismos.
En las manos lamidas de Hitler y de Milosevic se acaban las coincidencias. Milosevic era un comunista convencido, convertido luego al fanático nacionalismo serbio, que intentó fundar una gran nación en un territorio que era multicultural, multireligioso y multiétnico mediante el sencillo método de asesinar a quien no fuese serbio, o fuese diferente, pensara distinto o creyera en otro credo, o en cualquier credo. Fue presidente de la República de Serbia entre 1991 y 1997 y de la República Federal de Yugoslavia entre 1997 y 2000. En ese lapso se produjeron las tres grandes guerras yugoslavas: Croacia, de 1991 a 1995, Bosnia, entre 1992 y 1995 y Kosovo, de 1998 a 1999. El sueño de Milosevic de crear una Gran Serbia dejó más de doscientos mil muertos, entre dos y tres millones de desplazados y refugiados, decenas de ciudades destruidas y un número nunca calculado de violaciones, torturas y desapariciones.
Los Balcanes habían sido foco de fuego desde las épocas del Imperio Austro-húngaro: es allí donde está la raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial. Al término de la Segunda, con el reparto de Europa hecho por las grandes potencias y el Este europeo en manos de Stalin, Yugoslavia quedó en manos del legendario dirigente comunista Josip Broz Tito, que mantuvo atado con hilos delgados un equilibrio igual de delgado entre las “naciones”, que integraban aquella no declarada federación de países. Lo que quedó más oculto, pero siempre a flor de piel, fue el feroz odio que alimentaron croatas y serbios a raíz de esa Segunda Guerra, cuando el llamado Estado Independiente de Croacia se alió a los nazis y cometió gravísimas atrocidades contra los serbios y los judíos e instaló campos de concentración para mantener en secreto sus feroces matanzas étnicas.
Tito murió en 1980 y Yugoslavia empezó un lento y marcado proceso de desintegración a cargo de serbios, croatas, bosnios, eslovenos, albaneses, proceso que apuró diez años después la desintegración de la Unión Soviética y la caída del comunismo. Para entonces, Milosevic era una figura de relieve en Yugoslavia. Y era temido también.
Había nacido en 1941, cuando los croatas se aliaron a los nazis, en Pozarevac, Serbia. En 1953 se afilió a la Liga de los Comunistas de Yugoslavia, ex Partido Comunista. Estudió derecho en la Universidad de Belgrado, hizo carrera en la administración de la República Socialista de Serbia: si se quiere, un burócrata del partido. Se casó en 1965 con Mirjana Markovic, profesora de la cátedra de Teoría Marxista de la Universidad de Belgrado. Tres años después, Milosevic pasó al mundo empresarial, siempre en empresas del estado socialista, en especial en la empresa estatal Technogas, de la que fue director general. En 1978 dirigió el Banco Unido de Yugoslavia, y se zambulló en la vida política a la muerte de Tito. Fue una carrera veloz: en 1983 fue elegido miembro del Presidium del Comité central comunista impulsado por su mentor, Ivan Stambolic, a quien desplazó de un plumazo en la presidencia del Comité Central. En mayo de 1989 fue elegido presidente de Serbia.
¿Cómo fue que el burócrata llegó tan alto? Porque su carrera coincidió con una radicalización del nacionalismo serbio, en perjuicio de las minorías étnicas yugoslavas. En eso, Milosevic coincidió con el croata Franjo Tudman: serbios y croatas, ambos enemigos, debían prevalecer de alguna manera sobre los demás pueblos yugoslavos. Milosevic supo treparse a la ola del fanatismo nacionalista y el 28 de junio de 1989, organizó en Kosovo un acto recordatorio del 600 aniversario de la derrota serbia a mano de los turcos en 1389. Un millón de personas escucharon lo que es hoy el célebre “Discurso de Gazimestán”, que fue en realidad el disparo de salida a las guerras yugoslavas. Dijo entonces: “Por culpa de sus dirigentes y políticos y su mentalidad vasalla, [los serbios] se sentían culpables ante sí mismos y ante los demás. Esta situación se prolongó durante años, durante décadas, y aquí estamos ahora en el campo de Kosovo para decir que este ya no es el caso (...) La Serbia de hoy está unida e igualada a otras repúblicas, y dispuesta a hacer todo lo posible para mejorar su situación financiera y social y la de todos sus ciudadanos. Si hay unidad, cooperación y seriedad, tendrá éxito en hacerlo.”
La excusa económica apenas ocultaba el llamado a las trincheras. Más adelante, ya casi sin disimulos. Dijo: “Seis siglos más tarde, estamos comprometidos en nuevas batallas, que no son armadas, aunque tal situación no puede excluirse aún. En cualquier caso, las batallas no pueden ganarse sin la resolución, el denuedo y el sacrificio, sin las calidades nobles que estaban presentes en los campos de Kosovo en aquellos días del pasado”. Los tambores de Milosevic, un asesino de traje y estilográfica, llamaban al combate y los serbios lo entendieron bien.
Entre 1992 y 1995 se libró en Bosnia una guerra civil que incluyó matanzas de civiles y “limpieza étnica”, una expresión nueva en el diccionario de la guerra, desatada por los serbios de Milosevic, que pretendían instalar su propio estado étnico dentro de Bosnia. El conflicto encerró otro más, uno inmerso en el otro, por parte de tres fracciones: los serbios de Bosnia Herzegovina, los croatas de Bosnia Herzegovina y los bosnios musulmanes de Bosnia Herzegovina, divididos también por la religión: ortodoxa, católica y musulmana. Como parte de la “limpieza étnica” figuran las masacres de Srebrenica, en la que fueron asesinados cerca de ocho mil varones musulmanes, muchos de ellos chicos. Los muertos en el conflicto se calculan en cien mil.
Fue entonces que Europa, casi a desgano, y Estados Unidos decidieron intervenir en la guerra civil: la OTAN bombardeó Serbia, sin respaldo del Consejo de Seguridad de la ONU y sin usar tropas terrestres: Serbia y Milosevic aumentaron la crueldad de su “limpieza étnica”. El brutal cerco a la ciudad de Sarajevo fue uno de los más largos y salvajes de la historia contemporánea de Europa. Al mando estuvo Ratko Mladic, uno de los generales de confianza de Milosevic, condenado hoy a cadena perpetua.
Los crímenes de Milosevic fueron más conocidos cuando fue procesado por el Tribunal Penal Internacional de La Haya para Yugoslavia (TPIY) en 1996. La acusación hablaba de: “Saqueos de bienes personales y comerciales, amenazas y actos de violencia, destrucción sistemática en todo el Kosovo de los bienes pertenecientes a los civiles, bombardeos de pueblos y ciudades, incendio de casas, chacras y empresas, degradación de los civiles kosovares mediante violencias físicas y verbales, actos degradantes y ,malos tratos físicos asados en consideraciones raciales (…)”. Los cargos también citaban, “persecución, exterminio, matanza intencionada, confinamiento ilegal, torturas, actos inhumanos, deportación, transferencia forzosa, ataque a civiles, destrucción licenciosa y pillaje”.
En 1999, Milosevic había lanzado la tercera guerra yugoslava en Kosovo para “limpiarla” de albanos kosovares. El Tribunal de La Haya lo acusó de haber asesinado a cientos de personas entre enero y junio de 1999, y de haber deportado a otras setecientos cuarenta mil. Dos años después, ya con Milosevic en la cárcel, la acusación fue enmendada, y ampliada, para acusar al dictador de “planificar, incitar a cometer, a llevar a cabo, o ayudar y alentar una campaña de terror y violencia dirigida contra los civiles albaneses de Kosovo”. Había más que eso. Había muchas más atrocidades, entre ellas, el genocidio de albaneses en el sur de Kosovo, en 1999, en el que docenas de hombres, mujeres y chicos fueron masacrados por los serbios, a pesar de que eran todos civiles. La policía alegó, en cambio, que los hombres y los chicos vestían uniformes del Ejército de Liberación de Kosovo. Los cuerpos estaban mutilados: a muchos les habían abierto la cabeza a golpes o a balazos; a otros les habían arrancado los ojos. Se supone que una vez ya matados.
Milosevic fue juzgado en ausencia hasta 2001. En octubre de 2000 perdió las elecciones serbias y se negó a aceptar el resultado. El tribunal Constitucional, a sus órdenes, anuló las elecciones, al día siguiente los serbios incendiaron el Parlamento, Milosevic llamó a los tanques a salir a la calle, sus jefes militares se negaron y se acabó todo. Asumió el gobierno Vojislav Kostunica, que al año siguiente entregó a Milosevic al Tribunal de La Haya.
El 8 de octubre de ese año fue acusado por la “limpieza étnica” encarada en Croacia entre agosto de 1991 y junio de 1992, lapso en el que las tropas serbias, de las que Milosevic era mandante, desataron una brutal campaña de exterminio contra quienes no eran serbios. Un mes y medio después, Milosevic fue acusado de genocidio, el delito más grave que juzga el Tribunal de La Haya, castigado con prisión perpetua, por los crímenes cometidos en Bosnia Herzegovina entre 1992 y 1995.
Decenas de testigos desfilaron para narrar los horrores serbios durante las “limpiezas étnicas”, el Tribunal vio decenas de videos de las acciones serbias, entre ellas el bombardeo a un mercado de Sarajevo en el que murieron treinta personas. El fiscal adjunto, Geoffrey Nice ilustró con datos terribles la magnitud de los crímenes y narró, entre ellos, la historia de una mujer bosnia y su bebé, que fueron encerrados en una casa junto a otros cuarenta y cinco familiares, en la que murieron quemados vivos por las tropas de Milosevic. El ex hombre fuerte de Serbia y de los Balcanes se presentó ante los jueces siempre con un traje azul impecable, una corbata deslumbrante, el pelo blanco peinado con primor y ese aire de gerente exitoso que va a proponer un brindis por la marcha de la empresa, aunque estaba detrás de una cabina blindada, lo que tiraba un poco abajo su show.
Negó todo y afirmó que había respetados siempre a las minorías étnicas, sin saber acaso, o sin recordar, o aun a sabiendas total, daba lo mismo, de las palabras con las que lo había definido Warren Zimmermann, embajador de Estados Unidos en Belgrado: “No conozco a nadie que mienta con tanta desenvoltura y sangre fría”.
Cuando faltaban unas cincuenta audiencias para el final del juicio y la sentencia, Slobodan Milosevic murió en su celda el 11 de marzo de 2006. La autopsia dijo paro cardíaco, su salud estaba bastante quebrantada, y ahuyentó de esa forma los fantasmas siempre fascinantes del envenenamiento, o de la falla cardíaca provocada.
En julio de 2016, diez años después de su muerte, el Tribunal de La Haya lo exoneró de la responsabilidad en parte de los crímenes cometidos en Bosnia entre 1992 y 1995.
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