Cuando se abrió la puerta de la celda, el prisionero número 46664 dio el primer paso hacia la libertad, después de veintisiete años de encierro. Estaba delgado, con la salud deteriorada, lo habían confinado siempre en celdas húmedas para que la tuberculosis lo matara, sus ojos habían sido lastimados para siempre por años y años de trabajos forzados en minas de cal, sin que se le permitiera usar gafas para aliviar el puñal del sol reflejado en la blancura de la piedra caliza.
Tenía apenas una noción del mundo al que iba a salir, por fin, en libertad. Lo habían sometido a un régimen de aislamiento que le habilitaba una visita y una carta cada seis meses. No tenía derecho a diarios y fue castigado por tener en su poder algún recorte noticioso de los que circulaban en prisión. Así durante veintisiete años. Guardaba en su bolsillo una carta de su hermano, enviada en 1964, que había llegado a sus manos dieciocho años después, en 1982. Estaba clasificado como “prisionero Clase D”, que era el último escalón en aquel infierno del Dante del sistema carcelario de Sudáfrica.
Ahora, en la tarde del 11 de febrero de 1990, hace treinta y dos años, el prisionero 46664 dejó de ser un número, recuperó su nombre y apellido, Nelson Mandela, dejó atrás la reja principal de la prisión de Víctor Verster y de la mano de su mujer, Winnie, enfrentó a una multitud de periodistas y cámaras de todo el mundo: era el ex prisionero negro más importante en la Sudáfrica ferozmente blanca.
Lo de las fotos vino muy bien: no había en el mundo fotos de Mandela desde su ingreso a prisión en 1964. Y las que había, no podían ser reproducidas en los medios de Sudáfrica. La revista americana Time, que le dio su tapa de la semana para celebrar su liberación, recurrió a un dibujo del rostro de Mandela, una especie de identikit telefónico que dictó su mujer. El ahora ex prisionero enfrentó las cámaras con una sonrisa. No expresó ni una queja. No tenía tiempo para esas cosas: tenía que fundar una nación
Es lo que hizo. Cuando de la prisión lo llevaron a la alcaidía de Ciudad del Cabo para cumplir con esos trámites engorrosos con que la cárcel te despide a la libertad, dio un discurso, que se conoció enseguida en todo el mundo, en el que afirmó su compromiso para mantener la paz y la reconciliación con la minoritaria raza blanca. Dejó en claro que la lucha armada del CNA, el Congreso Nacional Africano, no estaba terminada y seguiría como “una forma de acción defensiva contra la violencia del apartheid”. Paz, dijo, pero no a cualquier precio.
Tenía en mente un sueño a lograr: darle a la población de raza negra el derecho a votar en las elecciones generales y locales. Y terminar con el apartheid, una vergüenza universal por la que durante años, los afrikaaners, la sociedad blanca descendiente de los británicos y holandeses llegados a esa tierra atraídos por el oro y los diamantes, dictaban las leyes, controlaban los poderes del Estado, establecían las normas de la economía, fijaba las zonas de viviendas y aseguraba para esa minoría las ventajas de un sistema democrático exclusivo para europeos, sostenido por una política racista disfrazada de hipocresía: “desarrollo separado” decía el lema. Separado, seguro. Lo de desarrollo… Se trataba de veintiocho millones de personas de raza negra bajo el dominio de tres millones de blancos que recurrieron durante años a la represión, el encarcelamiento, la tortura, las desapariciones y la violencia indiscriminada en las calles y en los barrios destinados a los negros, en especial en el legendario Soweto.
Contra eso había empezado a luchar Mandela cuando muchacho, sin imaginar el destino que le esperaba hoy, el día de su libertad y a sus setenta y tres años, refundar su nación y presidirla.
Nelson Rolihlahia Mandela había nacido el 18 de julio de 1918, como príncipe heredero de la tribu Tumbú, la más noble de la región de Transkei, una de las etnias sudafricanas. Su nombre, según quien lo lea e interprete, significa el que rompe una rama, el que quiebra lo establecido, el que crea dificultades, el que nunca está conforme. Años después fue conocido como Madiba, el nombre de su clan. El primer día en el colegio metodista al que lo enviaron sus padres, la maestra le dio, como a todos los demás alumnos, un nombre inglés: Nelson. “¿Por qué lo eligió? No tengo la más mínima idea”, confesaría Mandela en 1994.
Estudió en la Universidad de Fort Hare, una institución prestigiosa para la población de raza negra de la Provincia Oriental del Cabo: quería ser abogado o empleado del Departamento de Asuntos Indígenas. Allí conoció a Oliver Tambo, que sería un aliado incondicional en los años por venir. Mandela frecuentó poco el CNA y el Movimiento Antimperialista que exigía una Sudáfrica independiente. Por el contrario, tomó partido por Gran Bretaña cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Una protesta estudiantil banal, la calidad de los alimentos, le valió una suspensión temporal en la Universidad, a la que dejó de lado sin obtener título alguno.
Gracias a uno de los activistas del CNA, Walter Sisuli, consiguió un puesto como aprendiz en un estudio de abogados de Johannesburgo dirigido por Lazar Sidelsky, un judío que simpatizaba con la causa negra. Mandela trabó amistad con Gaur Redebe, del CNA y del Partido Comunista Sudafricano (SACP), y también con Nat Bregman, otro chico judío y comunista que fue el primer amigo blanco de Mandela: cuando años después repasaba su vida, Madiba diría que nunca fue miembro del SACP porque el ateísmo comunista chocaba con su fe cristiana, y porque creía que el drama de Sudáfrica radicaba en el racismo y no en la lucha de clases que impulsaba el marxismo.
Mandela se unió al CNA en los años 40, mientras estudiaba derecho en la Universidad de Witwatersand y se casó con Evelyn Mase, del CNA en 1944: tuvieron dos hijos Madiba Thembi Thembekile y Mazawike, que murió a los nueve meses por meningitis. En 1948, las elecciones sudafricanas, en las que votaban sólo los blancos, fueron ganadas por el Partido Nacional Reunificado y el Partido Afrikaaner que se unieron para formar el Partido Nacional, abiertamente racista y que promovía, además, la legalización de la segregación racial conocida como apartheid. Mandela, cada vez con mayor influencia en el CNA, organizó boicots y huelgas contra los afrikaaners, un poco al estilo de las protestas que Mahatma Gandhi llevaba adelante en la India contra el dominio británico. O porque sus actividades políticas se lo impidieron, o como represalia de las autoridades, en diciembre de 1949 a Mandela le fue negado el título de grado en la Universidad de Witwatersand.
En 1950, ya como presidente del CNA el conflicto con los afrikaaners recrudeció: Mandela lanzó la Campaña del Desafío a las Leyes Injustas, y el gobierno sudafricano endureció las leyes penales: fue arrestado el 22 de junio, después de un discurso ante diez mil personas que dio inicio a las protestas, y fue a parar unos pocos días a la cárcel. Los seguidores del CNA pasaron de veinte mil a cien mil y el gobierno respondió con arrestos masivos y el establecimiento de la Ley Marcial. El 30 de julio Mandela fue de nuevo arrestado por violar la Ley de Supresión del Comunismo. Fue enjuiciado en Johannesburgo junto a otros veintiún acusados: todos fueron declarados culpables y condenados a nueve meses de trabajos forzados, una pena que quedó en suspenso por dos años.
Ya como abogado, estudios que terminó por correspondencia, Mandela y Tambo establecieron el primer estudio de abogados administrado por profesionales de raza negra de Sudáfrica. El bufete abrió sus puertas en el centro de Johannesburgo y se dedicó a atender a las víctimas de la brutalidad policial. La Ley de Áreas de Grupo, sancionada para hacer efectivo el apartheid, los obligó a mudar las oficinas a un sitio más alejado, caso remoto, de la ciudad. Mandela se separó de su primera esposa.
En mayo de 1960, Mandela se había casado con Winnie Madikizela en 1958, una protesta en la que los ciudadanos negros quemaron sus pases, o salvoconductos, que tenían la obligación de llevar y mostrar cada vez que se los pidieran, derivó en una brutal represión policial, conocida como La matanza de Sharpeville, terminó con el asesinato de sesenta y nueve personas, muchas de ellas baleadas por la espalda. De la protesta participaron miembros del flamante PAC, Congreso Panafricano, que tenía su propio grupo armado.
Mandela creyó que el CNA debía tener también su guerrilla y fundó, inspirado en Fidel Castro y su M-26 (Movimiento 26 de Julio) el Umkhonto we Sizwe (MK) (La lanza de la Nación) del que el amigo de Mandela, Sisuli, era líder principal. Aunque nacidas por separado, el MK terminó por integrarse al CNA. Tenía una estructura celular, y llevó adelante sabotajes en bases militares, plantas nucleares, líneas telefónicas y caminos, con la intención declarada de provocar la menor cantidad de víctimas y como una maneras de presionar al gobierno. Las protestas pretendían que fuesen abolidas la Ley del pase, que impedía el desplazamiento de los negros desde las áreas rurales a las ciudades, y la Ley de nativos, que prohibía a los negros comprar o alquilar propiedades de los blancos.
En julio de 1963 la policía allanó una granja donde encontraron documentación del MK que comprometía a Mandela, que ya estaba preso desde 1962 bajo los cargos de traición. Mandela fue juzgado en el conocido Proceso de Rivonia, celebrado en la Corte Suprema de Pretoria. Fue acusado de sabotaje, el fiscal pidió la pena de muerte para él y el resto de los acusados, que admitieron el sabotaje pero negaron haber planeado lanzar una guerra de guerrillas contra el gobierno. En su alegato, Mandela dijo: “Siempre he atesorado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que las personas puedan vivir juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal para el que he vivido. Es un ideal por el que espero vivir, y si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”.
Fue su último discurso en libertad. El 12 de junio de 1964 fue condenado, junto al resto de los acusados, a prisión perpetua.
Fueron todos encerrados en la prisión de la isla Robben, donde permanecerían por dieciocho años.
Mandela, apartado de los presos comunes, fue confinado a una celda húmeda, de dos metros cuarenta de alto por dos metros diez de ancho, con una estera de hojas de palma como único colchón. Todos los condenados en el Proceso de Rivonia trabajaron como picadores de piedras y padecieron agresiones y golpes de los guardias, todos de raza blanca. Luego fueron transferidos a una mina de cal. Mandela aprovechó su condición de líder para representar al resto de los presos políticos en la isla, para establecer contactos con el PAC y para crear lo que, con cierta pompa, se llamó Universidad de la Isla de Robben. Se trataba de debates donde los prisioneros daban a conocer opiniones, anhelos, reproches, y en los que debatía la sexualidad, la administración de recursos y la política, esta última en acalorados intercambios con los presos marxistas. Madiba, de paso, asistía a la escuela dominical cristiana, donde estudió la lengua afrikáans, con la que esperaba fomentar el respeto mutuo con los guardias y, a ser posible, atraerlos a su causa.
En 1967 las condiciones mejoraron un poco en la prisión, a los condenados se les permitió vestir pantalones largos en vez de pantalones cortos, mejoró algo la calidad de la comida y les permitieron algunos deportes. Mandela diría luego que el fútbol los había hecho sentir “llenos de vida y muy alegre, pese a estar dónde estábamos”.
Una campaña mundial en favor de su libertad y la agonía del apartheid, boicoteado en todo el mundo, llevaron poco a poco a las autoridades sudafricanas a contemplar la liberación del preso político más célebre de Sudáfrica, que empezó a ser visto como el hombre que acaso podía llevar al país por un camino pacífico, que permitiera dejar de lado una dictadura criminal implantada por décadas y una cultura social racista y asesina. Tarde, como suele suceder, el mundo había descubierto que el apartheid era inhumano. Mandela ya era una figura carismática del CNA junto a Tambo, Sisuli y a Albert Luthuli, que seguían los postulados pacíficos del obispo Desmond Tutu, que había sido Nobel de la Paz en 1984.
A la hora de la libertad de Mandela, la paz colgaba de un hilito en Sudáfrica. La primera foto pública y oficial de Mandela libre fue difundida por el hombre que le dio la libertad, el presidente Frederik De Klerk, que había sido un afrikaaner furioso y, tal vez, había entendido que el amor al odio sirve de nada, mientras Mandela aprendía, tras las rejas, a odiar el odio. Los dos ganarían el Nobel de la Paz en 1993. Mientras se hacía esa y otras fotos, un estremecimiento jubiloso latía en el corazón negro de Sudáfrica; el júbilo exigía venganza, mientras, del otro lado la minoría blanca exigía la cabeza de De Klerk, la política y, si era necesario, la otra también.
Mandela hizo algo más en favor de la sensatez: fue a entrevistarse con Betsie Verwoerd, viuda Hendrik Verwoerd, arquitecto del apartheid, que había muerto en 1966. Era sólo un gesto, pero a menudo esos gestos dicen mucho. Y cuando los rumores anunciaban un marcha negra sobre Pretoria, Mandela se reunió con Pik Botha, canciller de los últimos años de los gobiernos del apartheid, él mismo un afrikaaner vehemente y, de alguna manera, también responsable de los años de confinamiento de Mandela. Botha diría luego, sorprendido: “No dijo una sola palabra sobre su encierro”.
El 10 de mayo de 1994, Mandela se convirtió en el primer presidente negro de Sudáfrica elegido en comicios libres. Había fundado una nación, la había parido con nueva bandera, con nuevo himno y con los viejos enemigos, el NAC y el Partido nacional de los afrikaaners dispuestos, como fuere, a encausar al recién nacido: juntos nombraron a veintiséis de los veintinueve ministros del gobierno flamante. El primer vicepresidente de Mandela era Thabo Mbeki, del NAC; el segundo era De Klerk.
En su discurso inaugural, Mandela dijo algunas cosas que nunca está de más recordar: “De la experiencia de una desmesurada catástrofe humana que ha durado demasiado tiempo debe nacer una sociedad de la que toda la Humanidad se sienta orgullosa. (…) Ha llegado el momento de curar las heridas. El momento de salvar los abismos que nos dividen. Nos ha llegado el momento de construir. (…) Nosotros, el pueblo sudafricano, nos sentimos satisfechos de que la Humanidad haya vuelto a acogernos en su seno. (…) Dedicamos el día de hoy a todos los héroes y las heroínas de este país, y del resto del mundo, que se han sacrificado de numerosas formas y han ofrendado su vida para que pudiéramos ser libres. Sus sueños se han hecho realidad”.
Esa filosofía lo llevó a crear la Comisión por la Verdad y la Reconciliación que, entre 1995 y 1998 investigó las violaciones a los derechos humanos durante los años terribles del apartheid, y tuvo la facultad de conceder una amnistía a quienes reconocieron sus crímenes.
Contra lo que siempre piensa la simplificación, Mandela no aconsejaba el olvido: “Al recordar, nos aseguramos de que nunca más seremos víctimas de semejante barbarie y suprimimos una herencia peligrosa que sigue siendo una amenaza para nuestra democracia”.
En julio de 1998, cuando cumplió ochenta años, se casó con Graça Machel, viuda del presidente de Mozambique. Se había separado de Winnie en 1992, luego de un vendaval de sospechas de corrupción y conspiración contra su propio marido. Mandela usó tres palabras para definir su estado de adolescente fervoroso: “Florezco de amor”. A la fiesta fueron Michael Jackson, el actor Danny Glover, la modelo Naomí Campbell, la escritora Nadine Gordimer, la cantante de jazz Nina Simone y Stevie Wonder, prohibido por el apartheid en 1985.
Con seis hijos y veintisiete nietos, no quiso ser reelecto, se negó a perpetuarse en el poder, no imaginó un diluvio después de él, no se juzgó imprescindible, ni sintió que el destino de su pueblo estaba en sus manos, pese a que pudo haberlo pensado, no se nombró padre de ninguna patria, no se condenó a perpetuidad. Quería demasiado a su nación como para semejante desatino. El 16 de junio de 1999 terminó su mandato y se fue a su casa. Y que la vida política de Sudáfrica siguiera su curso
Pasó sus últimos años, frágil de salud, con el ánimo entero. Murió el 5 de diciembre de 2013, en Johannesburgo. Pidió ser enterrado en Qunu, en el Cabo Oriental, no lejos de su pueblo natal, porque allí había aprendido a cazar pájaros, a ordeñar vacas, a beber la leche tibia y la miel silvestre, a pescar con un hilo y un alambre, a nadar y a ser libre.
Así se forma un estadista.
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